Dormir en los bosques






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El Chorrillo, 12 de mayo de 2019.

 Había terminado de ver hacía un rato Salvatore Giuliano, de Francesco Rosi, y me había enfrascado en la lectura de un libro que hablaba de la urgencia de que dirijamos “también” nuestra atención reflexiva, nuestra meditación, a lo que se halla cerca de nuestra persona, en contraposición a esa tendencia general que centra su crítica siempre más allá de uno mismo en el entorno político y social haciendo así culpables de todos los males del mundo a los que nos gobiernan, algo que me recordaba a aquellas palabras que Casio le dice a Bruto en el Cesar de Shakespeare: "La culpa, Bruto, no está en las estrellas…sino en nosotros mismos". Y en ello estaba cuando un ruido como de lamento susurrado salido de un alma vegetal llamó mi atención. Al principio pensé que era el gato, nuestro Mico, que dormía en el sillón cercano, pero no, se trataba de un sonido que recordaba anexo a algunos de mis vivacs en los bosques de eucaliptos de Galicia cuando el viento barre la costa, un lastimero estremecerse de los troncos que simulaba el vagido silencioso de un niño que esconde sus penas incomprendidas bajo una manta. Salí fuera de la cabaña y agucé el oído. No me costó mucho localizarlo, el lamento venía de dos acacias enamoradas que crecen a tres metros de la fachada sur de mi cabaña. Son dos árboles que nacieron espontáneamente y que según fueron crecieron sintieron una atracción tan grande el uno por el otro que no tardaron en abrazarse y jurarse amor eterno. El amor es así de ardoroso. Acerqué el oído a sus troncos y, no, no había duda, eran ellas las autoras del lamento, aunque pensando que estamos en plena primavera yo creo que eran ayes de amor y coyunta. Hoy, fuera el viento o el ferviente amor, los sonidos que salían de sus maderas eran en cualquier modo sugerentes. En nuestra parcela no son los únicos enamorados, que no hace mucho pude sorprender con mi cámara también a otros enamorados, éstos de constitución muy diferente; se trataba de dos culebras. Ahí abajo las podéis ver. Es primavera y como se ve todo se concita para el acto del amor.




Siempre me pareció que tenían mucho de humano estos quejidos que emiten los troncos de un bosque azotado por el viento. De hecho conservo de alguno de esos vivacs el recuerdo de una leve inquietud, como si tras esos gemidos de los árboles se escondiera algún espíritu que quisiera ponerse en comunicación conmigo. Recuerdo haberme despertado muchas noches con este lento crujir que balancea los árboles y haber tenido una impresión comparable a cuando un gato maúlla a nuestro lado requiriendo nuestra atención. Dormir en los bosques proporciona en ocasiones experiencias intensas llenas de ambigüedad y sugerencias.

“Hermosa es la canción gris
 Que junta lo ambiguo y lo preciso”

escribió Verlaine en verso. La nana de la música de un arroyo cercano, como quien acaricia tu cansancio de un día de caminata, te ayuda a dormir igual que si alguien te estuviera meciendo en una cuna mientras te canta una nana, pero la otra música, la de los árboles y su crujido intermitente, tan lastimera y como de alguien que reprime a duras penas el dolor de su soledad, de alguna pena profunda, imprime en el durmiente una sensación de ambigüedad que, abriéndote a inconcretas realidades, te pueden sugerir, según el ánimo en el que te encuentres, y a diferencia del preciso rumor de los arroyos, dispares sensaciones en las que tanto los vagidos de amor, semejante al que emiten mis acacias junto a mi cabaña, como los roncos lamentos pueden darse la mano.

No creo que sea fácil para quien no ha dormido nunca solo a la intemperie, y más precisamente en un bosque en una noche de viento, comprender las sensaciones que esta peculiar afición a pernoctar bajo los árboles puede proporcionar. Dormir en la soledad en la montaña, en un bosque o en cualquier lugar aislado de la naturaleza, trae de la mano, como si de un particular maná se tratara, un despertar de los sentidos que, no teniendo otra distracción que la oscuridad y la música de los árboles, los arroyos o el viento o la lluvia tocan para ellos en exclusividad, te hacen vivir inmerso en el entorno tal como si el bosque y tú fuerais una misma cosa.

