El origen de una animadversión





 Vega de Río Palmas, 7 de marzo de 2020

Barranquillos Blancos – Vega de Río Palmas


Mi barreñito de té de todas las tardes hoy viene acompañado por unas exquisitas pastas de gofio y naranja. Saco la pluma, el tintero, abro el pequeño cuadernillo de mi diario de los caminos y, cómodamente instalado en el colchón con mi barreñito de té al lado me dispongo a recuperar lo que ha pasado por mi magín al cabo de la jornada, a recuperar las luces y las formas que atravesaron por mi retina desde el momento en que abandoné el estrecho barranco en donde había pernoctado.

Lo primero que podría observar alguien a quien hubieran depositado aquí directamente es que el terreno tenía muy poco interés. Nuestros ojos, habituados a dejarnos atraer por “lo extraordinario”, el aspecto ese de postal suiza ante el cual a la gente le sale un “¡qué bonito!”, necesitan atravesar muchos caminos, muchas costas, muchas montañas y muchos desiertos para por fin haber aprendido a disfrutar de la escondida belleza de muchos parajes que en un primer momento nos parecieron sin gracia y desprovistos de belleza. Hay una ciencia en esto de profundizar en la belleza de las cosas. Y me viene aquí que ni pintada una cita de Robert L. Stevenson que me regaló José Manuel Vinches, un día que hablábamos de nuestras mutuas aficiones librescas. Ésta: “cuando nos encontramos en una región sin atractivos, y especialmente si por alguna razón dependemos, en mayor o menor medida, de lo que vamos a ver, tenemos que buscar la belleza con todo el ardor y la paciencia con los que el botánico busca la espiga del centeno”.


 A la altura de Morro del Sol las lomas perfectamente redondeadas por la erosión, cabalgando unas sobre otras y entrelazando sus curvas algo femeninas, bien que un canon femenino más de los tiempos de las Venus de Willendorf, ofrecían un gracioso y armónico cuadro que se extendía frente a mí hasta perderse en los hondos barrancos del sur.

Terminé por el Morrito del Rincón, ya cerca de Betancuria, El espejo del mar y, mientras desactivaba el Bluetooth de mi auricular me dio por pensar en Javier Marías, el traductor de la obra, y es que Marías me cae tan mal que, habiendo tenido a mi disposición tan excelente traducción del libro de Conrad, por fuerza debía reflexionar por los motivos de mi animadversión por este autor. Por éste y acaso por otros que siguieron parecido camino al de él, como es el caso de Cela y Vargas Llosas. Marías empezó a hacérseme antipático por su disposición a tratar en alguno de sus artículos a muchos de sus lectores como si éstos fueran unos mentecatos cuando les adjudicaba desconocimiento de asuntos o personajes que el conocía cuando era un bebé de teta. Luego, para rematar la cosa, en uno de sus libros titulado Vidas escritas, encontré tal cantidad de descuidos, como quien tiene prisa por cobrar sin reparar en la factura del producto que vendía, que sólo puedo atribuirlo a la indolencia y al desprecio por sus lectores. A Marías la arrogancia le perdía. Luego vinieron esas novelas en las que una famosa universidad del Reino Unido con su consiguiente persona docente parecía ser el único escenario posible de su narrativa. Su trilogía encabezada por Su rostro mañana, no fui capaz de terminarla. Vamos, que me caía tan mal que no volví a coger un libro suyo, bueno si, una traducción más, la de Tristam Shandy, una traducción más que debería haberme reconciliado con él, porque efectivamente era una traducción brillante reconocida por todo el mundo.

Las animadversiones vienen a veces por caminos tortuosos que nosotros mismos desconocemos. En esto pensaba mientras descendía del Morrito del Rincón hacia Betancuria. Lo de Vargas Llosas tiene otros orígenes, verle del brazo de Aznar comulgando en actos públicos con toda la bazofia de esa derecha que contribuyó a dejar un millón de muertos en Irán, sólo eso ya me ponía de uñas. También a este señor la arrogancia le mata, a alguien que no sabe freír un huevo frito, que decía su mujer, pero que sin embargo escribe maravillosamente deberían perdonársele ciertos pecados, pero… A la lista naturalmente no podía faltar aquel que, al decir de Italo Calvino, necesitaba que en todos los cenobios y congresos literarios se le tratara como si Dios Padre en persona fuera; sí, por supuesto, hablo de Cela, otro fatuo personaje, aunque escribiera La familia de Pascual Duarte y La colmena, aunque lo leyera con muchísimo gusto en Viaje al Pirineo de Lérida o Viaje a la Alcarria cuando recién había yo descubierto esta cosa del Pirineo y la montaña.


Comí en Betancuria después de atravesar toda la mañana un paisaje desolado sin asomo de vegetación. Era la hora de estar a resguardo del viento y del sol que pegaba fuerte y sin contemplaciones. La ascensión al alto del Mirador Corrales de Guize después de dejar atrás el Morro de las Tabaibas, sí, el gusto de dejar sembrada la escritura de bellos topónimos, fue dura lo suficiente como para dejarme sin aliento en lo alto junto a las gigantescas estatuas masculinas de bronce, que no pude averiguar a quienes representaban. Mientras comía volví a recordar la película de la noche anterior y la extraordinaria actuación de Bette Davis y Joan Crawford en Qué fue de Baby Jane, una escalofriante historia de hasta dónde puede llevar la desaforada pasión de vernos reconocidos por los otros. La envidia, los celos, las trampas de la fama sirven a Robert Aldrich para crear una obra tensa que mantiene en vilo al espectador hasta su inesperado final.


Estoy en un llano bajo la pequeña aldea de Vega de Río Palmas. Cansado como me encontraba he sacado el colchón y me he acomodado en él pensando que hoy no pondría la tienda. La luna lucía grandota entre unas palmeras y se estaba a gusto, pero en cierto momento han hecho su aparición los mosquitos y a oscuras he tenido que montar la tienda y guarecerme en ella para asegurarme un tranquilo y apacible final de jornada.


Hoy acusaba tanto el peso de mi mochila que me ha sido imposible no reconsiderar lo que decía ayer sobre asumir un mayor peso para asegurarme cierta comodidad. Tendré que volvérmelo a pensar. También es cierto que un excesivo peso merma el disfrute del hecho de caminar. ¿Tendré que volver a prescindir de la cocina, del colchón, de la cámara fotográfica, de…? Y es que me veo en alguna fotografía con un reducido macuto atravesando los Alpes hace años y hasta el teléfono me dan ganas de dejar, y no por el teléfono en sí sino por todo lo que conlleva, dos o tres baterías de repuesto, o alfombrilla solar, un teléfono más por si acaso, cables… hoy me pesaba tanto la mochila que hasta la maquinilla de afeitar, ochenta gramos, habría dejado en casa.








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