Morir. Unos alpinistas de élite, una madre, una película.

 





Hansjörg Auer


El Chorrillo, 20 de abril de 2019

La una de la madrugada. Terminé llenando el final de la noche con la voz de Kiri Te Kanawa cantando arias de Verdi y Puccini. La película de la noche, I pugni in tasca (Las manos en los bolsillos)de Marco Bellocchio, había conseguido dejarme el ánimo como una brasa y no conseguí aligerarlo con una pequeña vuelta que me di por la parcela bajo la lluvia. Me escocía la vida entera de aquella familia que pinta Bellocchio en su película. Había también el recuerdo reciente de cuatro escaladores de élite muertos días atrás por una avalancha en las Montañas Rocosas. Uno de ellos, Hansjörg Auer, un joven a quien había descubierto meses atrás en el libro de Free solo de Alexander Huber en donde él mismo escribía alguna página relatando la experiencia de una de sus ascensiones solitarias más riesgosas.

Recuerdo que cuando leí este relato y vi la fotografía que le acompañaba, tomada por una cordada que hacía otra vía cercana a la suya, considerada la más difícil de las Dolomitas, algo dentro de mí se tensó al punto de producirme un pequeño escalofrío. Entonces era alguien totalmente desconocido, aparecía en el libro de Huber como un epílogo a la carrera de esta nueva generación de solitarios que no necesitan para escalar grandes paredes de dificultad extrema otra cosa que sus manos y unos pies de gato. Le vi en un video, trabajaba con sus padres en una granja en los Alpes austriacos, un joven corriente y sencillo que parecía haber establecido una implacable y amorosa relación con las montañas y el vacío. Recuerdo que me llamó la atención su rostro anguloso y recio, usaba grandes gafas de pasta y sonreía enseñando unos grandes dientes, su mandíbula parecía hecha a escuadra y de aspecto neordenthalense.

Quedé prendado de ese lenguaje escueto y emotivo con que describía su ascensión a la Vía del Pez (7b+): “Tengo un único objetivo. Nadie puede detenerme. La sensación de trance se intensifica. Aunque muchos no lo crean, no hay miedo. Comienza la escalada: Los primeros metros los escalo aún algo tembloroso, mis movimientos no tienen nada de fluidez, pero ello apenas dura unos minutos. Enseguida entro en un frenesí de velocidad. Me siento de lo más seguro y en este momento no existe nada más que yo mismo… Dos horas y media más tarde, cerca ya de la cumbre: “Subo por la fisura de salida prácticamente a la carrera y sumido en un éxtasis inimaginable”.

Kiri Te Kanawa empezó a cantar en este momento Un bel dì, vedremo, de Puccini, que me transportó de inmediato a un espacio y a un tiempo lejano y entrañable. Mi madre, cumplidos los tres meses de vida que le habían pronosticado a consecuencia de un cáncer de cerebro, había al fin concluido su ciclo de vida; yacía ahora tranquila rodeada por sus nietos y por nosotros mismos, empezaba a amanecer y alguien había puesto una cinta de Puccini en el amplificador. El tema que sonaba precisamente en este instante era el único que recordaba de aquella ocasión. El dolorido alargamiento de las notas del aria de Puccini en la voz de la Kiri Te quedó anexado para siempre a esa hora del amanecer tras el fallecimiento de mi madre.

La muerte parece esta noche un condimento que estuviera presente en todo lo que sucede a mi alrededor. Esta noche durante la cena ya habíamos hablado Victoria y yo, a raíz de la noticia del accidente de las Montañas Rocosas, sobre la fuerza de esas pasiones que se mueven en el alma de algunos alpinistas de élite y que les lleva constantemente a vivir junto a la incertidumbre de un abismo que invariablemente engulle vidas humanas como un Saturno que devorara a sus hijos predilectos. Inútil comentar si merece o no la pena vivir tan cerca del abismo. El poder que tenía la Gorgona de petrificar a todos aquellos que se atrevieran a mirarla parece que se repitiera de parecida manera en el círculo de esos extremosos amantes que, enajenados por las grandes paredes y las montañas, quedan presos de una voluntad en la que la superación de uno mismo corre pareja al desafío de los mismos dioses que habitan las montañas.

¿Merece la pena?, ¿merece la pena, no obstante? ¿Y quién se atrevería a decir lo que merece la pena o no en la vida? ¿Y cuáles serían las medidas a usar? Y sin embargo puede uno encontrar tantas cosas hermosas en la vida cuando se la contempla desde la madurez, hermosas, intensas, entrañables, que es imposible dejar de preguntarse si caminar tan cerca del abismo, especialmente en la primera juventud, será una opción que, por ejemplo, veríamos deseable en un hijo por mucho que, como escribía, Hansjörg Auer, someterse a grandes riesgos le sumiera en un éxtasis inimaginable.

La muerte, con la que deberíamos familiarizarnos hasta “vivirla”, pienso, en un clima de absoluta normalidad… y creo que el haber vivido la muerte de mi propia madre desde un estado de ánimo de paz tras el largo interludio de su lenta degradación en donde no estuvieron exentos los momentos de alegría común, me ayudó mucho a interiorizarla y a tenerla como no lejana compañera que me habrá de esperar en cualquier recoveco del camino. La muerte, con la que deberíamos familiarizarnos en un clima de normalidad, decía, y con la que sería importante encontrarse con sosiego para poder mirarla de cara a cara sin turbación, no debería ser una quiebra repentina en la vida que rompe a ésta en pedazos por efecto de una violencia o la excesiva aproximación al abismo. A cualquiera le puede dar un patatús o matarlo un descerebrado en una carretera; mala suerte entonces. Pero en el común de los casos parece que sí sea posible llegar de una manera razonable preparado para recibir los santos sacramentos que no serían otra cosa que conseguir de la parca que nos dejara echar un vistazo satisfecho a la vida que hemos podido vivir para despedirnos después de nuestros seres queridos con un afable gesto de cariño y agradecimiento.

Y recuerdo la película de esta noche y la triste vida de aquella familia italiana que muestra el film y la cosa me produce dentera, precisamente porque en esa horrible vida cotidiana que ellos practican está el germen de los horrores posteriores que propone su guionista y director Marco Bellocchio.




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