Has caminado durante todo un día, tienes un agradable cansancio en el cuerpo, cenas, colocas la tienda y, cuando una vez metido en el saco te dispones a dormir, de repente notas que la música, esa peli en la que estás inmerso, los ruidos del bosque, forman una coral tan encantadora que empiezas a pensar que es una lástima tener que cerrar los ojos y dormirte. Pero después de tanto caminar terminas cayendo en lo brazos del sueño. Mas ah, despiertas en algún momento y, adormilado, vuelves a sentir que la orquesta del viento y las ramas de los árboles están todavía ahí. Y si haces un esfuerzo y abres los ojos verás cómo las estrellas aparecen y desaparecen en la oscuridad mate del cielo entre el movimiento y la parsimonia de las altas copas de los árboles. Sólo un poco, porque de lo contrario ahuyentaríamos al sueño. Así que una ojeada al cielo y a la oscuridad del bosque, un trago de agua y, una vez más, encogido en el saco de dormir como un bebé en el útero materno, volver a dormirte mientras la tela de la tienda de campaña se agita débilmente sobre tu cabeza.

Hablo de un viento corrientito que puede sugerir pequeñas y poéticas sensaciones, pero también existen los vientos huracanados que acompañan a las tormentas y que te hacen pensar que en algún momento tu frágil tienda volará. Ese pensamiento me perseguía días atrás cuando, preparando algún material para mi estadía en los Alpes para el próximo verano, pensaba en esas largas noches en que la tormenta como un monstruo terrible y hermoso cae sobre mi tienda dispuesta a inundarla y a llevársela por los aires. Siempre he elogiado estas tormentas que sitúan al caminante solitario en la primera fila de butacas ante el espectáculo más hermoso y tremendo de la naturaleza, pero como no es cosa de que el espectáculo se convierta en un naufragio, pensando en ello ayer trabajé toda la mañana en mi tienda de campaña cosiendo enganches suplementarios para al menos seis tiros más e impermeabilizando de nuevo todas las costuras. Un curro que amén de prevenir pequeñas catástrofes climatológicas pretende ponerme en la privilegiada situación de quien asiste a un gran concierto, algo más que un gran concierto, sin la preocupación de que se te vaya a caer el techo del auditorio encima.

Vivir en lo bosques, dormir en los bosques es un lujo del que me siento agradecido beneficiario. Tan en ello estoy que ganas me dan esta noche de sacar el saco y salir a dormir a la parcela, una noche que promete la música del viento hasta el amanecer y que adorna su cielo con una media luna lunera asomando sus cuernos entre las ramas de los árboles.

Dentro de un par de días me voy con Victoria a caminar la Costa Vasca. Allí a la noche habrá otros instrumentos musicales esperándome. El mar, las olas y la rompiente de los acantilados serán por unos días una buena alternativa musical para algunas de mis noches mientras los bosques de los Alpes esperan la llegada del verano.



Nota: Tras escribir estas líneas, me fui a buscar algunas imágenes que me recordaran ese dormir en los bosques. Gracias a Google y la app Fotos logré encontrar un buen número de ellas de épocas y lugares diferentes. Las fotos me trajeron también el recuerdo entrañable de esas compañeras, mis diferentes tiendas de campaña a lo largo del tiempo, que me protegieron del viento y de las lluvias durante tantos años. También ellas tienen mi reconocimiento y mi afecto. Encariñarse con una tienda de campaña a alguno les puede sonar raro, pero es así. Otro tanto podría decir de mi mochila, mis botas, todo aquello que conmigo va durante meses a mis espaldas procurándome protección, seguridad y confort. El vagabundo que llevo dentro no podría ejercer de tal sin su compañía.



































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