En el reino de La Marmolada



Cercanías del refugio Marmolada Castiglioni, 6 de agosto de 2019. 

Alta Vía de las Dolomitas 2. Forcella del Pordoi - Cercanías del refugio Marmolada Castiglioni.


La película de la noche, Hijos y amantes, de Jack Cardiff , ah, mi afición por D. H. Lawrence, me había hecho trasnochar y mi despertador matutino fueron los rayos del sol iluminando mi tienda. Pese a los 2900 metros del lugar la temperatura era buena. No me quedaba en el macuto ni miga de pan. El refugio de la Forcella del Pordoi quedaba a diez minutos. Como una gran entalladura que se hubiera abierto en la montaña, a modo de La Brecha de Roland, en el Pirineo, la brecha, aquí forcella, se abría a otro mundo igualmente espectacular. Nada más bajar un centenar de metros a la izquierda apareció la reina de este universo, La Marmolada y su glaciar, el único en todas las Dolomitas. La luz de la mañana realzaba las formas y le daba el lustre de sus colores vivos a las montañas. Hoy era bajar hasta el paso Pordoi y después continuar una larga loma con sus altibajos hasta encontrar el sendero que bajaría directamente al lago Fedaia. Mientras tanto la cara norte de La Marmolada se había cubierto parcialmente de nubes y el macizo entero había adquirido el aspecto de algún reino mítico al modo del Valhalla de la mitología hermana.

Fuera llovía con ganas. En el comedor del refugio Marmolada Castiglioni el ambiente era cálido y confortable. Pregunté si había disponibilidad para pernoctar y, naturalmente, me confirmaron que no, el refugio estaba a tope. Nueva aventura a la vista, me dije, y pedí que me prepararan un par de bocadillos. Con la parsimonia de quien tiene algo por delante que no puede evitar, bajé a los servicios, llené las cantimploras de agua y pedí la cuenta. Mi itinerario para el día siguiente pasaba por ascender al cuello de la Marmolada, forcella Marmolada, 2900 metros, todo puntitos rojos con largos fragmentos de escaleras y cables de acero y después un largo y empinado descenso por una gran pedrera hasta el refugio Contrin, donde había desayunado dos años antes cuando me desvié de mi ruta porque tuve el capricho de contemplar la pared sur de la Marmolada que había escalado en mi juventud. ¿El tiempo para esta pequeña aventura de mañana? De lluvia y de tormentas todo el día. Bonito panorama para un caminante solitario al que a estas alturas los años siempre le están avisando y poniendo peros; no son sólo ya los enanitos los que me susurran cosas al oído, ahora también los años me hablan, y siempre apostando a la baja y dándome consejos para que tenga a raya mis todavía jóvenes deseos de experimentar nuevas sensaciones. Ah, qué bien suena eso de poder seguir experimentando con la vida cuando uno ya ha entrado hace, sí, un año, en el club de los septuagenarios Porque, joder, ¿que voy a hacer yo cuando ya no pueda experimentar con la vida? ¿Me dedicaré al cultivo de los gamusinos? ¿Me sentaré al sol en la plaza de mi pueblo con la barbilla apoyada en una garrota a ver pasar las horas o a contemplar el vuelo de lo vencejos? ¿Estaré pensando cada tarde, como decía el otro día mi amiga desconocida en el horror de un tiempo en que pueda llegar a perder mi autonomía?


Así que está claro, me pone algo nervioso todo ese ambiente de lluvia, tormenta, cables de acero e incertidumbre. Total que cogí el mapa y traté de buscar un modo de llegar al refugio Contrin dando una gran vuelta. Se podía, pero no me convencía. Tampoco me gustaba la idea de tomar un autobús hasta el paso de San Peregrino pasando por Moena, lo que acortaba en dos días mi recorrido.

