Pertenezco a los bosques y las montañas

Tras la lluvia un momento de espléndida paz

  

Coll Roig, 9 de septiembre de 2020 

Coll Joel, La Garrotxa –Collado de Talaixá – Ermita de Sant Aniol d'Aguja – Coll Roig.

 

Llueve toda la noche. Suena el despertador, el agua golpea con fuerza sobre el techo de mi tienda, compruebo que dentro todo está seco y me arrebujo en el saco de dormir como un niño feliz que esa mañana no tiene que ir al colegio. Felicidad de que esté lloviendo. Sueño, vivo una vida paralela en una casa que habito sólo en los sueños, y que alguna vez sospeché sea la de la vida real mientras que ésta de ahora la que transcurre en este momento en el Pirineo pudiera ser la del sueño. No estaría yo muy seguro afirmando cuál de las dos es la que tiene más consistencia de carne y hueso. Me despierto un par de veces más, el agua continúa su inmutable tarantela. A las nueve y media lo hago sorprendido por el silencio y una repentina claridad. Asomo la cabeza por la rendija superior de la cremallera. Algunas nubes se arrastran perezosas por las laderas de las montañas que tengo delante. Se acabó el calorcito del saco. Ya casi me había hecho a la idea de haraganear todo el día en él. El amigo Santiago Pino me había mandado el día anterior un aviso de temporal. Ten cuidado, decía, y la mejor manera de tener cuidado era dejar bien instalada la tienda y hacer nada, esperar que el tiempo aclarase.

El bosque esta mañana está precioso, camino como un niño que estrena zapatos nuevos, admirado de donde estoy, contento por la suerte de atravesar esta maravilla que se abre exclusivamente para mí con su escenario de delicada belleza. La lluvia de toda la noche ha producido un milagro a ambos lados del sendero. Los troncos con su capa de musgo de vibrante verde parecen vestidos de gala para alguna clase de fiesta. ¿Será necesario, me pregunto, que las cosas se pongan algo mal, un temporal, una tormenta, una lluvia algo aparatosa, para que puedas encontrarte a continuación con un pedazo de plenitud vibrándote dentro del pecho? Plenitud esta mañana que brota del simple hecho de estar vivo y palpitante en medio de esta arrebatadora belleza que me rodea, el bosque que despierta con la pilosidad de sus troncos como barbas desarregladas y brillantes sobre la penumbra apretada de los robles, el río de nuevo cantando feliz abajo en la angostura, una ligera niebla que apenas tiene la consistencia de un velo de seda y que dejo atrás en el momento que oigo alguna voz más abajo. Son dos bilbainos que han hecho noche en el refugio del collado de Talaixá y que suben tan contentos como yo admirados por esta mañana de muselina y verdes de lujo. Uno de ellos ha resbalado y ha metido el pie hasta la rodilla en el río, pero igualmente está feliz, ya se secará dice. Caminantes del GR11, que con menos tiempo libre que yo cubren su segundo recorrido. El pasado verano terminaron en Albanyá y este año harán una semana más de la travesía.

El sendero está repleto de un mullido tapiz de hojas que a veces me obliga a detenerme a contemplarlo. En una de estas ocasiones me llama la atención una hoja de castaño que reposa blandamente sobre el musgo. Me paro a fotografiarla. Recuerdo otras muchas hojas abandonadas sobre los senderos que he fotografiado en muchas partes del mundo y me asalta la sensación de que mi naturaleza esencial pertenece a los bosques y las montañas. Soy parte de ellos como lo son el musgo que cubre los troncos y las rocas.

Tras una curva del sendero aparecen las ruinas de una casa. Sobre las rocas está escrita la palabra Talaixá. Recuerdo perfectamente ese muro y esa palabra en rojo de mi último paso por aquí. Esta es la tercera vez que me paro ante aquellas ruinas. La primera procedía del Mediterráneo y aquella palabra y las circunstancias que la rodearon me llevaron aquel otoño a escribir una novela. Había encontrado en aquel collado, algo narré de ello al principio de esta travesía, a un hombre con más de ochenta años que vivía sólo en una de las casas durante todo el año. Un amante de la soledad que pasaba sus días en plena contemplación. Con la familia en Barcelona a la que veía una vez al año, pero asentado allí con la idea de permanecer hasta el mismo momento de su muerte. El nombre de Talaixá, que iba a servir de título a mi novela al final lo cambié por Taxila, una legendaria ciudad que supuso el límite del avance de Alejandro Magno hacia Oriente. La novela llevaba el título de Camino deTaxila, y tenía como referente una especie de itinerario hacia una ascesis que finalmente se convierte en un retorno al hogar tras un largo viaje a lo profundo de la India.

