En el Aconcagua con Fernando Garrido y David de Esteban

 





El Chorrillo, 28 de marzo de 2020

Esta noche me decidí al fin a comenzar con el libro de Fernando Garrido, 7000 metros. Diario de supervivencia. Estaba realmente despistado y sin ganas de leer después de una y otra vez echar un vistazo al FB y al WhatsApp, donde se acumulaban comentarios e intercambios sobre asuntos del momento. El fuego de la chimenea languidecía, era casi la una de la madrugada, pero lo intenté. No necesité mucho esfuerzo para sumergirme en el diario de Fernando. De repente, mientras Garrido regresa a la cumbre del Aconcagua en su primera ascensión, después de haber merodeado por sus alrededores a la búsqueda de un lugar donde instalar la tienda que le ha de cobijar durante dos meses, y se encuentra allí a Mauricio llorando, el compañero con quien había ascendido aquel día, porque éste, viendo sus huellas alejarse hacia el abismo había supuesto que Fernando se había despeñado; mientras sucedía esto, caí en que David de Esteban me había contado someramente frente a una cerveza el pasado año de su ascensión solitaria precisamente al Aconcagua. ¿Será posible, me pregunté, que David no haya escrito nada de su experiencia? Y sin más, pese a que era la una y media de la madrugada, le mandé un guasap.
“Espero que tengas en silencio el teléfono. He comenzado a leer a esta hora el libro de Fernando Garrido y quería preguntarte si escribiste algún relato de tu ascensión al Aconcagua”. Empezar a leer a Garrido en este momento me sumerge del todo en el ambiente de aquella montaña. A la mañana, cuando me desperté,ya tenía la respuesta, David efectivamente había dejado constancia escrita de su ascensión, Aconcagua, lo titulaba. Un relato que parece haber leído sólo él y su novia, joder, me dije,¿cómo este hombre puede llevar su humildad hasta este punto?
Ahora son las seis de la tarde, mientras frente a mí el sol va diciendo su último adiós tras la silueta de las montañas de Gredos y pedaleo en la bicicleta estática de nuestro pequeño invernadero rodeado de los geranios en flor, pongo en funcionamiento la app en la que una agradable voz de mujer me va a leer el relato de David. David sabe que aquel día de ascensión no es necesario levantarse temprano, pero su deseo de encontrarse en soledad con la montaña es tan poderoso que elude la posibilidad de coincidir con otros alpinistas partiendo mucho más pronto de lo habitual. Aprecio tanto este deseo de soledad de David en un escenario tan grandioso… le comprendo desde una especie de estado de hermandad provocado por mi también deseo tan frecuente de experimentar la soledad en largas temporadas de caminar por los Alpes, los Pirineos o Picos de Europa. Y, mientras la bici emprende una considerable cuesta en el nivel seis, voy desgranando página a página el relato de David.
Alguien debería animar calurosamente a este hombre de tan poca común sencillez para que publicara este hermoso y conmovedor relato que he tenido el privilegio de leer en primicias; un hecho, David, que tanto te agradezco.
Mientras tanto, a la noche, mezclo los relatos de Fernando y David como si del Dueto para violín y viola de Beethoven se tratara. Fernando los primeros días en la cumbre los pasa francamente mal; la inapetencia, los vómitos y un frío hasta cuarenta grados bajo cero le mueven a hacer un enorme esfuerzo para superarse. El séptimo día de estancia en la montaña, sobre cuya cumbre él ha instalado su pequeña tienda, Fernando toma una hoja de papel del diario y le escribe a la montaña, la reprende, le da cuenta de su sufrimiento, de sus motivaciones; pero como no quiere enfadarse con ella, más tarde le pide perdón por haberla subestimado, quiere que la montaña comprenda, que sea su amiga; le dice que no quiere en absoluto luchar contra ella, sino contra sí, que lo que intenta en superarse a sí mismo. Cuando Fernando termina la carta, abre la cremallera de la tienda y lanza el folio al viento esperando que éste la haga llegar a su destinatario, bien que se plantee a continuación la razonable duda de si el Aconcagua sabrá o no leer.
No es una casualidad que el primero que me hablara de Fernando Garrido fuera precisamente David mientras cenábamos una noche en un chiringuito de Toledo. No nos conocíamos físicamente y yo ese invierno hacía el Camino de Santiago de Levante y cuando estuve en las cercanías de Toledo aproveché para mandarle unas líneas sugiriéndole encontrarnos. Fue un descubrimiento para mí este hombre, maestro ejemplar, sencillo hasta la exageración, escalador notorio, conocedor minucioso de todas las hendiduras y riscos de Gredos, pero sobre todo, eso que cantaba Machado, “soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”. Hablábamos de montaña y entre ellas surgieron los Andes, y fue ahí, envuelto entre nombres propios y topónimos donde me enteré de que había subido hacía unos años en solitario al Aconcagua. Y a mí, que todo aquel que ha escalado un poco más alto que yo o se ha paseado por alguna cumbre del Himalaya me impone como a un enano encontrarse con un corpachón de tío de dos diez de alto, pues eso, que me suscitó una repentina admiración.
Vuelvo a la cumbre del Aconcagua. Lo más parecido a la admiración que me produce Fernando Garrido en su empeño por sobrevivir es aquella que sentía nada más descubrir a los dieciocho años la pasión por la montaña cuando empecé a leer los primeros libros aquellos en que se daba cuenta de las aventuras de Bonatti, Hermann Bulh, Rebuffat, Lionel Terray, Maurice Herzog, Demaison, toda una larga lista que constituían para el bisoño montañero que era yo entonces, el elenco de dioses de un Olimpo en el que yo me estrenaba como devoto feligrés o, como escribía el día atrás en este blog, como fervoroso amante.
Terminé Aconcagua, el relato de David, después de la cena al calor del fuego de la chimenea. Hacía el final, cuando después de decidir cerca de la cumbre que se daba media vuelta porque su cuerpo no podía dar un paso más y estaba a punto de perder el control por inanición, cuando lame un trozo de chocolate y bebe el último traigo de agua que le queda y vuelve de nuevo la vista hacia la cumbre, tan cercana, ahí al alcance de la mano y de pronto decide sacar de sí la última mínima fuerza que le queda y retomar el camino de la cima; al final me corrió por dentro un hilo de emoción tal que nada más llegar él a la cumbre no resistí la tentación de mandarle un nuevo guasap. Era muy tarde ya, pero lo envié, una línea: “Lo siento. Acabas de llegar a la cumbre. Me emociona tanto... Gracias”.
Ahora son las dos de la mañana y, dado que voy a pasar acompañando a Fernando en la cima del Aconcagua algunos días más, mejor le dejó aquí comiendo un plato de arroz instantáneo que les sobró a unos japoneses que estuvieron anteriormente en la cumbre. En lo último que leo ha bebido un vaso de concentrado de proteínas, vitaminas y minerales. “Ha sido un día bastante majo”, dice. La temperatura es de 27 grados bajo cero, pero no hace viento.

No hay comentarios: