Un caminante en apuros



Así amanecía después de pasar la noche del loro.



La Palma de Gran Canaria – Madrid, 10 de marzo de 2020

Que el tránsito de la gente camino del trabajo, el tráfico, las grúas del puerto componga una parte de mi interés esta mañana, amén de ese sol cálidamente tierno que baña las calle de Las Palmas, es una novedad que agradezco, porque pareciera que estos días atrás, metido primero en los trabajos de poner mi cuerpo a prueba tras un larguísimo periodo de inactividad, se hubiera llevado la totalidad de mi atención. Es una pena pero sucede así, a mí por lo menos no me da para atender todo lo que se pone delante de mis sentidos. Esta mañana, por ejemplo, liberado del hecho de caminar, aprovisionarme de agua y comida y de tener que estudiar mi itinerario que pudiera haber ascendido por alguna de esas solitarias y desérticas laderas que se levantaban cada mañana ante mí, mi ánimo se sintió mucho más dispuesto a mirar alrededor y, lo que el día anterior en Morro del Jable, una multitud jaleando entre los puestos de s0uvenirs y otras nimiedades con cara de aburridos, me admiraba en su empeño por matar el tiempo en un callejeo sin interés, un paisaje parecido, ahora compuesto por gente que iba al trabajo, esta mañana me recreaba en el sencillo placer de contemplar sus gestos o su paciente espera del autobús que les llevaría al trabajo. La leve sonrisa con que acompañó sus buenos días una chica que daba cuenta de su desayuno en el salón del hostal; la pregunta de una mujer joven sentada a mi lado en la parada de la guagua, ¿sabes si ha pasado ya el 327?, ojos bonitos, mirada risueña, la naturalidad prendida de su rostro como un bello adorno con que comenzar el día, que me sube por dentro con la suavidad de un sorbo de vino degustado a la tarde frente al mar; la deferencia de la conductora del autobús, una mujer mayor que no me la hubiera imaginado al margen de las labores del hogar. De cosas así está hecha esta mañana camino del aeropuerto.

Bueno, pues fue el caso que la última tarde de mi caminata, había llegado al emplazamiento de mi vivac, un alto donde daban vueltas parsimoniosamente las aspas de unos molinos de viento sobre el pueblo de El Cardón, empecé a tener problemas con la evacuación de la orina, una fortísima necesidad que se resolvía en unas pocas gotas con un agudísimo dolor que me recordaba una vez que sufrí un cólico nefrítico caminando por Aragón. Fue el comienzo de un pequeño martirio que no se alivio hasta el alba. El recuerdo de aquella mañana a veintitantos kilómetros del próximo hospital en Huesca, es una de esas cosas que no se olvidan nunca, ese fuerte dolor que se clava en el costado como un cuchillo y al que los analgésicos no podían acceder, era toda mi preocupación para las próximas horas. Preveía que tenía por delante una auténtica noche del loro. Ya el urólogo había intentado convencerme inútilmente para operarme y deshacer algunos cálculos del riñón que se han encariñado con su habitáculo entre mis vísceras. Atento, porque lo puede pasar usted mal si le sorprende una retención de orina, me había advertido. Pero yo, poco seguro de que entre las muchas variables, la vejiga, los cálculos, la próstata, los uréteres o la uretra pudiera atribuirse a una sola, porque posteriormente otro urólogo quiso operarme de la próstata y una más de la vejiga; poco seguro del diagnóstico y su posible acotación, me había negado sistemáticamente a una operación más. Ello sin contar con la duda que me sobrevuela siempre en la cabeza de esos médicos, que ganándose el pan con las operaciones, uno de los grandes inconvenientes de la sanidad privada, siempre te quieren operar de lo que sea, que ya me sucedió en una ocasión de ir al traumatólogo por un problema en el brazo y encontrarme con que aquel señor lo que quería al final era operarme de una pierna.

No es ajeno a un diario de caminante este tipo de reflexiones, una situación en la que se llegar, puedes jugarte todo ese bonito proyecto que te habías puesto por delante . Me preocupaba enormemente la incógnita de qué sucedería en las próximas horas. En las horas anteriores había ingerido cerca de dos litros de agua. ¿Qué sucedería con todo ese líquido si no encontraba salida?

Apenas pude dormir, cada poco tiempo me entraban ganas de orinar, lo intentaba, el dolor se disparaba y tras diez o quince minutos caían unas gotas en mi pipiómetro; después de lo cual llegaba algo la calma. A las cuatro de la mañana no resistí más y traté de encontrar una solución externa. Encendí el teléfono. En el pueblo más próximo no había centro de salud, tampoco tenía transporte público. Joder, llamar al 112 era lo más distante que estaba de mi ánimo. Apagué el teléfono y traté de dormir un poco. Llegué a trompicones de sueño hasta las primeras horas del alba. No me imaginaba en qué podía acabar aquello mientras no fuera capaz de orinar. Terminé llamando al 112. Unos minutos antes de que llegara la ambulancia, en un esfuerzo repentino pude conseguir un leve alivio. Lo demás fue un viaje hasta Gran Tarajal acompañado por el enfermero Ismael, un hombre joven y charlatán que no había leído Moby Dick y al que aconsejé leer la obra de Melville y la historia de ese personaje tan singular homónimo suyo. El diagnóstico ya me lo sabía, retención de orina con una fuerte infección interna. Antibióticos y buscapina.
Tenía el cuerpo roto del duermevela de toda la noche, pero la infección, benevolente ella, se tomó un respiro conmigo más tarde. 

Cogí una guagua al Morro del Jable, que era el punto de destino donde mi caminata debía acabar y me hice a la idea de que por el momento Canarias no era un destino para seguir caminando. Mientras esperaba el ferry que me llevaría a Las Palmas compré un vuelo de vuelta a casa para el día siguiente.


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