En la Alta Garrotxa

  

Coll Joel, 8 de septiembre de 2020 

Molló – Coll Joel, La Garrotxa.

 

Me despierto. El agua golpetea sobre la tela tensa del techo de mi tienda. Mi sensación es la de estar en medio de una selva impenetrable, de haberlo estado casi toda la jornada porque al fin se abrió el bosque, surgió brevemente un prado y más allá las ruinas de una casa de piedra comida por la vegetación. Miro el mapa. Junto a la casa aparece “Coll Joel”. Ni siquiera un collado puede verse en este mundo de apretada vegetación de la Garrotxa. Apareció de repente. Una señal rojiblanca me llamó la atención hacia un pequeño barranco, descendí hacia él y de pronto todo cambió, fue como introducirse en un oscuro túnel cavado en un improvisado mundo de sombras habitado por esmirriados ejemplares de bojes y altos robles estirados que buscaban la luz en lo alto. El estruendo del río también irrumpió repentinamente al hundirse más y más el sendero en el barranco. En seguida apareció una cascada en aquella selva. El río corría violento abriéndose paso entre la vegetación. El sendero terminó dándose de bruces con él después de los saltos de agua. Dos grandes troncos que cruzaban el río a metro y medio sobre el cauce señalaban el camino a seguir. Pasar aquello a horcajadas con mi respetable macuto no me pareció una cosa divertida, más bien me producía cierto cosquilleo de temor. Puse los bastones en la posición más alta y busqué un paso más abajo. El agua caía rugiente pero había dos grandes piedras que me aseguraron el paso con un salto final a la orilla opuesta que se saldó no obstante con una bota en el agua.

El arte de caminar, escribe Thoreau, consiste en llegar simbólicamente a una tierra santa, a entregar sus pasos al magnetismo de la ruta, pues en el recto sentido, ese deambular no es más que el río serpenteante que baja con diligencia y sin descanso hacia el mar. Y es que a veces, es cierto, uno repentinamente entra en un mundo que acapara con su seducción al caminante que lo atraviesa incrédulo ante la salvaje belleza del bosque en donde el río, allá abajo, tras un breve precipicio, ahora galopa despeñado entre rocas que han ido adquiriendo con un correr milenario de las aguas sobre ellas las formas lamidas de breves toboganes, saltos de agua, retorcidos requiebros que el torrente como escultor ha ido diseñando y puliendo en ellas.

El sendero y la música del río caminaron esta mañana de la mano durante mucho tiempo en una acogedora semipenumbra que revestía el bosque de una suerte de intimidad que se hermanaba con la intimidad del caminante. Abbey, citado por Le Bretón en Elogio del caminar, lo expresa así: «Cada vez que miro dentro de uno de esos pequeños cañones secretos, espero secretamente encontrar no solo el álamo de Fremont alimentándose de su minúscula fuente —el dios frondoso, el ojo líquido del desierto—, sino también una corona de luz flameante, color arcoíris, espíritu puro, puro ser, pura inteligencia desencarnada, lista para pronunciar mi nombre» (Abbey, 1995, 253).

Todo aquel mundo terminó por desembocar después del mediodía en la pequeña localidad de Beget, un pueblo de piedra cuidado con el mismo primor con que una amante de las plantas cuidaría de sus geranios. Estas pequeñas aldeas catalanas, que probablemente en otro tiempo serían amenazadas con  la ruina como tantos pueblos cuya economía ha quedado obsoleta y por tanto abandonados o habitados por pensionistas, han sido restauradas con tanto mimo y buen gusto que entrar en ellas, si no fuera porque parecen levantadas desde sus cimientos ayer mismo, habría sido como irrumpir en un tiempo pasado en el momento en que la última piedra del conjunto urbanístico hubiera sido puesta.

Me atendieron bien en el restaurante. Comí excelentemente, me prepararon para cenar conejo con pisto y me llenaron una cantimplora con leche. A la salida del pueblo el gps dejó de funcionar, algo que le sucede de tanto en tanto, y fiándome de las señales rojiblancas tiré por ellas. No me pareció ese repentino ascenso, pero volvía al gps y nada. Pese a que las señales seguían ahí terminé por sentarme a esperar pacientemente a que el gps le diera la gana de proporcionarme la situación. Cinco minutos más tardes al fin prendieron los satélites en la pantalla y el puntero me dio la posición. Mi instinto tenía razón. Las señales rojiblancas son muy útiles pero cuando grandes recorridos se cruzan y no hay indicación seguir las señales simplemente le pueden llevar a uno a los Cerros de Úbeda. Tuve que descender un buen pedazo y seguir después la corriente del río Beget que se adentraba en un valle con una picuda montaña al fondo. Cuando el sendero tuvo necesidad de cruzar el río, alargué de nuevo los bastones y lo intenté, pero como si quieres arroz Catalina, aquello estaba feo de terminar en el agua con toda la impedimenta, así que no hubo más remedio que vadearlo a pie enjuto en un lugar donde la anchura del río dejaban aguas poco profundas. Quítate las botas, ponte las botas y vuelta al camino que tornó como a la mañana a meterse en la oscuridad de los bojes y robles. Imposible saber cómo es la toponimia de estos lugares cuando entras en semejante mundo encantado y cerrado a cal y canto a la luz. Sí, muy arriba aparecieron las ruinas de una casa que en su tiempo podría haber sido una gran masía, y surgió el mundo de la Garrotxa como un intrincado mundo de montañas cruzadas con grandes farallones de roca gris que se hundían en valles tal si fueran apretadas selvas vírgenes. Subes y bajas por esta naturaleza, das vueltas y vueltas hasta perder cualquier indicio de hacia donde te mueves. El sendero terminó abriéndose a una pequeñas pista no transitada desde los años de Matusalén, yo creía que unas curvas que tenía en la pantalla del teléfono eran de subida y resulta que el camino me llevaba de nuevo al fondo de un valle. Andaba mosqueado, había cogido demasiada poca agua pensando encontrarla en un par de puntos que señalaban mis notas. El cielo se había cubierto y había empezado a chispear como de broma. Estaba en un lugar idóneo para poner la tienda, pero quería llegar a esa posibilidad de agua, así que después de dudar un poco volví a hundirme en el sendero que bajaba abruptamente. No había descendido un centenar de metros cuando la broma de la lluvia dejó de ser broma y amagó con empezar a llover en firme. Pies para qué os quiero. Me di la vuelta y subí corriendo precipitadamente hasta el prado que había abandonado. Metí el macuto bajo unos árboles y me apliqué a instalar la tienda bajo la lluvia lo más rápido que pude.

Cuando hube instalado todo me vino de repente una sensación de cansancio tal que me quedé dormido mientras, ahora sí, la lluvia caía fuerte sobre mi tienda.

Escribo en la oscuridad. La lluvia ha terminado de golpear sobre el techo de mi tienda y se ha hecho un magnífico silencio a mi alrededor que sólo es interrumpido por el pulsar de mis dedos sobre el teclado del teléfono al que tengo ajustado para que suene como en las viejas Remington que usaba cuando empecé a trabajar en una oficina. Me gusta su sonido seco y como obedeciendo a mis pensamientos. Es la hora de la cena. Me espera el conejo al pisto.














 

 

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