Barranquillos Blancos – Vega de Río Palmas
Mi barreñito de té de todas las tardes hoy viene acompañado por unas
exquisitas pastas de gofio y naranja. Saco la pluma, el tintero, abro el
pequeño cuadernillo de mi diario de los caminos y, cómodamente instalado en el
colchón con mi barreñito de té al lado me dispongo a recuperar lo que ha pasado
por mi magín al cabo de la jornada, a recuperar las luces y las formas que
atravesaron por mi retina desde el momento en que abandoné el estrecho barranco
en donde había pernoctado.
Lo primero que podría observar alguien a quien hubieran depositado aquí
directamente es que el terreno tenía muy poco interés. Nuestros ojos,
habituados a dejarnos atraer por “lo extraordinario”, el aspecto ese de postal
suiza ante el cual a la gente le sale un “¡qué bonito!”, necesitan atravesar
muchos caminos, muchas costas, muchas montañas y muchos desiertos para por fin
haber aprendido a disfrutar de la escondida belleza de muchos parajes que en un
primer momento nos parecieron sin gracia y desprovistos de belleza. Hay una
ciencia en esto de profundizar en la belleza de las cosas. Y me viene aquí que
ni pintada una cita de Robert L. Stevenson que me regaló José Manuel Vinches,
un día que hablábamos de nuestras mutuas aficiones librescas. Ésta: “cuando nos
encontramos en una región sin atractivos, y especialmente si por alguna razón
dependemos, en mayor o menor medida, de lo que vamos a ver, tenemos que buscar
la belleza con todo el ardor y la paciencia con los que el botánico busca la
espiga del centeno”.
Terminé por el Morrito del Rincón, ya cerca de Betancuria, El espejo
del mar y, mientras desactivaba el Bluetooth de mi auricular me dio por pensar en Javier Marías, el traductor de la obra, y es que Marías me cae tan
mal que, habiendo tenido a mi disposición tan excelente traducción
del libro de Conrad, por fuerza debía reflexionar por los motivos de mi animadversión por
este autor. Por éste y acaso por otros que siguieron parecido camino al de él,
como es el caso de Cela y Vargas Llosas. Marías empezó a hacérseme antipático
por su disposición a tratar en alguno de sus artículos a muchos de sus lectores
como si éstos fueran unos mentecatos cuando les adjudicaba
desconocimiento de asuntos o personajes que el conocía cuando era un bebé de
teta. Luego, para rematar la cosa, en uno de sus libros titulado Vidas
escritas, encontré tal cantidad de descuidos, como quien tiene prisa por
cobrar sin reparar en la factura del producto que vendía, que sólo puedo
atribuirlo a la indolencia y al desprecio por sus lectores. A Marías la
arrogancia le perdía. Luego vinieron esas novelas en las que una famosa
universidad del Reino Unido con su consiguiente persona docente parecía ser el
único escenario posible de su narrativa. Su trilogía encabezada por Su
rostro mañana, no fui capaz de terminarla. Vamos, que me caía tan mal que
no volví a coger un libro suyo, bueno si, una traducción más, la de Tristam
Shandy, una traducción más que debería haberme reconciliado con él, porque
efectivamente era una traducción brillante reconocida por todo el mundo.
Las animadversiones vienen a veces por caminos tortuosos que nosotros
mismos desconocemos. En esto pensaba mientras descendía del Morrito del Rincón
hacia Betancuria. Lo de Vargas Llosas tiene otros orígenes, verle del brazo de
Aznar comulgando en actos públicos con toda la bazofia de esa derecha que
contribuyó a dejar un millón de muertos en Irán, sólo eso ya me ponía de uñas.
También a este señor la arrogancia le mata, a alguien que no sabe freír un
huevo frito, que decía su mujer, pero que sin embargo escribe maravillosamente
deberían perdonársele ciertos pecados, pero… A la lista naturalmente no podía
faltar aquel que, al decir de Italo Calvino, necesitaba que en todos los
cenobios y congresos literarios se le tratara como si Dios Padre en persona
fuera; sí, por supuesto, hablo de Cela, otro fatuo personaje, aunque escribiera La familia de Pascual Duarte y La colmena, aunque lo leyera con
muchísimo gusto en Viaje al Pirineo de Lérida o Viaje a la Alcarria cuando
recién había yo descubierto esta cosa del Pirineo y la montaña.
Comí en Betancuria después de atravesar toda la mañana un paisaje
desolado sin asomo de vegetación. Era la hora de estar a resguardo del viento y
del sol que pegaba fuerte y sin contemplaciones. La ascensión al alto del Mirador Corrales de Guize después de dejar atrás el Morro de las Tabaibas, sí,
el gusto de dejar sembrada la escritura de bellos topónimos, fue dura lo
suficiente como para dejarme sin aliento en lo alto junto a las gigantescas
estatuas masculinas de bronce, que no pude averiguar a quienes representaban.
Mientras comía volví a recordar la película de la noche anterior y la
extraordinaria actuación de Bette Davis y Joan Crawford en Qué fue de Baby
Jane, una escalofriante historia de hasta dónde puede llevar la desaforada
pasión de vernos reconocidos por los otros. La envidia, los celos, las trampas
de la fama sirven a Robert Aldrich para crear una obra tensa que mantiene en
vilo al espectador hasta su inesperado final.
Estoy en un llano bajo la pequeña aldea de Vega de Río Palmas. Cansado
como me encontraba he sacado el colchón y me he acomodado en él pensando que
hoy no pondría la tienda. La luna lucía grandota entre unas palmeras y se
estaba a gusto, pero en cierto momento han hecho su aparición los mosquitos y a
oscuras he tenido que montar la tienda y guarecerme en ella para asegurarme un
tranquilo y apacible final de jornada.
Hoy acusaba tanto el peso de mi mochila que me ha sido imposible no
reconsiderar lo que decía ayer sobre asumir un mayor peso para asegurarme cierta
comodidad. Tendré que volvérmelo a pensar. También es cierto que un excesivo
peso merma el disfrute del hecho de caminar. ¿Tendré que volver a prescindir de
la cocina, del colchón, de la cámara fotográfica, de…? Y es que me veo en
alguna fotografía con un reducido macuto atravesando los Alpes hace años y
hasta el teléfono me dan ganas de dejar, y no por el teléfono en sí sino por
todo lo que conlleva, dos o tres baterías de repuesto, o alfombrilla solar, un
teléfono más por si acaso, cables… hoy me pesaba tanto la mochila que hasta la
maquinilla de afeitar, ochenta gramos, habría dejado en casa.
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