Els Vilars, 13 de septiembre de 2020
Ermita de Santa Lucía (La Junquera) – Els Vilars.
Tirado a la sombra de una encina, lleno el cuerpo de calor,
todavía bajo el mosquitero el zumbido de las moscas y el despertar perezoso,
sí, lleno de calor, con el estómago lleno de las sobras que he encontrado en la
vieja cantina de Recasens, que no era cantina ni nada, un caserío, sólo la
generosa disposición de una mujer madura de ojos azules que me ha vendido un
bote de cristal de judías, unos guisantes, dos huevos, un poco leche y algo de
pan. Todo eso para atravesar treinta kilómetros de monte ardiente sin una fuente
o lugar donde tomar un refrigerio. Me enseñó un armario, dos estantes con
paquetes de pastas, mermeladas, no más de tres o cuatro cosas. Todo a un euro,
decía un letrero en catalán sobre el armario. Me he quitado el mosquitero de
encima y ahora de tanto en tanto corre una brisa por el encinar, sólo
esporádicamente. Pero qué bendición cuando se acerca y la oigo venir desde mi
calor y termina pasando como una fresca caricia sobre mi cuerpo. Debería hervir
lo huevos para que no se estropeen pero lo impide la deliciosa pereza que ha
dejado en mi cuerpo la siesta.
Las cuatro y media ya. Frente a mí amarillea lleno de otoño un árbol de hojas lanceoladas. Qué perezoso eres, me digo, años atravesando bosques y todavía no pasas de conocer por el nombre más que un puñado de especies. Debería levantarme, sí, pero ah ésta graciosa laxitud que me embarga. Mi hacer nada, contemplar los añosos troncos de las encinas, el pasto seco, los brezos que caen sobre mí protegiéndome del sol. A eso de las dos de la tarde, cuando el sol caía de lleno como en aquel poema de El Cid de Manuel Machado, observé que mi mapa señalaba una fuente un poco más abajo. Un leve sendero atravesaba la carrasca. Lo seguí. Debió de ser un lugar de tránsito hace tiempo, pero ahora la senda casi había desaparecido. A unos doscientos metros me di con un cartel que decía “font”. El suelo estaba algo húmedo, pero ni una señal de la fuente. Di la vuelta a una apretada vegetación que impedía el paso y helo, un pequeño muro, un caño, pero ni pizca de agua.
Esta mañana también se veía el mar poco después del amanecer. Volví a ajustar mi horario a los tiempos de calor y las cotas bajas y el despertador sonó a las seis y media. Ayer tarde no había puesto el doble techo de la tienda y era un gusto despertar y tener encima las estrellas y un pedacito de luna. El hábito de dormir en la tienda con todo a mano y sin problemas de mosquitos u hormigas que se te suban por encima, aunque por el lateral pueda contemplar la noche, me impedían ese tener a las estrellas y a los árboles a la vista cuando cerraba los ojos para dormir, así que no poner el doble techo convierte a mi noche en un agradable despertar cuando, adormilado, abro los ojos para darme la vuelta.
Recuerdo que una vez escribí un post que debía de llevar un título
parecido a esto: “Si alguna vez estás realmente jodido no busques un psicólogo,
encuentra una amante y serás un hombre nuevo”. La recomendación venía de Bucay,
autor de éxito de libros de autoayuda en aquella época. Bucay evocaba los
milagros que una nueva amante pueden producir en el organismo y yo me hacía eco
de ello alegremente porque había probado tal medicina con un éxito mucho más
notorio que el que anteriormente me había proporcionado la creencia en un dios.
Bueno, pues no paran ahí los beneficios de un nuevo amor, que hoy Desmond
Morris, mientras yo arremetía la cuesta más agotadora de la jornada, añadía a sus
beneficios la certeza de que una vez metido en ello la barriga, el estómago,
esa protuberancia cervecera que los varones maduros echan con los años al punto
de que a algunos, los casos más extremos, les resulte dificultosa la cópula, una vez enamorados, sí, la barriga iba a remitir tanto como para convertir el
cuerpo del amante en un nuevo apolíneo. Lo dice Desmond Morris que es una
autoridad en el campo de la antropología y otras materias de útil conocimiento.
He aquí la cita: “En los tiempos modernos, los varones maduros, que hicieran un
culto de la juventud y la potencia sexual, luchan desesperadamente contra la
casi inevitable inversión de la silueta. Se imponen una dieta implacable,
realizan ejercicios físicos, se ponen fajas apretadas y contraen lo mejor que
pueden los flojos músculos del vientre. Desde luego, su tarea sería más
sencilla si se enamorasen de vez en cuando. Descubrirían que una aventura
amorosa es tan eficaz como la dieta, la faja y el ejercicio físico juntos. Bajo
la influencia de sus emociones pasionales, los músculos del vientre se
contraerían automáticamente y mantendrían su contracción, pues, por el simple
hecho de enamorarse, aquellos hombres volverían auténtica y biológicamente a
una condición juvenil, y su cuerpo se esforzaría en estar a la altura de las
circunstancias”. (Desmond Morris. Comportamiento íntimo).
Las cinco y media de la tarde. He
hervido los huevos y con el agua sobrante me he hecho un té. Tengo la sensación
de que hoy no arranco de aquí, un milagroso y apacible rincón en medio de la
nada con un letrero que pone “Fuente”, pero donde no hay agua. Calculo que me
queda algo más de litro y medio y veinte kilómetros por delante para llegar a
un lugar civilizado, Vilamaniscle en este caso. No es mucho para un riñón
quisquilloso como el mío… Quizás pruebe a caminar con el sol más bajo todavía
para comprobar si esas tres fuentes más que aparecen en el mapa están secas o
no. Pienso en Igor, el de los pies ligeros, y le imagino ya dándose un baño en
alguna playa de Port de la Selva. Nunca entendí el cuento ese de la tortuga y
Aquiles. Yo soy la tortuga e Igor es Aquiles y por fuerza la tortuga ha de
llegar al mar al menos con dos días de retraso pese a la filosofía y pese a los
griegos.
A última hora de la tarde me llega un whatsapp de Igor que ya ha
llegado al mar. He estado mirando mis notas y también yo estaré mañana junto al
mar, en Llançá.
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