Gredos, El Gargantón, 1 de junio de 2019
La noche era intensamente oscura y el cielo, ensortijado de estrellas,
brillaba como alma que palpitara regalando a nuestra mirada la delicadeza de su
espíritu de innumerables ojos inmensamente, ojos lejanos que buscaban la
compañía de dos solitarios moradores enfundados en sus sacos de dormir que unas
veces hablaban del susurro de los arroyos que llegaban en sordina hasta sus
vivac y otras intentaban desentrañar asuntos de amor que bailaban entre las
palabras como mariposas atraídas por un farolillo de verano; amor, duende de
aterciopelado aliento, pese a los celos siempre al acecho como gato esperando a
su presa, pese a ello…
Asombroso cómo suavemente las palabras bajo el palio del cielo
estrellado, al norte sobre el horizonte Casiopea con la tripa en alto, la Osa
Mayor en el mismísimo cenit, Sirio brillante como señor de este reino, fluyen
lentas tal que el tiempo se hubiera detenido y no hubiera por delante más que
el infinito del momento presente. Y acaso, entre el revoltijo de los recuerdos
que salen a superficie para apoyar ésta o aquella idea, el siempre perfume de
lo femenino que mi imaginación dibuja en el firmamento entre la constelación de
Lira y aquella otra de Gemeni donde Cástor y Polux resucitan cada noche, porque
lo femenino no podía dejar de estar presente cuando las voces se hacen susurro
y música suavísima entre las hojas de un roble cercano.
Imposible dormirse en este escenario cuando los sentidos arrebolados por
la brisa de la imaginación vuelan en parapente buscando una térmica tras otra
en las que elevarse
y jugar como niños entre las olas. Así fue durante un dilatado tiempo,
hasta que una de las patitas de Casiopea rozó el horizonte ruborizada por el
color que iba tomando la música de las palabras y las sensaciones (que benditas
sean). Sí, eso que tenía música allá por los años setenta mientras el autocar
de Goyo circulaba camino de Guisando y casa Macario: “Y dormirás en un lecho de
flores con cuatro montañeros que te hablaran de amores”.
Y ahora, transcurrida ya la noche y el merecido descanso que le siguió al
tan demorado y bienllegado sueño, a la orilla ya de Cinco Lagunas, ya mi amiga
Nuria junto al agua también y frente al espectáculo solitario de las montañas
levemente adornadas de pequeños neveros, pienso en asuntos leves como por
ejemplo en la insignificancia de una idea que oí ayer de la boca de un
especialista en marketing que explicaba cómo debe hacerse una campaña
electoral, dando detalles de qué se debía decir en televisión y los medios en
general y qué no; ideas que por supuesto fueron llevadas religiosamente a cabo
en las últimas elecciones por la mayoría de los partidos políticos. Campaña
electoral, se entiende, que pretenda recolectar votos en el extenso terreno
patrio. Y una verdad tan de perogrullo que se me aparece así de repente como la
madre del borrego de nuestra mal llamada democracia, porque de cierto el reino
de las perogrulladas habita en nosotros como una moneda tanto o más fiable que
el dólar o el euro. Todo el mundo sabe que se pastorea a discreción con los
ciudadanos, pero… Si un día en Salvados Jordi Évole inaugura su programa y lo
finaliza con un numeroso rebaño de corderos que pastan pacíficamente como
elocuente ejemplo del comportamiento si boana que aqueja a una gran parte de la
población dirigida de aquí para allá con un muy bien estudiado marketing que
tanto lleva al personal a hacerse consumidores compulsivos como a votar a aquel
que nunca va a velar por sus derechos, es que lo que todo el mundo sabe, es
decir que lo que realmente funciona, es decir lo que hay que decir para que a X
le voten, es que con mucha probabilidad lo dicho apenas tendrá que ver con lo
que aparece en los programas electorales. Si el objetivo es conseguir votos,
joder, tío, di lo que tengas que decir para conseguir votos y no otra cosa.
Claro como el agua, un asunto de marketing la democracia, sí, señor.
Un lapsus mientras nos tomábamos un respiro frente a una de las lagunas.
