Cercanías de El Cotillo – Barranquillos Blancos.
Sentirse protegido del viento, esa es la prioridad, después, ya instalado
ya te puedes hacer un té y saborearlo tranquilo mientras fuera, pese a estar
instalados en el fondo de un barranco, bate todavía discretamente el viento,
viento del oeste, el rey y señor de los vientos que aquí en Fuerteventura
parece estrellarse contra la costa después de no haber encontrado ningún
obstáculo en todo su camino, así que a arremeter, a descargar toda la
adrenalina vientil contra sus acantilados, a barrer el páramo como quien dice:
“al abordaje, al abordaje”, y tal si la costa fuera un gran velero sube por las
jarcias, se arremolina en torno al palo de mesana, explota inflando la vela
mayor como si quisiera empujar a la entera isla hacia el continente africano,
que no sería muy disparatado si en la isla se instalaran velas de suficiente
envergadura, que seguro estoy que de ser así, el Viento del Oeste, más poderoso
que el mismo Eolo y Poseidón juntos, la arrastrarían, tal es su fuerza, hasta
las costas de la misma Mauritania.
Efectivamente, llegó la hora del té y también la hora de fantasear con
las palabras que son gratuitas y, para qué han de servir, para divertirse con
ellas, entre otras cosas. He detectado por el color de la orina que mi ración
de líquido está siendo muy pobre, así que me estoy preparando un barreño de té,
té con barquillos de vainilla, que me acompañará mientras voy completando mi
crónica del día.
Ah, el placer de tumbarse sobre el colchón al abrigo del viento. Como era
de esperar mi baja forma física me iba a pasar factura, pese a que las dos
últimas semanas intenté caminar un buen rato alrededor de casa, sólo que,
claro, no se me ocurrió caminar con catorce kilos a la espalda, como es el caso
hoy y ayer. Hubo un larguísimo tiempo que me prometí no cargar nunca con más de
diez kilos, pero eso es historia pasada ya, un tiempo en que me sentía casi un
ancianito y que comía en frío durante meses o asentaba mis espaldas durante la
noche sobre el duro suelo. Ahora me hecho más selectivo y necesito todas las
comodidades conmigo, al menos comida caliente, colchón, tienda cómoda, lo que
se traduce en un sustancial aumento de peso sobre mis espaldas, que a estas
alturas después de haber caminado recientemente en Islandia con cerca de veinte
kilos durante casi una semana me extienden un certificado de idoneidad para
seguir cargando casi como cuando era joven. La seguridad que me da llevar todo
lo que pueda necesitar para pasar la noche allá donde el capricho me lleve
merece la pena de ese plus de peso. Además, según la teoría de Rosie Swale, esa
septuagenaria a la que tanto admiro, uno sólo camina uno o dos kilómetros, en
eso se ha de concentrar todo el esfuerzo del caminante, uno o dos kilómetros,
poca cosa; cuando terminas ese uno o dos kilómetros, igual sólo tienes que
caminar otros uno o dos, y así sucesivamente. Por delante siempre tienes sólo
uno o dos kilómetros. Hay que tener en cuenta
que cuando yo leí esa teoría Rosie caminaba a la altura de Estonia, después
siguiendo ese criterio fue sumando kilómetro a kilómetro y llegó el otoño y el
invierno y se adentró en Siberia y siempre hacía lo mismo, caminar uno o dos
kilómetros. A mí, en mis largas travesías de dos o tres meses por los Alpes,
más de una vez me han preguntado si no era cansado caminar tantos días seguidos
y la verdad, cuando te pones a andar con la mentalidad de que en eso va a
consistir tu vida en un largo periodo de tiempo, uno termina asumiendo que la
única dificultad que tiene... joder, que se me enfría el té, cuando me enrollo no
hay quien me pare, he tenido que ponerlo a calentar de nuevo. Uno termina
asumiendo que la única dificultad es ese kilómetro,
kilómetro y medio que tiene por delante.
Hoy, como el camino era bastante llano y aunque ventoso el viento me
venía de proa, me dio por reflexionar sobre el concepto saturación. Y es que
llevo una semana y media empapuzándome de Bergman, cosa que me sucede cada unos
pocos años, un tiempo en que experimento la sensación de vivir en una casa
aislada en alguna de esas islas en la que recrea Bergman sus películas,
sensación de que mis vecinos fueran Liv Ulman, Max von Sydow, Bibi Anderson,Erland Josephson, Gunnar Björnstrand, Harriet Anderson o Ingrid Thulin. Así habían sido las últimas noches. Me
encanta Bergman y su mundo convulso al modo de todo el teatro de Strindberg.