Esta mañana me había vuelto a encontrar por segunda vez con Catia (vaya usted a saber como se escribe en alemán un nombre de chica que sonaba parecido a catia). Era la cuarta o quinta vez que nos reencontrábamos. En los últimos días en cualquier refugio que parara siempre aparecía ella por allí con su sonrisa amable y sus grandes ojos expresivos. Catia caminaba sola y su destino era Venecia. Cuando por la mañana, había pernoctado allí y yo había parado en el refugio de la forcella del Pordoi a desayunar, le preguntaba cómo se había apañado en las dos ferratas que tuvo que hacer entre el paso Gardena y el refugio Boé y me contestara que bien, sin más, sospeché enseguida que se trataba de una de esas escaladoras a las que la vertical de estas paredes no le asustan. Era su segunda larga salida solitaria, la anterior fue un recorrido por Irlanda del Norte. No era una solitaria por vocación como yo, simplemente le había fallado una amiga y había determinado hacer el recorrido sola. Catia es tan tímida o más que yo cuando tenía su edad, un tiempo en que pretendí curarme de ella haciendo auto-stop por Europa. Me costó entrar en conversación con ella, sei italiana?, le pregunté en un collado en que tras una fatigosa subida ella había buscado un lugar discreto lejos de la gente que había allí. La verdad es que si me gustan las mujeres, cuando éstas son caminantes solitarias, mi curiosidad por ellas se incrementa notablemente. Nos hicimos un selfie pero al hacer clic se me puso tal cara de tonto que no voy a permitir que nadie se ría de mí poniendo la foto aquí. Cuando le pregunté si era italiana sí había mantenido la compostura, pero no ahora en las puertas del refugio donde ella iba a pernoctar y que sería nuestro último encuentro.


He descubierto no hace mucho que el rubor que debería dar a un hombre de setenta y un años al hablar de mujeres, de mujeres generalmente mucho más jóvenes que él, es totalmente injustificado a juzgar por el comportamiento de muchos de mis personajes masculinos de edad que me voy encontrando en mis lecturas. Una antigua amante que tuve, a la que sacaba casi una veintena de años, un día que estaba muy enfadada conmigo, me llamó viejo verde. Me jodió bastante, pero como en todos los años de su vida nunca había llegado a tocar el cielo más que conmigo, cuando se le pasó el enfado volvió a ser la mujer más cariñosa del mundo. Se dirá lo que se quiera, pero retener en la retina y en el pensamiento a alguno de estos seres angelicales que Dios ha puesto sobre la tierra es una de las cosas más gratificantes que puedes tener en la vida. Días atrás, en la película de Trueba El artista y la modelo, en cierto momento de intimidad, el artista en torno a los ochenta años y la modelo sobre ventipocos, él le dice que la primera prueba de la existencia de Dios es el hecho de que creara a las mujeres. Ergo…

Bueno, pues a Catia antes de llegar al último refugio, le debió de entrar la curiosidad de por donde iba mi itinerario y pidió que nos paráramos, que iba a sacar su mapa, que era una edición alemana. Se lo enseñé y, cuando vio la ristra de puntos rojos de subida y de bajada de la forcella de la Marmolada que tendría que hacer, me miró escéptica. Y agregó: además mañana toca tormentas y lluvia todo el día. Creo que en el restaurante, cuando trataba de aclararme, tenía el pensamiento puesto en sus observaciones. Bueno, y basta ya de tanto rollo con este asunto.


Ha debido de pasar tanto tiempo desde que comencé a divagar sobre lo que haría mientras fuera llovía un montón, que de hecho cuando empecé a ponerme mi equipo de agua para salir, resultó que la lluvia se había calmado. Sí, parece que el tiempo psicológico se expandió, mientras que el real se había encogido. Incluso había salido un poco de sol. Había decidido dar la vuelta al macizo de la Marmolada en vez de atravesarlo. Salí y, cuando iba a empezar el descenso vi que más adelante había una construcción abandonada que en algún tiempo debió de servir a los trabajos de la presa que da lugar al lago Fedaia. En su parte opuesta a la presa, en un lugar a donde no podía llegar la mirada de ningún curioso, había un pequeño prado que me estaba esperando.

La prevista tormenta no se hizo esperar. Había colocado la tienda en paralelo a la fachada de la casa y en un vistazo consideré que era un lugar seguro. Naranjas. Se me había pasado tener en cuenta los problemas del canalón en el que había un agujero que canalizaba todo el agua del tejado y caía precisamente frente a mi puerta. En un momento se juntó tanta agua que empezó a subir hasta quedar a tres dedos de mi tienda. El pequeño río que se estaba formando se desbordaba. Tenía que habilitar un desagüe de inmediato. Con las manos empecé a abrir un canal y con lo que sacaba de ahí fui construyendo un dique paralelo a mi puerta. Al poco, el agua retenida fue encontrando salida por el canal que estaba construyendo. Ahondé el canal, hice más alto el dique de protección y, cuando comprobé que ya no habría inundación en mi tienda pude ponerme cómodo y tratar de terminar estas líneas. La tormenta fue muy aparatosa pero no duró más de media hora.









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