Un lapsus que fue sustituido inmediatamente por la aparición de una moza de
buen ver que lucía una amplia camiseta blanca por cuyo escote asomaba
generosamente la redondez perfumada de unos pechos que hicieron que de
inmediato el caminante metido a senderista, que dicen ahora en la instancias
oficiales, se olvidara del marketing, de la política y de Jordi Évole para
cerrar los ojos y aspirar la profundidad del perfume que subía de entre los
senos de semejante aparición. Maldita sea la, piensa el caminante, vagabundo,
peregrino siempre tan sensible a los asuntos de la feminidad, pero al que
revienta que estas cosas, ese perfume, esta cosa que le sube a uno por dentro
cuando encamina sus ojos por la ranura de un escote, en algún momento tenga que
precipitarse hacia otros derroteros en exceso explícitos. Que al vagabundo lo
que le gustaría sería extasiarse como a Buda bajo su árbol en profunda
meditación búdica donde el objeto de su mirada interior no estuviera en Om sino
en esa deliciosa presencia, en ese dejarse adivinar tras la suavidad del valle
que tenuemente desaparece más allá de la hendidura de un sujetador. Para los
aficionados a la meditación, qué diferencia, ¿no?, entre mirar fijamente en la
oscuridad la llama de la dichosa velita y sumirse en el éxtasis de ese divino
hueco en donde los dioses depositaron los néctares de todos los deseos.
Y como no sólo de pan vive el hombre, cuando aquel perfume se extinguió
esperando quizás el momento propicio que tarde o temprano termina siempre por
llegar, recordé, ahora no cosa del placer de mirar e imaginar sino de aquel
otro de gusto, el trozo de pastel de ruibarbo y fresas con que Teresa nos había
obsequiado poco antes de emprender el camino de la garganta del Pinar. Eso y el
agradable rato de conversación. Y el recuerdo de Gustavo Adolfo Cuevas cuando
de camino pasamos frente al castillo de Mombeltrán sobre cuyo fondo se dibujaba
la bella pared del Torozo. Y pensar en Gustavo con su pasión por seguir
abriendo vías en aquellas hermosas paredes, era pensar en las pasiones en que
unos y otros vamos empleando nuestras vidas, Cive en sus defensa de las
pensiones y la renta básica, mi amigo Paco en sus montañas, su astronomía, sus
afanes lectores, su sabiduría sobre los vinos, Santiago Pino sus montes y como
entretenimiento adicional su continuo litigio político en las redes, yo mismo,
mis manías de caminar invierno y verano por aquí y por allá además de dar la
paliza a un puñado de lectores con galeradas de palabras; Miguel Ángel Sanchez
Gárate con su infinito poemario; tantos otros con sus escaladas sin cuento con
esa coletilla que parece decir: hasta que la muerte nos separe. Pasiones para
una vida.
Y tras dejar pasar las horas de más calor emprendemos la subida de la
portilla del Rey al tiempo que el pico del Guetre y el risco de las Natillas se
van alzando algo imponentes a nuestra derecha. Sí, montañas que no llegué a
frecuentar y que tras recibir el regalo de David de Esteban, su guía 350 escaladas en el Macizo Central,
añoro el no haberlas subido en su día. Aquel tiempo en que sólo
frecuentábamos las escaladas clásicas o la integral en invierno del Circo, en
verdad fue un tiempo corto de miras.
Espero a Nuria que acusa su falta de entrenamiento, pero que al final no
se arredra y sube despacio pero sin pausa hasta alcanzarme. Me encanta la
soledad en que ha quedado el Circo de Cinco Lagunas que fue visitado hasta algo
más allá del mediodía pero que ahora permanece silencioso con las cabras
merodeando por los alrededores deseosas de pillar algo extra de comida.
Y al fin, en la portilla del Rey, frente al nuevo espectáculo, nostalgia,
añoranza, viejas historias de cuando el primer vivac en invierno con un saco de
veranillo, las altas rutas de Gredos, el Ameal y Risco Moreno, el solitario
valle del Gargantón, la choza un invierno bajo el Cervunal… La tarde declina
lentamente y el calor agobiante da paso a la agradable templanza de una tarde
de primavera cuando tras dejar atrás la laguna Grande, de vuelta a casa
jugábamos a “hacer sed” subiendo los Barrerones para después resarcirnos con
cerveza en la Venta Rasquilla; cuando domingo tarde dejábamos con pena a
nuestras espaldas una jornada más de escalada con el único deseo de volver el
siguiente fin de semana.
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