La Vajol, 11 de septiembre de 2020
Albanyá – Massanet de Cabrenys – La Vajol
La noche anterior, sobre Albanyá, mientras contemplaba las
estrellas desde mi tienda me sonreía recordando el final de una de nuestras
aventuras familiares más querida y que concluyó precisamente allí. Los mellizos
tendrían entonces once o doce años. A la vieja furgoneta en la que pasábamos
los veranos viajando por Europa u Oriente Medio se le había fundido una biela
en una de las salidas que hacíamos por entonces con las bicicletas y cuando
llegó el verano nos encontrábamos despistadísimos sin saber muy bien qué hacer
después de tantas vacaciones dedicadas a movernos de aquí para allá con una
vieja furgoneta que habíamos adaptado para vivir los cinco. Al final decidimos
venirnos al Pirineo para atravesarlo de parte a parte caminando. Al principio
fue agotador hasta que nuestras piernas se pusieron a tono con el esfuerzo que
exigía aquella aventura, pero pasada la primera semana, todos hacíamos
habitualmente montaña entonces, todo marchó bien. El despertador sonaba antes
del alba, hacíamos el desayuno en nuestra tienda y después lo pasábamos a la
tienda de “los niños”. Para Victoria y para mí nuestros hijos, a pesar de pasar
de los cuarenta años los tres, siguen siendo los niños. Olvidé mucho de toda
aquella magnífica trotada familiar, quedaron algunas anécdotas, un día en las
cercanías de Irati que ni siquiera nos dio tiempo a poner las tiendas porque
los cinco nada más llegar quedamos totalmente dormidos de puro cansancio y que
despertamos cuando el sol de la tarde vestía de caramelo el final del día;
recuerdo el macuto de mi hijo Guillermo que siempre parecía la Torre de Pisa,
todo metido en la mochila y según caía, o cómo Mario y Guille se picaban en ocasiones
para alcanzar los primeros un collado, o nuestra hija Lucía a la que las
cuestas muchas veces se le hacían imposibles, pero que no dejaba de acicalarse
y ponerse “sus joyas” cuando entrábamos en un pueblo.
Toda aquella aventura terminó precipitadamente antes de que
llegáramos al mar en Albanyá. En alguna parte bastante antes de llegar al
pueblo nos perdimos. Yo he sido siempre muy malo orientándome, pero en aquella
época de brújula, falta de señales y mapas del año catapún, era sin embargo
mucho más cuidadoso que ahora. Sin embargo nos perdimos sin remedio. Dimos
vueltas arriba y abajo, retrocedimos, volvimos a extraviarnos y en una de
aquellas nos tropezamos con un perro. Quizás el perro sabía donde estaba. Así
que esperamos a ver si tomaba la iniciativa, pero ni flores. Mientras tanto le
bautizamos; le pusimos Bartolo. Estábamos perdidos pero contentos, ahora éramos
uno más en la familia. La espesura del bosque hacía imposible el avance en
cualquier dirección. Además estábamos tan adentrados en él que era imposible
tener ninguna referencia. A última hora la única salida que encontramos fue
remontar un río por su cauce. El agua nos llegaba a veces más allá de la
cintura. Una poza, otra y mientras tanto Bartolo que no quería perdernos de
vista atravesaba las pozas a nado y cuando llegaba al otro lado se sacudía el
agua.
¿Qué sucedió más tarde? Pues que llegó un momento en que un salto
de agua nos cortó el paso. No había otra solución que regresar por donde
habíamos subido, ahora río abajo. Si hubiéramos estado rodando una película en
plena selva virgen no habría sido muy diferente. No recuerdo cómo salimos de
aquella. En algún instante encontramos una senda, después una pista, más tarde
una granja de cerdos que mi olfato se encargó de memorizar hasta ahora y
después sí, casas, estábamos al fin en Albanyá, un nombre que ninguno de mi
familia olvidará nunca.
Nos encontrábamos tan exhaustos, tan cansados que hasta nos
permitimos comer en algún restaurante o posada. No era poca cosa entonces, la
economía familiar no permitía otra que atravesar el Pirineo con toda la comida
encima. Creo que fueron dos o tres veces las que usamos los refugios para comer
en toda la travesía.
Aquella noche dormimos como benditos en una chopera del pueblo.
Todavía hoy conservo frescas las sensaciones de aquella noche, el tremendo
cansancio de todos, Bartolo acurrucado a nuestro lado, los seis uno al lado del
otro contemplando al fin en paz las estrellas entre las ramas de los árboles.
El cansancio era tan grande como nuestra felicidad. Al día siguiente un taxi
nos devolvió a la civilización. Las ganas de meter nuestros pies en las aguas
del Mediterráneo, rito con el que debía terminar aquella travesía,
languidecieron ante el cansancio que habían acumulado nuestros cuerpos.
Hoy, no sé si al hilo de la experiencia anterior, hace
aproximadamente treinta años, abriéndome paso otra vez en lo más tupido del
bosque, sentía un profundo agradecimiento por tanta gente anónima que ha
trabajado y trabaja para diseñar senderos, enlazarlos, crear grandes rutas,
mantener las señales, colocar hitos, restaurar caminos. Deben de ser una legión
en toda Europa y yo, que solamente soy usuario de esos senderos, miles y miles
de kilómetros de senderos que he pisado, me sentía en enorme deuda con toda esa
gente anónima que ha dedicado tanto tiempo de su vida a hacer posible que la
mía sea más plena gracias a ellos y a su trabajo.
No sólo en este aspecto de los senderos, claro, son legión la
gente anónima que sin ánimo de lucro trabaja para hacer posible el bienestar de
los otros. Hay que recordarlo de tanto en tanto, que si es verdad que el mundo
está lleno de hijoputas, también lo es que el mundo está repleto de gente
maravillosa y solidaria.
Los apretados bosques de robles y bojes con sus ejemplares de
acebo hoy dieron paso primero a los pinares, más luminosos y habitables con las
sendas cubiertas por el rubio de la pinácea, y más tarde a los encinares, los
alcornoques, y el terreno amable de senderos menos tortuosos.
En uno de los altos me sorprendí gritando: ¡Hostia!, si es el mar.
A lo lejos, en la base de unas montañas, éstas se remansaban junto a una
superficie brillante donde se reflejaba el sol. Todavía me quedan algunas
jornadas para llegar a él, pero me daba cierta alegría tenerlo ahí casi al
alcance de la mano después de más de cuarenta días de haberme despedido del
Cantábrico.
Después de aquel alto todavía el sendero se sumergió en la umbría
de un barranco. Decidí parar junto a la música del agua. Un pequeño arroyo
corría cantarín por medio de un bosque oscuro y silencioso. Las yedras,
sedientas de luz, trepaban vigorosas por los troncos de lo árboles a la
búsqueda de un poco de sol.
Hacia el final de la jornada mis notas anunciaban un albergue para caminantes en La Vajol. Me dije, mira, una ducha y acaso hacer la colada no te vendría mal. No es que me atrajera la cosa, pero bueno… En la puerta del albergue había un teléfono. Respondió una señora mayor. En tres minutos estoy ahí, me dijo, son treinta euros. Le evité la molestia del paseo de tres minutos. Lo del albergue en la página que lo encontré sonaba como una deferencia del ayuntamiento. Joder, con la deferencia. A quince minutos bajando hacia La Junquera encontré un lugar ideal entre las encinas, que además tiene un habitante nocturno que me recuerda que las altas montañas han quedado atrás, un cárabo cada pocos minutos intenta alentar con su monótono canto a alguna hembra.
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