Esa sensación que de que la vida y la convivencia penden de un puñado de
pequeñas sutilezas que pueden llegar a quebrar la sin duda fragilidad de la
vida, estimula mis emociones y me alerta del enmarañamiento sobre el que pende
nuestra certeza de convivencia asentada que, distraída con la superficie de los
asuntos, no acierta a prevenirse de los peligros que se ciernen sobre la
convivencia y nuestra creída estabilidad afectiva o religiosa.
Hablaba de saturación. Y es que ayer, entre toda la filmografía que me he
traído, creo que no falta ninguna de sus películas, intenté llegar hasta el
final de Esas mujeres, y no pude. A mitad de película estaba más
aburrido que una marmota. ¿Es que la película era muy mala?, ¿Es que Bergman no
sabe hacer películas de humor, en ella un humor que a mí no me hacía ninguna
gracia? ¿O acaso solamente se trataba de que había llegado al punto de
saturación en lo que se refiere a la filmografía de Bergman? La conclusión a la
que llegaba mientras el mar rompía a mi derecha en grandes olas que se
derramaban contra los acantilados salvajemente, era, por este orden, que la
película era francamente mala, lo que hace suponer que no siempre Bergman es
brillante, y que en segundo lugar, mi afición bergmaniana había llegado a su
punto de saturación. ¿Cómo y cuándo se llega al punto de saturación? Pues no lo
sé, pero días atrás me sucedió algo parecido con el Photoshop. Había estado un larga
temporada colgado del programa y de sacarle jugo a muchas de mis fotografías en
color volcándolas a blanco y negro y, una mañana, retocando una de ellas,
repentinamente descubrí que había alcanzado el punto de saturación. No volví a
abrir el programa después de haber sido mi leitmotiv todas las mañanas durante
muchos días.
¿A qué afecta la saturación?, me preguntaba mientras atravesaba un
extenso llano cubierto de negros bloques de lava, ¿cuál es su mecanismo?
¿Nuestras relaciones personales se pueden ver aquejadas por este factor? Y
junto a ello saltaba enseguida otro concepto que habita en sus antípodas. La aparición de la novedad parecía vivir agazapada en los límites
de la saturación como a la espera de que de que ésta alcance la temperatura
conveniente, como si se tratara de una reacción química, que haga posible la transición
desde un punto de saturación a una situación nueva. La capacidad que tiene
nuestra curiosidad para sumergirse en pesquisas a la búsqueda de algo nuevo,
algo que nos llama la atención, es fabulosa. El misterio, lo desconocido, nos
atrae poderosamente. Un cuerpo nuevo siempre es una promesa de tierra
prometida, el mar puede ser una pasión en perspectiva para un lector de Conrad.
El conocimiento mata, escribió Cioran. ¿Siempre hemos de vivir abocados a lo
nuevo, a descartar lo sobradamente conocido?
El largo recorrido junto a los acantilados entre El Cotillo y Puertito
del Molino me ha dejado el rostro terso de sol y viento y el cuerpo un poco
magullado por falta de entrenamiento, pero ha sido un buena jornada. Ayer tarde
tuve que buscar lo hondo de una cárcava para instalar mi tienda, el ancho entre
dos muros de roca no llegaba al metro, pero pude sostener la tienda lo
suficiente para crear ese ambiente de bienestar de fin de jornada. Después de
comer mi ruta buscaba los altos desolados que se elevan tierra adentro
abandonando el mar. Mi única preocupación cuando me alejé del agua fue buscar
la profundidad de un barranco para pasar la noche. Abandoné pues el track y me
adentré monte arriba hasta encontrar un lugar a resguardo del viento. Mi mapa
del IGN me dice que estoy en las cercanías de la Atalaya de Risco Negro, que
tendré que ascender mañana para seguir después hasta Morro Sol y más tarde
hasta Betancuria, donde espero llegar a la hora de comer. Paisaje desértico de
tierras volcánicas todo el trayecto. Las poquísimas plantas que he visto
agonizan, escuálidas, de sed.
Una luna grandote ilumina el techo de mí
tienda. Saco la cabeza, miro, casi se puede decir que me rodea un paisaje
lunar.
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