El Cardón, 8 de marzo de 2020
Vega de Río Palmas – El Cardón.
Sangre, sudor y fuego… uf, sí, como en aquella terrible estepa
castellana, el Cid cabalga. Por delante el paisaje arde impávido y solemne. Da
lo mismo que estemos en marzo. El viento se arrastra entre entecos y
polvorientos arbustos, el horizonte es una clara mancha de cumbres disueltas en
la calina por el calor; una solitaria palmera se yergue en el páramo. Hace
calor, mucho y la mochila es un martirio para mis hombros. Es la una de la
tarde y me quedan por delante más de veinte kilómetros de desolación antes de
avistar el mar. Mis dos litros y medio de agua se me antojan una miseria en
este desierto.
Eso era poco después de abandonar Pájara, un pequeño oasis en la desolación
de lomas resecas por el sol. Todavía no sabía lo que me esperaba. El sendero
que prometía seguir por un valle, de repente torció a la izquierda y se dirigió
decididamente hacia las altas lomas que cerraban el horizonte. Había comprado
algo de comida, había cargado agua suplementaria, mi macuto no debía de pesar
menos de diecisiete kilos y aquella desolación con el sol a plomo del mediodía
me asustaba un poco. Intenté aligerar mis pensamientos empezando la novela de
Luis Romero, La noria, una reciente sugerencia de un amigo que,
mosqueado por el número de veces que la había leído a lo largo de los años,
hablaba de una docena de lecturas, me pedía que le aclarase si de verdad él era
un tipo raro. Uno no lee así porque sí una novela. Era el caso que dicha novela
andaba por mi biblioteca y en la primera página yo había escrito 1976,
testimonio fehaciente de que esa novela era una de mis viejas lecturas de
juventud, pese a que no guardara ningún recuerdo de ella. Bueno, pues allá fui,
me calé el sombrero de manera que sólo me dejara ver el poco de terreno que
tenía delante, puse el Bluetooth en funcionamiento y me encasqueté el auricular
con la intención de aislarme del calor, del viento y del enorme peso de mi
mochila. La protagonista del primer capítulo toma un taxi. Cuando llega a su
destino la narración se queda en las cuitas y preocupaciones del taxista. La
hija del taxista, que trabaja en una librería, es el siguiente personaje. Un
catedrático cliente de la librería es el siguiente, etc., etc. Mi amigo, que
también sé que le gusta, por ejemplo, Nada, de Carmen Laforet, y que
adivino habrá leído también un puñado de veces, debe de sentirse a sus
anchas en la Barcelona de los años cincuenta. Para mí era casi un alivio ir en
taxi, entrar en una librería, asistir a unos exámenes de unos muchachos con
todo ese lenguaje que tan admirablemente iba recogiendo las voces de la calle,
pero no por eso el macuto disminuía de peso. Las laderas inclementes y
castigadas por el sol, aunque no quisiera mirarlas estaban ahí. Un estrecho
sendero zigzagueba lentamente ajeno a mis prisas. A mitad de la cuesta tuve que
parar. Había allí un pequeño muro no más de un metro de alto junto al que fui a
tumbarme en el vano empeño de atesorar un poco de sombra. Volví a comer algo
con la esperanza de sacar unas pocas fuerzas de un pozo que parecía estar seco.
Media hora después me puse en marcha, el sendero continuaba subiendo y
subiendo.
Dejé la lectura y entonces intenté entretenerme con la medio película que
había visto la noche anterior que, pese a la saturación de que hablaba ayer,
había consistido en un nuevo título de Bergman, La hora del lobo. Estaba
claro que hay saturaciones y saturaciones y es que La hora del lobo volvía
a ser el Bergman de mis predilecciones donde la saturación no cuenta, del mismo
modo que la pasión por bucear en lo hondo del alma humana será siempre
insaciable. No hacemos otra cosa cuando leemos a Carmen Laforet, Luis Romero o
vemos las películas de Bergman, bien que a Bergman, como hombre nacido en las
brumosas y solitarias tierras del norte y teniendo por vecino a Kierkegaard o a
Strindberg siempre le abrumen los grandes interrogantes de la existencia.
Ahora el sendero corría por lo alto de las lomas. El paisaje permanecía
desleído en una clara calina en donde las montañas y las laderas quedaban
fundidas, absorbidas por un exceso de luz. Después de rodear una montaña de
considerable altura, descubrí con alivio al otro lado que al sendero
definitivamente se le habían quitado las ganas de seguir subiendo. Al fondo,
muy lejos todavía, se veía una pequeña agrupación de casas. Se trataba de El
Cardón. En el collado descargué y descansé durante un buen rato. Estaba
exhausto. Me costó trabajo comer algo. A la vista del pueblo ya no tenía que
preocuparme por el agua, así que di cuenta de la mitad de ella a grandes sorbos
con los ojos cerrados, saboreándola como si se tratara de un vino de
privilegiada cosecha. El agua, ese milagro en medio de este desierto.
Ahora sólo había que bajar, bajar pacientemente, resistiendo el calor y
el peso. Las primeras casas a las que llegué parecían deshabitadas, los perros
ladraban furiosos cuando me acercaba a las cancelas. Probé en dos viviendas. En
la tercera no había perro. A mi llamada salió una señora bajita y regordeta que
me miró con simpatía. Necesito agua, le dije. Más que por las palabras me debió
de entender por el gesto que le hice. Era una ciudadana suiza. No tardó en
salir con un gran bidón en las manos. Hablamos en inglés. Le gustaba caminar
pero tenía asma y apenas podía dar pequeños paseos.
Tuve que atravesar el pueblo, que resultó más grande de lo que yo creía, más allá de una loma cercana. A la salida una señal indicaba un área de
descanso a kilómetro y medio. Resultó ser un espacio habilitado por el cabildo
para los senderistas del GR-131. Han hecho un buen trabajo las autoridades del
cabildo con este recorrido que atraviesa de parte a parte la isla, desde
Corralejo hasta el Morro del Jable. Sólo he caminando parte de él, pero han
hecho grandes esfuerzos en su trazado, un trabajo que me recordaba en ocasiones
la mentalidad de los romanos cuando diseñaron sus conocidas calzadas.
A esta hora de la tarde noche el viento se ha calmado y no he tenido que
poner el doble techo de la tienda. Una enorme luna se cuela tras la
transparencia de mi tela de vivac.
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