Collado de Urkiade, 1 de agosto de 2010
Las seis de la mañana. Llueve. Mi amigo
parece regocijarse de gusto. Le noto cómo adquiere la posición fetal, suelta un
uhmmm de placer y sólo le falta ronronear como nuestro gato Mico subido a
nuestro regazo cuando estamos viendo una película. Había quedado con mi hija en
mandarle un guasap para confirmar que nos veríamos en Aldudes pero
evidentemente eso ya no es posible. Hago lo propio también yo y me sumerjo en
el sueño baja la nana de la lluvia que canta sobre la tela de mi tienda a dos
voces, una la de la lluvia y la otra más brusca de los goterones que se
desprenden de las ramas de los abetos. A las ocho, fuera, me despierta la voz de
José Ángel que, más animoso que yo para caminar bajo la lluvia, ya inicia la
marcha. Eran casi las diez de la mañana cuando decidí que había que menear el
culo y salir a caminar lloviera o no.
El gandul de mi cuerpo remoloneó todavía
un poco en el saco pero no tuvo más remedio que someterse cuando le miré con
cara de o sales ahora mismo del saco o te saco a tortazos. Le sentó bien el
muesli porque después de eso ya no no volvió a abrir la boca, le vi como
recogía pacientemente las cosas, tiraba de las piquetas una tras otra y dejaba
todo en orden para partir.
No era más que un chirimiri algo
impertinente en realidad. Así que nos metimos en la nube mañanera que había
amanecido cubriéndolo todo con el espeso manto de su smog y tiramos para
arriba. Creo que si la forma física de mi amigo hubiera sido la adecuada habría
disfrutado mucho de esta mañana, ya se sabe, esa sedosa calidad del ambiente
que pocos o ningún pintor, que yo recuerde, supo o pudo hasta hora plasmar en
un lienzo. En el cine sí recuerdo algo, en Tarkovsky, algunas secuencias al
principio de Nostalghia, o en uno de Los sueños de Akira Kurosawa en que
unos alpinistas se elevan en la nieve en medio de la niebla.
Caminar en la niebla instila en la
mañana una particular dimensión estética que ningún pintor puede llegar a
plasmar si previamente no ha vivido situaciones similares. La suavidad de cómo
se va abriendo a nuestro paso el paisaje, la sombra indefinida de un haya
solitaria, un espino blanco o un conjunto de brezos arracimados alrededor de un
gran monolito de granito, difusa e imprecisa primero hasta convertirse en
sólida sombra que pasa a nuestro lado como petrificada en la indefinición en
que la niebla los envuelve; el halo de transparente blancura con que quedan
envueltas las rocas, el sendero; el silencio que rodea a este entero universo
extraído de la realidad y transformado en un sueño en materia estética…
Y en este ambiente, como engastado en
una partitura musical, el tintinear suave de la lluvia que a la estética grata
a lo ojos une aquella de la frágil intemporalidad del chirimiri.
En alguna parte de aquel no ver más
allá de cinco o seis metros, debía localizar un sendero que me llevara a
Aldudes. Cuando quise comprobarlo en el gps resultó que me había pasado del
cruce. Volví atrás hasta el punto en que me marcaba el dispositivo. Nada por
allí había que se pareciera a una pequeña trocha. Bajé en dirección norte un
buen trozo buscando señales de ella. Nada. Mi previsión de llegar a Aldudes,
seis kilómetros de bajada, estaba relacionada con la compra de comida y la no
necesidad de llevar encima demasiada agua. La otra opción para llegar también a
Roncesvalles no tenía avituallamiento en el camino, ni siquiera sabía si
encontraría agua, y pasaba por pernoctar en el collado de Urkiaga, donde mis
anotaciones decían que no había “nada”. Como no había otra tampoco lo pensé
mucho. Estaba ante uno de esos “ya veríamos” que surgen de tanto en tanto
cuando uno empieza a meterse en el cuerpo de una aventura. Ya vería.
