Junto al col de la Columme, 20 de agosto
de 2020
Refugio del Portarrón - refugio Espingo – col de la Columme
El despertador suena inútilmente a las siete de la mañana. Generalmente me cuesta mucho levantarme pero hoy estoy verdaderamente cansado, me duelen las piernas y los brazos. Cuando hago un esfuerzo definitivo son más de las ocho. Oigo pasar cerca gente camino del refugio. Mi desayuno de hoy es una manzana y un tazón de capuchino aguado con pan. Comida espartana la de estos días. He perdido la cuenta de cuándo he hecho la última comida decente. No llevo bien del todo esto de la comida a base de bocadillos. Ayer pedí comer en el refugio del Portillón. No podían, había mucha gente, tendría que esperar tres horas para la hora de la cena, así que bocadillos que te crió. Hoy, cuando llegué al refugio de Espingo tampoco había comida, un par de huevos en tortilla, nada de postre. Me sorprende la carencia de estos refugios franceses.
El sendero entre el refugio del
Portillón y el de Espingo está concurrido, a veces me cruzo con un pequeño
grupo en donde están representadas tres generaciones. Hay mucha gente sana en
este mundo que tanto nos dispone a la comodidad. Me pasa un hombre en la
cincuentena al que sigue su hijo de doce o trece años, me aparto para dejar
pasar a este último y en respuesta recibo un merci, en su rostro hay un
gesto de deferencia. Bajo pensando en cierta morralla que teníamos hace años en
el colegio, alumnos que serían ahora de segundo de la ESO, creídos,
problemáticos, esos adolescentes que tan tempranamente han perdido la
motivación y son una rémora para que el curso avance con normalidad. Admiro a
los profes que se entregan a ellos con un ánimo decidido. El sistema que hemos
fomentado da mucha clase de estos alumnos, chicos o chicas generalmente con unos
padres demasiado ocupados con otras cosas. Yo no he heredado la comprensión
suficiente para trabajar con adolescentes conflictivos. Cuando Victoria y yo
viajamos por el mundo, especialmente por Asia y América Latina, siempre admiro
su desmedida atracción por esta edad, que a mí me parece tan desmañada, tan
difícil. Para ella son una de las atracciones del viaje, mirarlos, hablar con
ellos, fotografiarlos. Trabajó muchos años con adolescentes y todavía siente
dentro de sí la pasión de su profesión.
El padre y el hijo paran más adelante y
vuelvo a cruzarme con ellos. Hay una especial delicadeza en los gestos de este
chico, que ahora al pasar hace una leve inclinación de cabeza. Tiene un hermoso
rostro, de cabellos ensortijados, mirada entre tímida y risueña, ojos claros,
paso elegante. Mientras lo dejaba atrás recordé a dos ancianos, —¿inventaremos
alguna vez una palabra para la gente muy mayor a los que se les llama ancianos, una
acepción que no cuadra con personas que se mueven por la Alta montaña con
desenvoltura?– recordé a dos ancianos, decía, hermosos también ellos como
personajes homéricos, él de larga melena que sujetaba con una cinta que le
pasaba por la frente, el rostro curtido, la actitud resuelta. Caminábamos a una
cota de dos mil ochocientos metros y los tres atravesábamos un paso delicado.
Él se volvió a ella en un momento como para confirmar que no tenía dificultad
en cruzar aquel paso complicado. Eran bastante mayores que yo. Ella portaba un
piolet en la mochila, caminaba con seguridad por aquel espacio abrupto. Era
tarde, no había ningún refugio por allí. Imaginé que dormirían en cualquiera de
aquellos escarpados parajes. Daban una sugestiva imagen de la vida que uno
puede seguir haciendo con muchos años.
No sé si es una apreciación apresurada
pero tengo la impresión de que los franceses van por delante de nosotros muchos
años, años de cultura, de buen hacer, de hábitos. La globalización permite hoy
un intercambio de tecnología, comercio, etcétera; el turismo, tan desarrollado,
también es accesible a una gran parte de la población del mundo, pero tras eso,
la cultura no se improvisa, la historia sigue marcando a los distintos pueblos.
El retraso que tiene España acuñado por la Iglesia Católica, la fauna de los
Borbones y los Austrias, el caciquismo y la nefasta actuación de políticos
del último siglo y medio nos lastra respecto a los países de Europa Central.
Son cosas que se ven hasta en los caminos, los hábitos de cortesía cuando te
cruzas con otros caminantes, por ejemplo. Es bastante probable, pese a los
chovinistas de nuestro país, que nos hubiera ido mejor si España hubiera pasado
a manos de Napoleón y hubiéramos probado los efectos de la Ilustración y la Revolución
francesa. A veces tengo la sensación de que somos un país anclado en el siglo
XVIII o XIX. La clase conservadora que tenemos, la rancia clase franquista,
auspiciada por la Iglesia Católica, sigue siendo el subproducto de una España
que presenta un comportamiento ridículo y anacrónico donde los chorizos de toda
la vida siguen medrando y donde la clase política en general se escuda en
privilegios de todo tipo. Del poder judicial mejor no hablar. Somos un país
nada serio que ha vivido secuestrado por sinvergüenzas de toda laya y esto
obviamente termina viéndose cuando uno se da una vuelta por el mundo civilizado
al otro lado de los Pirineos. Algo hay en eso de que África comienza al sur de
los Pirineos.
Paro una hora en el refugio de Espingo.
En el comedor hay una larga lista de posibilidades culinarias y algo de comer
para el camino que se puede comprar. La lista es sólo un adorno en la pared.
Vuelvo a repasar el itinerario que tengo
delante en el mapa del teléfono. No tengo otra información para continuar de
momento por el GR10 que un somero track. Me dicen que el próximo pueblo,
Bagneres de Luchon, está a 7 ó 9 horas de camino. Un par de collados y quizás
después del segundo una cabaña. He cogido gusto a las cabañas, así que fijo mi
referencia para hoy en llegar a ella.
Llevo muchos días sin cobertura. Cada
vez que alcanzo un collado o un lugar alto abierto a lo que yo creo es el mundo
exterior, quito el modo avión para comprobar la posibilidad de ponerme en
comunicación con Victoria. Hoy en el segundo collado por fin logro conectar,
pero el viento es tan fuerte que no es posible entenderse. Cuando vuelvo a
probar más abajo del collado la cobertura ya ha desaparecido.
Poco después, en el col de la Columme, en un pequeño rellano me encuentro un manantial. Son las cuatro y media. Junto a la fuente planto mi tienda. El agua sale milagrosamente de la nada y un alma bondadosa ha instalado un caño. El sol le pega fuerte así que instalo la tienda y con el doble techo organizo un tenderete para pasar el resto de la tarde a la sombra.




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