Igor el de los pies ligeros

  

Por los montes de Albanyá, 10 de septiembre de 2020

Coll Roig – al este de Albanyá.

 

Eran pasadas las diez de la noche y me disponía a dormir cuando el haz de luz de una linterna cruzó la oscuridad. Joder. Era imposible imaginar un lugar más intrincado y lejos de la civilización que ese collado. Y además a esas horas. No podía tratarse más que de uno de esos hermosos locos que recorren el mundo ajenos totalmente a los hábitos del resto del mundo civilizado. Benditos locos, sí. Pues allí estaba Igor rastreando en la oscuridad un lugar para descansar de una larguísima caminata dándose de bruces con un sapiens en medio de la oscuridad. ¿Igor el príncipe?, pregunté, porque a mí eso de Igor me sonaba a cosa de alcurnia y si no a nombre relacionado con la mitología nórdica. Aunque hablaba bastante bien el castellano no llegué a enterarme del todo si era de la Francia meridional o polaco. Estaba exaltado, era una máquina de hablar sin rostro, sólo una voz que me contaba algo de un coche que se le había estropeado y que era el embrague pero que era difícil que fuera el embrague si el humo salía por el tubo de escape. Eso había discutido con su amigo Albert que era el que le había mandado unos deportivos a Irún que sustituyeran a los que habían muerto en el trayecto Cap de Creus al Cabo Higuer en el Cantábrico. Que luego de atravesar el Pirineo de este a oeste, ya con los deportivos nuevos le quedaba por hacer el recorrido contrario ahora por el GR11. Benditos locos, ya te digo. Y además hoy había caminado desde Molló desde las siete de la mañana hasta las diez de la noche y además ni siquiera se le había ocurrido coger agua en la ermita de Sant Aniol d'Aguja. ¿Hay agua por aquí?, preguntó nada más llegar. Tócate los cojones, pensé considerando lo absurdo de la pregunta. Venía seco. Y lo que sabéis, dad de beber al sediento y el Reino de los Cielos será vuestro. Menos mal que había cargado con dos litros y medio por la cosa del riñón y porque desde donde estaba habría necesitado casi cinco horas para conseguir una poca. No tenía ganas de poner la tienda, soy… dudó pero encontró la palabra inglesa para decirlo, soy, dijo en inglés, lazy. Ya, perezoso, pero vas a amanecer empapado. Y pensé para mí que lo mismo era capaz de echar un sueño de un par de horas y salir pitando. Después de un corto rato todavía de conversación me avisó de que roncaba. Me despiertas sí ronco, ¿eh? Así que esa noche dejé el estuche de los tapones de cera a mano.

Igor, como Aquiles, el hombre de los pies ligeros, había volado cuando me desperté. Frente a la puerta de mi tienda, bajo un piedra, había una nota: “Buen día y buena continuación, Alberto. Hasta otra vez. Igor” y añadía un correo y un teléfono. Misteriosas amistades de las que sólo puedes conservar la exclusividad de la conversación, una voz y la pasión por caminar. Nada del rostro, del aspecto, ningún dato físico que te ayudara a reconocer a un improvisado amigo que hiciste en la total oscuridad de un collado de una sierra de complicada orografía.

Este mañana me siento feliz. Ha amanecido amable y despejado y en algún momento me oigo cantar mientras preparo mi desayuno, café con leche y trozos de pan, no hay otra cosa, como desayunaba cuando iba al colegio de niño.

Una hora más tarde en el soleado collado de Bassegoda me encontraría con Clara y Chavi salidos hace unos días del Cap de Creus y con la intención también de alcanzar el Cabo Higuer en la otra punta de los Pirineos. Chavi que tiene sus dudas para cuando Clara se vaya, sólo dispone de veinte días libres, habla con las manos, los ojos, los brazos y quiere hacerse a la idea de que resistirá tanta soledad. Además, dice, dos resuelven mejor los problemas que uno. Clara le mira, me mira y sonríe. Son muy jovencitos y se ve a las claras que están loquitamente enamorados el uno del otro. Luego me hacen la crónica de todos los que me preceden, primero de todos Igor, el de lo pies ligeros, con el que se han encontrado una hora antes, después una pareja mayor que se lo toman con calma y llevan cincuenta días de travesía y que caminan una jornada por delante de mí.

Al poco rato de dejar atrás el refugio de Bassegoda la senda se convierte en una pista hormigonada, ocho kilómetros hasta Albanyá, y entonces caminar pierde toda la gracia que la apretada vegetación y las revueltas del sendero dan a la mañana. La pesantez del hormigón quiebra la belleza que una estrecha senda zigzagueando entre las encinas y los robles proporciona al caminante. Este brusco paso del mundo encantado del bosque umbrío con sus rincones silenciosos y en penumbra, con sus tapizados de musgo y con su alfombrado de hojas muertas ha sido fulminado por el hormigón. Ahora toca caminar por una aburrida y desolada pista.

Comí muy bien en el camping cercano a Albanyá y después de hacer la compra volví al camino, ahora los pinares que se alzan a levante del pueblo.

Cuánto te falta para terminar, me pregunta mi hija. No sé, cinco, seis, siete días, pero no vuelvo a casa le contesto. No sé todavía donde iré después de avistar el mar, no lo sé, acaso otras montañas en algún lugar de España. Veremos.


 

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