En la Costa Vasca





15 de mayo de 2019 

“La mitad de la belleza depende del paisaje;
y la otra mitad de la persona 
que la mira.” (H. Hesse)

Costa Vasca, GR121: Hondarribia - Pasajes. 

Esta cita me encontré días atrás en la página de una compañera del FB. Si uno quisiera buscar un buen intérprete de lo que sucede entre el alma del caminante y los senderos que éste atraviesa a lo largo de su vida, dos nombres esenciales serían Hermann Hesse y Henry David Thoreau. Del primero sirve, para sensibilizarse sobre la aparente bondad del caminar, aparente porque de querer calar más profundo la cosa puede convertirse en toda una religión ;-), un librito titulado El caminante; pequeños y deliciosos capítulos que nos introducen en el arte de apreciar tanto la belleza del entorno como lo que el caminante experimenta en contacto con lo que le rodea a lo largo de sus caminatas. Del segundo, siendo de obligada lectura Walden, donde se desarrolla una filosofía de la vida adusta y en contacto con la naturaleza, existen también algunos libritos, libritos porque se leen en un santiamén, Caminar, Otoño, Verano o Invierno, que son pequeñas joyas de sensibilidad para los que gustamos de la naturaleza y de los caminos. 

Montañas para una vida, senderos para una vida, ambas proposiciones suenan bien. Para Walter Bonatti serían Montañas de una vida, que para el caso es lo mismo, la comunión con los elementos, las rocas, la nieve o el polvo de los senderos siempre ha tenido la facultad de sensibilizar nuestro cuerpo y nuestro ánimo al punto de crear una dependencia que parece no declinar por mucho que se cumplan años. 

Más allá de esta afición que tira de nosotros a veces hasta la desmesura, está la otra parte de la proposición que hace Hesse en la cita de arriba cuando habla de la belleza. Porque la belleza de algo, una montaña, un recorrido, un bosque, siendo aparentemente la misma cosa para todo aquel que lo contemple, en absoluto es igual de bello para todo el mundo, de parecida manera en que la belleza de una sonata  de Hyden no puede emocionar del mismo modo a melómano que a un bosquimano. La sensibilidad, la relación que tenemos con lo que amamos, juega un importante papel en esa relación que establecemos con los ambientes, con la naturaleza. 

Victoria anoche me miraba con reticencia cuando me preguntó a qué hora poníamos el despertador para la mañana siguiente, un recorrido de siete horas que nos esperaba entre el faro de Hondarribia y Pasajes. Cuando lo preguntó seguro que, conociendo mis aficiones a recoger en mis caminatas porciones de belleza allá donde es posible que germinen, y los momentos previos al alba son muy propicios a ello, ya estaba pensando que le diría que a las cuatro de la mañana. No fue a las cuatro pero sí a las cinco y media, justo el tiempo para que empezara a clarear cuando tomábamos el muesli del desayuno. Habíamos pernoctado en un alto junto al faro y los primeros rayos del sol nos pillaron ya de camino mientras el sendero culebreaba junto a unos acantilados formados por estratos inclinados que hundía sus raíces en un mar apenas agitado por diminutas olas. Los troncos de los pinos se habían vestido de ámbar y la mañana era fresca y agradable de caminar. 

Le fui dando vueltas al asunto ese de si la belleza está en lo ojos del que mira y, recordando mi paso por el País Vasco la última vez que lo atravesé haciendo el Camino Norte de Santiago, ya me pareció exagerado. Hacía poco que habíamos dejado el invierno atrás, los bosques se encontraban ahítos de agua y un verde profundo y exuberante cubría lo hayedos y los robledales. En algún lugar un puente de piedra, todo cubierto de musgo, parecía la estampa de uno de esos monumentos que se ha tragado la selva. El río bullendo bajo su arco ojival ponía sobre el lienzo de aquella mañana un no sé qué de áspera y juguetona belleza que contrastaba con un bosque que parecía adormecido en su algodonoso y profundo verdor. Era una estampa que hubiera emocionado a un ciego. 

Los pequeñas vallecillos, que vierten el agua de algunos riachuelos en el mar, no son profundos y dejan, por el contrario, compartiendo las laderas con bosques de pinos, grandes prados que caen suavemente hacia los acantilados. Uno de aquellos prados tiene historia. En mayo de 1911, Roland Garro, que participaba en una carrera aérea entre París y Madrid, se quedó sin combustible por el camino y pudo aterrizar en uno de estos inclinados prados. Los hermanos Capuchinos y algunas autoridades pudieron surtir de combustible al avisador que logró despegar su avión lanzándose sobre los acantilados y así poder continuar la carrera. 

Tras aquel prado y en un momento en que el sendero se aleja de la costa entre helechos y pinares me esperaba la lectura de Menosprecio de corte y alabanza de aldea, de Antonio de Guevara, un volumen al que incitó mi lectura un libro anterior de Sergio del Molino que hablaba de la España vacía. Tenía interés por saber cómo eran esos dos mundos, la aldea y la ciudad, pueblos grandes los llama a veces Guevara, a los ojos de un autor que hace apología del bucólico mundo rural al modo de los que hoy huyen lejos del mundanal ruido en busca de un sosiego que no da la ciudad. 

El final del recorrido transcurre por una afilada crestería equipada en algún lugar con cuerdas, un paso aéreo que se de desploma vertical en el último tramo sobre sobre la tía de Pasajes. 























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