El collado, donde se erigen varias viviendas y que en los años cincuenta tenía una población de ciento ochenta vecinos, hoy dispone de un refugio y de una construcción más amplia que el dueño alquila los fines de semana a grupos. Estoy tomando un tentempié y aparece éste, un hombre en los cincuenta con el que mantengo una larga e instructiva conversación. Le cuento enseguida que en el verano del año 2000 había conversado allí mismo con un hombre mayor que vivía solo en el lugar. Sí, Rodri, me dice, murió en el invierno de ese mismo año en que le vio usted. Y me muestra una placa fijada sobre el dintel de la puerta del refugio. “RODRI. La fuerza de tu corazón permanecerá eternamente en Talaixá. 1914-2000”.

La economía de aquel pueblo en los años cincuenta, me cuenta, esencialmente estaba basada en la fabricación de carbón de encina y en el contrabando. El actual refugio terminó convirtiéndose posteriormente en cuartelillo de la guardia civil. Le pregunto a Hilario por los puntos de acceso al collado; una hora y media por cualquiera de las dos vertientes a través de un pequeño sendero. Estamos en una sierra tremendamente abrupta y difícil de atravesar y hoy cuesta entender una población de dos centenares de personas totalmente aisladas del mundo y sin accesos de pistas o similares. Comenta Hilario la curiosidad de que la casa que alquila, un lugar en el collado en el que no vive nadie y al que él sube los fines de semana para atender a sus clientes, no sabe si por el Covid o qué, tenga una inusitada demanda este año precisamente. Me dice que lo reserva a grupos, con el Covid hasta un límite de diez, y que tiene todo ocupado hasta el mes de diciembre. ¿Le ha venido a la gente un deseo improrrogable de soledad, de alejarse cuanto pueda de posibles focos de contagio?

Recuerdo de la primera vez que pasé por aquí haber hecho parte del sendero oyendo La pasión según San Mateo, de Bach, un día en que una emoción muy especial fue suscitada por aquella música. Uno se encuentra consigo mismo en particulares momentos del pasado, a veces la razón que contribuye a ello es el paisaje, otras como hoy es una novela escrita veinte años atrás en que el protagonista, en cierto modo trasunto del autor, vuelca inquietudes, amor y aventura en las páginas de un libro; o se encuentra en la música, hoy de Bach. El vagabundo, que es un verdadero ignorante de los entramados de la música, se admira de que la emoción que vuelve a suscitar en él esta misa que oye con tanta frecuencia como El Magnificat o algún número de cantatas, quede grabada en él con tanta intensidad. Apenas recuerdo nada de este entorno que he atravesado dos veces y sin embargo soy capaz de recuperar qué música escuchaba en un preciso punto del trayecto.

Una hora y media más tarde paro en la ermita de Sant Aniol d”Aguja donde un refugio en construcción y la misma ermita llevan décadas en estado de permanente trabajo. La soledad del lugar sólo es interrumpida por el sonido cantarín de la fuente. Hilario me ha dicho que lloverá después de las dos de la tarde y había pensado quedarme allí. Miro el cielo, está pichí pichá, pero decido arriesgarme. De tanto en tanto, desde el sendero que corta la ladera y a cuyos pies rompe un precipicio, se abre una ventana a este mundo salvaje y de apretadísima vegetación de La Garrotxa, un terreno en apariencia transitable exclusivamente para jabalíes y escurridizos animales imposibles de observar en aquel enmarañamiento de vegetación y abruptas escarpaduras.

Subiendo hacia el coll Roig empieza a llover. Imposible acampar en un terreno tan abrupto. Me pongo el equipo de agua y aprieto el paso atento siempre a algún lugar en que pudiera poner la tienda. Un buen subidón aquel con el temor permanente de que se desatara el diluvio. Pero hay suerte. En medio de aquel mundo de complicados senderos y vegetación apretada en el mismísimo collado los hados me habían dejado una preciosidad de prado y no sólo eso, que también tuvieron la delicadeza de guardarse la lluvia para otra ocasión.

¿Más?, sí, no sé por qué me siento muy feliz allí con la tienda puesta, mis cosas a secar y con la navaja partiendo un trozo de queso de cabra. Creo que sí, que verdaderamente pertenezco a los bosques y las montañas. Siento que me va a costar mucho trabajo dejar las montañas y los bosques y regresar a casa. 






































  

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