Y seguía lloviendo. No se crea que
porque a uno le chifle la cosa de la estética no por eso echaba de menos que
ésta le diera un respiro. Un buen rato más tarde me encontré con un caminante
buen conocedor de la zona. Me habló con pelos y señales de un par de lugares. A
la media hora me tropecé con la borda que me había indicado. Un asunto menos por
resolver.
Bueno, lo de después fue de cuento. Hay
hayedos que, benditos ellos, constituyen un mundo encantado por sí solos. Esos
pies que tantas veces nombré como de enormes elefantes cubiertos por el verde
brillante, verde brillante sobre la blancura nívea del tronco aparecidos entre
la bruma; belleza de formas y colores que la niebla acariciaba aplicando el
blanco transparente sobre el lienzo del bosque. El hayedo, en este caso de
altos y espigados troncos como columnas dóricas de un enorme templo griego,
sumergiéndose poco a poco en la oscuridad de la apretada vegetación por donde
corre un mullido sendero que las hojas muertas de muchos otoños han cubierto
para enriquecer las sensaciones del caminante que atraviesa el bosque como
sobre las estancias de un palacio cubiertas de esperas alfombras.
Y las maravillas de una mañana de niebla
no acaban ahí, que están también las laderas cubiertas de helechos en las que
algunos despuntan tal brillante trigo en sazón con el siena tostado de sus
hojas. Y los delicados brezos enanos recogidos en diminutos grupos redondeados
en los que las pequeñas campanillas malvas de sus puntas brillan llenas de
agua. O lo piornos, también enanos, de amarillas y diminutas flores en forma de
casco medieval.
Y lo uno siguiendo a lo otro, los
hayedos a los helechos, los prados donde el sendero se pierde a lo conjuntos
rocosos diseminados por ladera como para dar diversidad al entorno.
Todo esto sin mencionar mi consabido
cansancio que fue a más y del que parece que no me fuera a desprender en todo
el verano. En la hora tercia terminé por refugiarme en uno de esos emplazamientos
en los que los cazadores se ocultan silenciosos esperando el paso de un rebeca
o un ciervo de gran cornamenta. Al menos allí no me molestaba el viento. Me abrigué,
hacia frío. Comí algo, tomé una vieja ración de agua para tener contentos a mis
riñones que están insoportablemente reñidos conmigo y quince minutos después ya
estaba en el descampado dominio de la nada buscando de nuevo las señales
rojiblancas. Señales que de vez en cuando parecían jugar al escondite conmigo y
que me obligaban a sacar el gps para saber en dónde coño se había metido el
camino.
El último hayedo, tan bello como los anteriores, me dejó en el asfalto del puerto de Urkiade. Durante todo el rato me fui resignando a esa ”nada” del puerto que señalaban mis anotaciones. Eran las tres de la tarde. No me quedaba otra que poner la tienda donde pudiera. La niebla continuaba ahí impertérrita y mi cansancio era impertérrito. Me había encontrado cerca un bunker de hormigón de la última guerra y le había echado un vistazo por si estuviera habitable, pero no, setenta otoños lo habían llenado de hojas hasta la coronilla. Estaba cruzando la carretera en el puerto buscando un llano de metro y medio para mi tienda cuando más arriba a la derecha vi que había una construcción forrada de troncos. Circunspecto, para allí me fui. Puse la mano sobre el manubrio de la puerta y, date, éste cedió. Un prefabricado que algún iluminado tuvo la ocurrencia de gestar en su cabeza y que va a hacer posible que pase toda la tarde y noche a cubierto. Dos habitaciones, en la de la izquierda mesa y dos bancos de madera, y en la de la derecha dos literas. Perfecto. Llevo algunas cosas mojadas, las tiendo, me cambio de ropa, hincho el colchón y, bendito cansancio, inmediatamente quedo dormido. Ya habrá tiempo más tarde para comer algo y cumplir con mis deberes de escribano.
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