Mi encuentro con Ignacio y Carmeta

 


Altos de Beret, 23 de agosto de 2020

 

¿Por qué esos ratos de plenitud que nos visitan a lo largo de la vida estarán casi siempre vinculados a esas “raras” circunstancias en que nuestro cuerpo se ha visto sometido a un gran esfuerzo, se ha visto comprometido, ha vivido la incertidumbre de un ¿y ahora qué hago, por dónde tiro?, cuando el frío o la niebla han formado a tu alrededor un ambiente opresivo, cuando en definitiva nuestro organismo se enfrenta a particulares condiciones que ponen a prueba su preparación o su experiencia?

Amaneció tan negra y desabrida la mañana que, mientras miraba por la ventana y desayunaba, casi me entraban ganas de volverme a meter en el saco a esperar a que llegara el buen tiempo. No sé veía más allá de unos pocos metros. La nada de la niebla envolvía la cabaña a modo de mortaja. Salí un momento a echar un vistazo. Lejanamente podría adivinarse un sendero por los alrededores. No muy distantes sonaban las aguas de un riachuelo precipitándose por una accidentada ladera. Si no hubiera sabido que atravesando aquella masa gris corría un sendero que me pondría en comunicación con el mundo habría sentido una fuerte opresión. Pero seguro que sí, que ahí estaba el sendero de las señales rojiblancas y que pese a la niebla él me conduciría entre los barrancos y a través del bosque al otro mundo.

Alabo este mundo de nieblas y lluvias en que me muevo, pero también es cierto que cuando la niebla o el mal tiempo se cierne sobre él durante un largo periodo como si lo oprimiera entre sus manos, enseguida siento la necesidad de poner los pies al otro lado, allá donde el sol es amable o donde un ancho sendero me lleva a los ámbitos de la civilización.

Éstas eran las circunstancias esta mañana, pero sucedió que apenas había caminado media hora, en ese momento el sendero describía estrechas lazadas por terreno abrupto entre las hayas que chorreaban agua como recién salidas del baño, cuando noté que un hilo de plenitud me subía por todo el cuerpo, esa sensación de felicidad de otras ocasiones, raras y esparcidas ocasiones, me subía por dentro despacio despacio como si mi organismo, detectando su presencia, hubiera estrechado los canales de expansión a fin de dilatar esos momentos de gracia. Los musgos de un verde intenso que destacaba sobre la grisura del bosque trepaban por las patas de elefante de enormes hayas cuyas copas ocultaban la niebla, el sendero era una mullida alfombra de hojas, el espacio de visión estaba reducido a unos pocos metros. Éste era el ámbito de mi felicidad poco más allá del amanecer. No sabría decir por qué me encontraba tan bien en ese reducto de soledad. Se lo pregunté a mi cuerpo, pero tampoco él supo darme razón de ello, sin embargo noté que a él le sucedía algo parecido a mí, bajaba más airoso, más seguro, como disfrutando del hecho de mover sus piernas o tensar sus brazos con los bastones en las pendientes muy bruscas. En fin, cosas que pasan.

Eran mil metros de desnivel por un bosque denso, lleno de rincones umbríos y espesa vegetación. Después de algo más de una hora la niebla fue desapareciendo e incluso empezó a atisbarse algún rayo de sol a través de las ramas de los árboles. En las notas que tenía sobre la continuación del GR10 no terminaba de ver claro si aquello me gustaba del todo. Volví a considerar la posibilidad de retomar los trayectos de la Alta Ruta que corrían más al sur y que por otra parte estaban más abastecido de refugios. Albergaba la intención además de ver a Ignacio Aldea, con el que siempre me encuentro cada vez que paso por las cercanías de Viella. Fue el encontrarme con él lo que finalmente determinó mi cambio de itinerario. Cerca ya de Fos lo llamé y una hora y media después allí estaba como siempre, animoso, como si fuera ayer mismo que nos hubiéramos visto. Pasamos a recoger a Carmeta, su chica, y de allí a su casa. Mientras Ignacio preparaba la comida, una paella de chuparse los dedos, que diría mi madre, me deshice de mis atuendos de salvaje, lo metimos todo en la lavadora, me duché y un rato después ya me podía considerar un ser civilizado más ;)


Es encantador encontrar por el camino viejos amigos y volver a resucitar antiguas historias y encuentros y reconstruir los vacíos de aquellos años que llevamos sin vernos. Gracias Ignacio y Carmeta por vuestra cariñosa acogida.

Hoy duermo en otra cabaña, esta vez en lo altos de Beret. Las montañas han vuelto a ponerse su capuchón de nubes. 








 

2 comentarios:

José Luis Moreno dijo...

Que bien se os ve. Un abrazo para los dos

Alberto de la Madrid dijo...

Un abrazo Pepe