Amantes de la montaña



El Chorrillo, 26 de marzo de 2020

No se me había ocurrido pensar antes que a las montañas, como si de personas se tratara, se las pudiera “retratar”. Me lo encuentro en el libro de Rosie Swale, WinterWales. Los que leéis alguna vez este diario seguro que ya estaréis cansados de escuchar el nombre de Rosie en mi blog. Desde que la descubrí hace meses no hago más que acordarme de ella. Tiene mi edad y como ahora se encuentra en la tesitura de dar otra vez la vuelta al mundo, ahora por el sur, anda en este momento por Centro Asia, me estimula mucho su recuerdo, su voz de tanto en tanto viene a decirme algo así como, “venga, mueve el culo y no te adormezcas, que si con mi edad yo puedo caminar entre el Reino Unido y el Nepal… “. Vamos, que me pone las pilas. Bueno, sucede que ella, que está caminando ahora en el libro que leo por el País de Gales en invierno, un día cualquiera de enero en una pista, de repente se le para al lado un coche; su conductor, un hombre de aspecto patriarcal de grandes mostachos al estilo victoriano, de pelo cano y con la inquisitiva e inteligente mirada de los seres que saben cazar al vuelo la posibilidad de relacionarse con conciudadanos interesantes, ha visto a Rosie cargada con un respetable macuto bajo el chirimiri de la mañana y no ha dudado en parar a ver qué se traía esta mujer solitaria caminando en invierno por el desolado litoral galés. Minutos más tarde vemos a ambos enredados en una animada conversación en donde la pintura y las montañas son los pernios sobre los que pivota el repertorio de una tertulia al calor de un fuego de una chimenea donde no ha de faltar el consabido té. Rosie, la andarina más universal de este planeta, que no tiene prisa y que no sólo camina a la caza de los bellos paisajes del país, sino que entretiene su ir de un lado para otro con todo lo que le rescalda el alma, labradores, curas, maestros, artistas que se cruzan en su camino, ha hecho una parada en su andar y se ha liado a hablar con aquel individuo que a posteriori resulta ser ni más ni menos uno de los pintores más reconocidos de su tiempo, Kyffin Williams. Después del té Kyffin la toma del brazo y la invita a visitar su estudio. Dentro hay una gran colección de lienzos, retratos, paisajes marinos, lagos, pero sobre todo hay montañas. These mountains were indeed portraits in themself; they had a dimension beyond shape and colour, as though Kyffin has looked inside te mountains’ hearts”, (estas montañas eran de hecho retratos en sí mismos; tenían una dimensión más allá de la forma y el color, como si Kyffin hubiera mirado dentro de los corazones de las montañas) ", escribe Rosie.

Enseguida me bailó en el magín eso de que un pintor pudiera mirar dentro de los los corazones de las montañas, me resultaba tan sugestiva la idea de que las montañas tuvieran alma que de pronto sentía el deseo de dejar a un lado el libro para reflexionar sobre esta proposición. El Torreón, la Aguja Negra, el Almanzor, el Pájaro, el Naranjo, el Midi d’Ossau, los Grandes Jorasses, la Cima Grande de Lavaredo, todas estas cumbres, ¿sería yo capaz imaginármelas acaso con alma, con un corazón que, aunque de piedra, pudiera, sístole, diástole, transmitir al confinado éste del covid-19, la especial gracia de profundizar en su alma y escuchar quién sabe si a través del recuerdo del aullido del viento de una noche de vivac junto a alguna de ellas el susurro que nos habla de la reciprocidad de esa relación amorosa que hemos mantenidos durante décadas con ella?
Cachondeo al canto. Ya lo oigo. Y es que a uno no le dejan ser un romanticón, leñe. Pero qué se le va a hacer, allá cada uno con sus sensaciones y sentimientos. A mí que me quiten los bailao, amante sería sin lugar a duda la montaña, porque de eso se trataría, pues sabiendo que coyunta entre moza y mozo es cosa de sabrosa delicia, a mí no me parece menos deleitosa esa idea un tanto becqueriana de cantarle a alguna montaña, como si de una amante se tratara, versos de amor. Egregios personajes de las montañas como Messner lo hicieron anteriormente, leñe. La montagna, la mia amata, decía él. Así que menos cachondeo. Amado con amada, amada en el amado transformada, que escribía San Juan de la Cruz, y que a su turno Teresa de Jesús subrayaba con aquello de ¿Qué dicha, oh, mi amado! 



Me pregunto por la naturaleza de ese virus filomontañés, éste no sólo benigno sino decisivo para nuestra orientación en la vida y que nos contagió a tantos en una temprana juventud al punto de que, después de más de medio siglo, sigamos todavía los rastros de la amada como perrillos en celo que no encuentran otra manera mejor de emplear sus energías que pateando las montañas o cortejándolas por placas, rincones, diedros y hendiduras donde la humedad, como en la cueva del sexo, brota como delicioso maná a la espera de una plenitud que de continuo sigue alimentando nuestro, ¿lo diré?, sí, amor. Amor desinteresado, sí. Escribía Montagne que él estimaba más la amistad que el amor a mujer, precisamente porque el primero era totalmente desinteresado. Amor que se nutre del esfuerzo, del peligro, de pasar penalidades pero en cuyo seno puede brotar toda una primavera de bienestar, siempre una flor al final del camino.
Y puesto que de amantes y amados se trata, sería cosa de mucho mérito, que dirían los antiguos, que en reconociéndonos los feligreses de esa religión en que el gineceo de la montaña ocupa un lugar preferente en nuestro corazón, nos dejáramos seguir llevando por los cantos de sirena de las cumbres, a fin de que tras el salto al vacío en que hemos aterrizado en estos días, una realidad en la que acaso los locos más cuerdos, nosotros los amantes de las montañas, podamos seguir siendo al final algunos de los seres más sensatos de este loquisimo planeta que habitamos.
Así que, ahora que estamos algo patizambos, tambaleándonos junto al abismo, ¿qué mejor que volver a hablar con nuestras montañas, pensarlas, recordarlas y, dando un paso más, tratarlas desde nuestro confinamiento como amantes que allá nos siguen esperando, reclamándonos con la esperanza de que el reencuentro no se demore?






Nota: Todos los cuadros pertenecen a Williams Kyffin 

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