Cabaña de Courraus, 22 de agosto de 2020
Sobre Bagnere de Luchon - Cabaña de Courraus
Mi soledad no tiene hoy otra compañía que la niebla. Desde el
amanecer, paciente, como si fuera el único habitante de este mundo, se va
abriendo paso por un paisaje de hayas que aparecen de entre la grisura de la
mañana como almas dormidas que quisieran pasar por alto el día de hoy para
esperar mejores tiempos. Cuando llego a Artigue sólo encuentro el rumor de una
fuente que deja caer un hilo de agua sobre un abrevadero de hormigón. Más
arriba, desapareciendo los árboles, el sendero es una mancha oscura que
atraviesa por medio del verde pálido que se desvanece unos metros más allá al
filo de una realidad espesa del color de la plata vieja. El camino se pierde en
la nada hasta tropezar cerca de las once de la mañana en una curva con la
cabaña de Sauneres. En la rutina que se ha ido formando día a día, es mi
descanso de mitad de la mañana. Tres horas y media que mi cuerpo ha tolerado
bastante bien pese al plus de comida y agua. Ayer tarde, en previsión de que no
encontrara agua en día y medio, cargué con tres litros y medio. Decidí comprar
en Bagnere de Luchon uno de esos recipientes de los que puedes ir bebiendo agua
durante el camino. Cosa de probar. Pensé que el exceso de agua y comida me
haría más penosa la subida del día siguiente, cerca de mil quinientos metros de
desnivel, pero lo soporto con estoicismo. La bendición de estas cabañas es un
regalo para el caminante.
Más tarde, cuando desaparece todo rastro de árboles, el verde de
la ladera se torna de un bello amarillo pajizo. Un pajarillo aparece de entre la
niebla y viene a darme los buenos días posado sobre una roca. Cuánto echo de
menos no conocer su nombre, especialmente esta mañana que voy leyendo a Aldo
Leopold. No es solamente que entienda el autor que animales, plantas, montañas y
hombres formamos una comunidad, deberíamos formar, en términos de igualdad y
respeto, es que lo vive y transmite con tanta pasión y a la vez con tan bella
prosa, que uno termina aproximándose más y más a esa percepción de la realidad.
El conocimiento de cada uno de los habitantes, plantas o animales, con los que
se relaciona el caminante, de sus hábitos, de su historia personal, su ciclo a
lo largo del año, su relación con los otros seres vivos, que el autor conoce
perfectamente y un servidor no, marca una diferencia esencial. Es como vivir en
un pueblo durante muchos años y no conocer a los vecinos, sus nombres, sus
gustos, sus relaciones de parentesco entre unos y otros. Hoy me gustaría saber
el nombre de ese pajarillo que se ha acercado a mi soledad para darle los
buenos días y conocer su historia. Me sucede también con esas flores violetas
que crecen en manojo y que los últimos días salpican el terreno por donde paso.
Creo que es una aquilegia pero no estoy seguro. El pasado invierno leí una
joya de libro titulado La vida simple. El autor vive aislado un invierno
y una primavera junto al lago Baikal en una pequeña cabaña de tres por tres.
Entre los libros que lleva a la cabaña cuenta alguna guía de animales y
plantas. Escribe el autor que hubiera sido una falta de respeto vivir medio año
junto a sus vecinos, los seres vivos, y no conocerlos lo suficientemente bien.
El dolor de espalda me pide una pausa en la escritura. Ahora, otra
cabaña, la de Courraus, que se ha convertido en mi hogar hasta mañana temprano.
Le doy permiso a mi cuerpo para que eche un corto sueño sobre el colchón. Éste
cae como embotado por el cansancio en el sopor de la siesta..
Cojo de nuevo el hilo de mi relato.
Ahora miro por la ventana la línea de verde intenso que perfila los prados de
enfrente tras la cual se desploma el paisaje, abrupto de repente, hacia un
pequeño barranco. Un arroyo se precipita en su fondo. La niebla ha abierto una
rendija en su cuerpo blanco, la parte alta cruza la laderas de parte a parte
mientras que la del barranco, que parece subir del fondo perezosamente a
fundirse de nuevo, juega entre los pliegues de la montaña reptando por las
concavidades de las laderas.
Hallándome en la ladera cimera por donde discurría el sendero en
un momento desapareció la niebla y quedó al descubierto tras la loma un palo
del azul del cielo. Incluso se vieron al fondo las siluetas de unas montañas de
aspecto agreste. De repente la montaña se había vuelto pintora, habían tomado
los pinceles y sobre la paleta había compuesto unos amarillos intensos del
color de la paja y, con un pincel ancho, había cubierto el lienzo que yo tenía
delante de amarillos tostados brillantes que, ahora de nuevo la niebla lo
cubría todo, se fundían disolviéndose poco a poco con la nada blanca de más
allá. La delicadeza de los colores donde el color siena del terreno desnudo y
el verde denso y algo más oscuro de algunos rododendros salpicaban el oro vivo
y pajizo de la hierba hacían de ese lienzo en movimiento un cuadro de una
sencillez y una belleza conmovedora.
Me perdí un par de veces y un par de veces el gps me sacó de
apuros. Los pequeños senderos que dejan el paso del ganado pierden al caminante
que opta por el más ancho, y que cuando al cabo de un rato no vuelve a ver
ninguna señal rojiblanca, un rato largo porque anda enfrascado en la lectura,
echa mano del navegador resulta que en la pantalla del teléfono la flecha de la
posición está, como náufrago en alta mar, en medio de una nada donde ha
desaparecido cualquier rastro de track o sendero. Caminando en la niebla en
terreno desconocido uno no se puede fiar demasiado en el instinto ni determinar
a ciencia cierta la dirección general que ha llevado. En una de esas ocasiones
me costó bajar más de cien metros para retomar el sendero. En la segunda dí vueltas como una peonza un buen rato porque el gps había perdido la posición y
demoró unos minutos en retomarla.
Ahora anochece. Parte de mi equipo, producto de ese chirimiri al
que no das importancia pero que después de un buen rato caes en que eso de
lo que se trata es de un calabobos, se seca en una cuerda.
Mi soledad es esta tarde una soledad de pies calientes y tranquilo
bienestar gracias a estas cabañas con que los franceses han salpicado sus
montañas.
















2 comentarios:
Hola Alberto: la flor que viste es el Aconitum napellus, matalobos, muy venenosa!!!
Acabo de llegar al refugio del Certescan, un modelo de refugio y servicio. Un abrazo.
Publicar un comentario