No existe el salvaje perfecto

  

Ermita de Santa Lucía (La Junquera), 12 de septiembre de 2020

La Vajol – Ermita de Santa Lucía.

 

Despierto. El viento mueve con solemnidad las copas de los altos árboles, un soplo que viene de lejos y poco a poco se aproxima hasta deshacerse sobre las copas como grandes y parsimoniosas olas sobre la playa. Me siento el cuerpo, sí, con el resto de cansancio que la noche no ha sido capaz de mitigar. No tengo prisa, escucho al viento, miro los retazos del azul del cielo que se cuelan entre las hojas. El recuerdo de la película de ayer me viene a la memoria, los estragos de una creencia religiosa equivocada, Retorno a Brideshead, de Julian Jarrold. Canta un pájaro desconocido. Una agradable pereza se ha apoderado de mi cuerpo. Me gusta esta vida, el viento, el cansancio, ese pájaro que desde alguna rama cercana me anuncia el nuevo día. Zumba una mosca a mi lado. Viento, mosca, pájaro, la dicha de los sonidos, la libertad de no estar sujeto a nada, la temperatura casi un caricia, el sueño reparador, el desayuno caliente dentro de un momento. Me tengo que levantar. Debería llegar a comer a La Junquera. La mayor parte bajada. Luego sí, después a la tarde habrá de subir con la hora del sol y el sudor corriéndome por todo el cuerpo. Un agradable paseo para desentumecer mis piernas, mis músculos todos. Estoy vivo, existo, soy parte del bosque y me acompaña el canto de los pájaros. El sol ha empezado a penetrar en este mundo de sombras. Pequeñas manchas doradas han comenzado a cubrir de oro la hojarasca .

Bato el capuchino, así da más espuma, esa que te llena los labios hasta formar un pequeño bigotillo. Enciendo el primus. Atento a la estabilidad del poto que ya alguna vez aterrizó en el suelo con todo su contenido, así que no sería la primera vez que pasa. El viento azuza la llama. El sabor dulce y almendrado de las barritas de muesli cuando las voy partiendo con los dientes y las dejo caer sobre el café con leche. El primer contacto de los sabores con mi paladar, otro intercambio de los sentidos con el mundo que me rodea. El laborioso trabajo de las abejas llega en forma de miel a mis labios. Después vienen las pastillas. La tamsulosina, encargada de dilatar la uretra, se me esta acabando. Atento. La advertencia del urólogo, no deje usted de tomarla, me pone sobre aviso. La tamsulosina pertenece como otras tantas cosas al otro mundo, pero vivir en éste requiere no poder prescindir del otro. La tarjeta del banco también es del otro mundo. Aunque uno pertenezca a los bosques y las montañas debe llevar dinero en el bolsillo. No existe el salvaje perfecto.

Es un caluroso día de verano. Pistas antojadizas que suben o a veces bajan. Busco en mi biblioteca uno de los libros de Desmond Morris. A este autor lo puede leer cualquiera, escribe para los borricos como yo que no pueden prestar una meticulosa atención a la lectura y se pierden cuando la lectura adquiere cierta hondura, como me ha sucedido con Steven Pinker y su Cómo funciona la mente, que he tenido que abandonar de momento porque es incompatible con mi caminar. A Desmond Morris hay que leerlo para mejor comprendernos a nosotros mismos y a los demás. El libro que elegí entre los cuatro que hay en mi teléfono es Comportamiento íntimo. “La intimidad se produce cuando dos individuos establecen contacto corporal. La naturaleza de este contacto ya sea un apretón de manos o un coito, una palmada en la espalda o un cachete, una manicura o una operación quirúrgica constituye el objeto de este libro”. Así que es obvio empezar el texto con los primeros contactos que mantiene el bebé nada más nacer y que señalan una dirección que nos ocupará la vida entera siempre lidiando entre la dependencia del contacto con la madre, la novia, la esposa, y la autonomía, que sitúa al individuo desde la infancia y la adolescencia en un continuo tomar partido y de cuya decisión depende el crecimiento personal o el sometimiento bajo la influencia de una mal entendida educación que queriendo proteger al niño o al adolescente le impide desarrollar una personalidad autónoma. La película que veía la noche anterior, Retorno a Brideshead plasmaba dramáticamente las consecuencias de una educación de los hijos que sólo atendía a un espíritu de sobreprotección y a la obsesión de la madre para transmitirles tal cual sus obsesiones religiosas y de clase social.

