“Una ética de la Tierra”

 


Cercanías de Bagnere de Luchon, 21 de agosto de 2020 

 Col de la Coumme – sobre Bagnere de Luchon

 

El larguísimo descenso desde mi vivac hasta Bagnere de Luchon me animó en cierto momento a emprender la lectura que había aplazado desde hacía tiempo de Una ética de la Tierra, de Aldo Leopold. Este autor y Rachel Carson, con Primavera silenciosa, son los dos autores que más profundamente han influido en el ecologismo de EE.UU. A Rachel Carson la leí el pasado año con mucho gusto pero no pude llegar al final del libro centrado en su última parte en el ecologismo específico de zonas de EE.UU. Hoy con Aldo Leopold me sucedió desde el principio algo curioso. Descubrí que una cosa es estar cerca de la Naturaleza y escuchar sus vibraciones en la soledad del camino y otra llegar a lo profundo de ella en todas sus manifestaciones. Describe Leopold mes a mes el ciclo de la vida de muchos de los animales que pueblan el bosque, sus pesares, sus contratiempos, las dificultades de los gansos, sus avatares cuando en plena migración el tiempo vuelve a ser invernal, algo que no afecta a otros animales que simplemente se vuelven a echar a dormir; la vida de un viejo roble que cae muerto por un rayo en una granja familiar y a través de cuyos anillos, uno por año, cuando una sierra hiende su tronco aparecen uno a uno los acontecimientos del entorno natural de los alrededores. Por la vida del viejo roble han pasado generaciones de hombres, desfilado décadas y décadas de años de historia. Poco a poco el autor nos va dirigiendo a un concepto básico que se perfila desde el principio de su obra, promoviendo un concepto de comunidad que incluía tanto a los seres humanos como al resto de la naturaleza. Los hechos de la naturaleza se entremezclan con los hechos de los hombres como quien atiende a la totalidad de un organismo único. “Abusamos de la Tierra porque la vemos como una mercancía que nos pertenece. Cuando pensemos en la Tierra como en una comunidad a la que pertenecemos, podremos empezar a usarla con amor y respeto.”

En este punto de la lectura había empezado yo a sospechar que en algún momento debería de aparecer Henry Thoreau, como efectivamente sucedió a la vuelta de la esquina, para venir a subrayar esta idea de Leopold. Mantenía Thoreau que es necesario considerar al hombre como habitante o parte constitutiva de la Naturaleza, más que como miembro de la sociedad.

A mí, que tanto me gusta considerarme como un salvaje cuando me pierdo durante los meses de verano entre las montañas y los bosques de Europa, encontrarme más abajo con una cita de Ben Jonson me hacía sonreír: “¡Cuán próximo a lo bueno está lo bello! De la misma forma, yo diría: ¡Cuán cercano a lo bueno es lo salvaje! La vida está en armonía con lo salvaje. Lo más vivo es lo más salvaje. (…) En una palabra, todas las cosas buenas son salvajes y libres. (…) Dadme por amigos y vecinos hombres salvajes, no hombres domesticados. La naturaleza de un salvaje no es sino un pálido símbolo de la terrible ferocidad que conocen los hombres buenos y los amantes». Admirable Ben Jonson que echa una mano a la pobre capacidad de expresión de este salvaje metido en escribir un diario de sus andanzas.

Salvaje, de todos modos, de caminar sosegado y hoy, descendí con todo el calor hasta los seiscientos metros de desnivel desde los 2200 y con la carga suplementaria de cinco o seis kilos en comida y agua, con la sensación de ser un animal de carga.

Llevo caminando un día y medio por un itinerario que recorrí hace quince años entre Banyuls, junto al Mediterráneo, y la ribera del Cantábrico en Hendaya y me admiro de que no recuerde absolutamente nada. Ni creo que me acuerde en días venideros si es que continúo por este GR10. Percibo aquella travesía del año 2005 como parte de un sueño. Aquel verano escribí una novela autobiográfica que relataba las tribulaciones amorosas de un hombre al que no le llegaba la camisa al cuerpo, caminaba encogido y como a quien hubieran mandado a un destierro. De aquel verano recuerdo las tormentas y el caminar mucho bajo la lluvia, alguna cabaña donde intentaba secar mi indumentaria. Los valles y los bosques no eran una entidad física que atravesara, se trataba más bien de un estar dentro del líquido amniótico en el que todo era dar vueltas y más vueltas a lo entresijos del drama que le había llevado a aquel exilio. De vez en cuando llegaba un mensaje desde la otra parte del mundo que no hacía otra cosa que ahondar la profundidad de la herida. Los enamorados son gente realmente necesitados de psiquiatra, pero como el protagonista nunca creyó en esa clase de gurúes y sí en la capacidad de la Naturaleza para curar toda clase de males, allá que se fue a darse un baño de soledad, a comulgar con los vientos y las lluvias, a sudar sus penas en los hayedos que aquel año chorreaban agua y más agua por todos los costados. La novela se convirtió al final en ese eterno retorno en que para tantas veces la vida, huir de algo para volver al final al mismo hayedo, al mismo cabo en que dejaste la historia antes de marcharte. Hay males del alma que no los curan ni las largas jornadas de soledad entre las montañas. Quizás porque no hay posible curación para aquello que germinó dentro del individuo con el signo del amor. “Las hayas chorreaban aguas milenarias, lo habían estado haciendo durante cientos de años. Esos dos días y medio, esa noche, eran sólo una parte ínfima de aquella secuencia de nieblas y lluvias. Repicaba el agua sobre el tejado de pizarra con la misma aburrida reiteración con que las olas besan las arenas de la playa desde el principio de los siglos. Gruesos goterones atravesaban los numerosos huecos que el tiempo había ido abriendo obstinadamente entre las losetas de pizarra dejándose caer sobre los charcos del suelo de tierra con la monotonía exasperante de un grifo mal cerrado que alejara el sueño de un cuerpo cansado. Fuera, las hayas lloraban repletas de niebla y pena”. La historia terminaba en el mismo hayedo y en las mismas circunstancias en que había comenzado la novela. 

Hoy recuerdo aquella cabalgata como un viaje del alma, como se recuerda el sabor amargo que dejan las circunstancias de la vida a las que nada ni nadie puede poner remedio.

He estado echando un vistazo rápido a lo que había en la web sobre el GR10 y mira por donde, como tantas veces me ha sucedido en mi caminar por los Alpes o España, he terminado por encontrarme con el blog del amigo Manuel Coronado, el cualificado andarín de Mérida. Creo que su blog me va a echar una mano en esta nueva andadura. Él caminó el GR10 en el 2006 y yo en el 2005, pero como en mi memoria no quedó ni rastro del recorrido sino tan sólo el cercano desenlace de un naufragio, de momento me atendré a las indicaciones del amigo Manuel.

Mi itinerario ha descendido hasta la cota 600 metros y hace un calor del carajo, y más ahora dentro de la tienda con la puerta mosquitera cerrada porque los mosquitos pican a matar. Mañana espero dormir de nuevo en las alturas.





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