Naturalmente el capítulo siguiente no podía referirse a otra cosa que los asuntos que se derivan del contacto sexual. Había un punto en el relato en que la cosa llegaba a ser cómica cuando se analizaban ciertos aspectos del comportamiento femenino y el simbolismo que pueden encerrar muchos de sus actos. Labios pintados de rojo que se vinculan al color rosado de los otros labios, ombligo que antes eran redondos en el cine y los fotógrafos y que la moda poco a poco lo revierten de manera que aparezcan de trazo vertical, más parecido a la vulva que el redondo asimilado al ano; los tipos de nalgas y vestimenta más adecuados en cada época para atraer al sexo opuesto. O los hábitos de otro tiempo de cubrir las partes pudendas del hombre primero con una llamativa tela destinada a imitar una erección, más tarde con ajustados pantalones. Obviamente me interesó más el capítulo dedicado a las mujeres que describía las mil y una manera en que éstas a través de los tiempos habían tratado de captar la atención de los hombres resaltando, insinuando o mostrando parcialmente determinadas partes del cuerpo mediante vestimentas concretas. Llegó a tal la cosa imaginando todas estas trapacerías de hembra que el asunto llegó a ponerme a tono. Es muy sugestivo y prometedor eso de imaginarse a seres del otro sexo en disposición de sutiles, y no tan sutiles, y bienvenidas maquinaciones, algo que ya de por sí tiene una carga erótica que para seres sensibles como el vagabundo es más que suficiente para invitarle a buscar un discreto rincón de intimidad entre la espesura del bosque. Sigue un largo paréntesis en que ni las hojas de los árboles se mueven.

El calor en La Junquera es insoportable. Me quita el apetito, apenas puedo con un poco del segundo plato. El último trozo del camino me ha dejado en baja forma. Cuando salgo del restaurante lo único que quiero es encontrar una sombra para tumbarme y echar una siesta. El mosquitero va al fondo del macuto desde el tramo de Navarra así que no me atrevo. Caminar tiene sus ritmos y sus horas. Hoy por culpa de la película de anoche equivoqué mis horarios. Cuando hace calor hay que despertarse de noche y ver amanecer por el camino. Es criminal subir el cuestón que me espera con este calor. A la salida del pueblo me tumbo a la sombra de la primera encina que encuentro. Pasan unos chicos. Les pregunto: ¿tiene agua la fuente de la Ermita de Santa Juana? Sí, sí tiene. La ermita está a una hora. Quizás sea un buen sitio para quedarse, pero eso después, cuando haya pasado un poco este calor. Las gallinas son inmunes al calor, parecen cigarras colgadas de los pinos en pleno verano.

Pararse a echar un siesta a la vera del camino, o a escribir un diario, sí que pertenece a la exclusividad de este mundo. Espera; me quito las botas, pero antes busco una posición más adecuada para el panel solar. Porque tanto cine, el ajedrez, la escritura o la música que me manda hoy Jorge Túa por whatsapp tiran mucho de batería. Si tuviera que volver a hacer el macuto para marcharme de nuevo no podría prescindir de ese kilo que pesan las baterías y el panel, en realidad apenas podría prescindir de nada. Hace días le pregunté a Toni, que hacía la Alta Ruta. Llevaba cuatro kilos menos que yo, pero él no llevaba botiquín, ni tenía problemas en el riñón, ni leía, ni veía cine o escribía, y por tienda sólo llevaba una especie de poncho.

Todavía sudo tinta tras este descanso para llegar a la ermita, a la fuente de la ermita quiero decir. Es un lugar acogedor. A esta hora ya no hay nadie.


 

 

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