Molló, 7 de septiembre de 2020
Refugio Ulldeter-Molló
Al final de la jornada encontré inesperadamente un prado soleado y
un arroyo cantarín bajo la pequeña aldea de Molló. No es poca cosa este sol
como de invierno calentando mi cuerpo. Había amanecido tras la lluvia y la
tormenta de anoche tan desapacible y ventoso que casi me hice a la idea de
caminar la mañana entera con el plumífero. En cuanto Carsten, que debía de llevar
un buen rato despierto y dispuesto a ponerse en camino, oyó mi despertador
enseguida me dio el parte del tiempo. Con la mañana muy fría pero aún así
animoso bromeaba sobre la posibilidad de que nos cayera de repente el invierno
encima. Pero no, no llegó la sangre al río, de hecho una hora más tarde despejó
y lució el sol, eso sí, un sol que apenas calentaba. El descenso a Setcases con
un larguísimo tramo de carretera que era lo único que recordaba de mi anterior
recorrido del valle, mejor informado en esta ocasión, fue un agradable paseo
por un solitario sendero junto al río.
Después de Setcases el Pirineo suaviza la agresividad de sus
perfiles, se hace montaña dócil de prados salpicados por la mancha oscura de
los bosques. Sobre ellos cabalgan gruesas y vaporosas nubes de las que se
desprenden delgados hilachos blancos que juegan a dibujar en el cielo
evanescentes piruetas que terminan disolviéndose en la nada del cielo azul.
Escucho la escritura de Lee por un camino empinado que no da
tregua a mi aliento. El sendero desemboca en otro que corre llano y pacífico
siguiendo una de las curvas de nivel del bosque. Siento un pedazo de alivio,
observo el bosque como si no me hubiera dado cuenta de él hasta ese momento.
Hace sol y rutilantes nubes atraviesan el cielo. La historia de Lee y su
infancia termina entreverada con mi propia infancia. Paro y escribo en mi
cuaderno de notas “El niño enfermo” para recordar esta tarde que debería
también yo hablar del niño enfermo que también yo fui a la edad de cinco años.
Más adelante vuelvo a parar, el camino continúa cortando la ladera, y escribo:
“Mis tíos”, que responden a un capítulo también de Lee y que yo podría
transformar en la historia de mis propios tíos que aparecen aquí y allá
envueltos en los años de mi infancia con el sabor de las películas del
neorrealismo de aquella época. Quizás falte ya poco para el collado y sea el
tiempo de tomarme un pequeño descanso, pienso, pero lo que yo atisbaba
como collado es solo un claro en el bosque. Y el descanso debe esperar todavía
su buena media hora. Me vuelvo, a mis espaldas las últimas montañas de aspecto
abrupto se alzan a ambos lados del todavía tímido río Ter que no tardará en
crecer y crecer hasta convertirse en el gran señor de los ríos catalanes.
Mi infancia no fue un patio de Sevilla rodeado por el perfume de
los limoneros como el de don Antonio. En el centro de ella, como en el libro de
Lee, hay un niño enfermo y unos largos meses de hospital. Una mañana en un
quirófano y alguna enfermera intentando tranquilizarme frente a la sensación de
ahogo y miedo que me producía una máscara de cloroformo colocada sobre mi boca.
Venga, sabes los números, ¿no? A ver si sabes contar hasta cien. Y enseguida
ese adormecimiento, la nada. Las visitas al médico para las curas eran muy
dolorosas, las curas del oído me hacían llorar, pero no todo era sufrimiento.
Me convertí en un inquilino habitual del hospital del Niño Jesús y pronto
descubrimos la manera de burlar la vigilancia de las enfermeras para explorar
rincones misteriosos del hospital. Recuerdo algunas guerras de almohadas
nocturnas que nos pusieron bajo una estricta vigilancia. Un día llegó un niño
algo mayor que yo. Era sevillano y creo recordar que tenía una problema en una
oreja, o acaso no la tenía. Se convirtió enseguida en líder de aquella pandilla
de enfermos. Hablaba con la suficiencia de un adulto que ha vivido muchos años;
de él aprendí aquella sentencia que él expresaba como si se tratara del doctor
jefe del hospital: “Quien caga duro y mea claro no necesita médico ni
cirujano”. Hubo de todo en aquella época, una operación de oído, otra de
pleuritis, me abrieron en el cuello para operarme unos ganglios infectados y
como consecuencia de tanto trasiego por el quirófano también perdí la visión de
un ojo. Sin embargo de todo aquello lo que más quedó en mi recuerdo fueron las
expediciones a los rincones más apartados del sanatorio. No sé cómo podría
encajar aquello en el régimen del hospital o si mi imaginación posterior o
algún sueño hicieron diabluras con mis recuerdos, pero mientras que en mi
memoria apenas quedaron rastros del niño enfermo, sí se mantuvieron frescos
durante años aquellas pequeñas aventuras.
De esa época sólo vagamente mi madre aparece en mi memoria. Ella, que no frecuentaba la iglesia ni yo la recuerdo ninguna devoción, en aquella época, cuando yo me encontré al borde de la muerte, había hecho a la virgen el voto de llevar durante el resto de su vida un hábito si yo me salvaba. Es un hecho que vino reforzado después porque cuando me matricularon en los Salesianos de Estrecho todos los días pasaba camino del metro en Sol por un negocio donde se vendían esa clase de cosas de iglesia. En el escaparate había un Nazareno con la cruz a cuestas hincada la rodilla en el suelo y vestido con el hábito que yo creí debía llevar mi madre. Pasé durante muchos años todos los días frente a ese escaparate y siempre me asaltaba una sensación rara de incomodidad por el hecho de que después de curarme del todo mi madre no hubiera cumplido la promesa que había hecho. Nunca se lo dije, pero ahí quedó dentro de mí incomodándome cada vez que pasaba ante aquel escaparate de la calle Postas.
También había estado ingresado en el hospital en otro tiempo.
Quizás fuera todavía más pequeño. Me había tragado una moneda y ésta había
elegido la tráquea como destino. De entonces recuerdo la visita de toda la
familia y los mimos que recibía. Fue una época en que ejerciendo de príncipe de
la casa sólo me quedaron las sensaciones propias del niño consentido a quien
todo le es permitido. Un día, ni sé cómo, llegó a mis mano una pistola de agua,
un juguete muy popular entonces. Todavía recuerdo a mis tíos de visita entrando
por la puerta de la habitación del hospital recibiendo cada uno el chorro de
agua correspondiente. En aquella ocasión mi situación de enfermo se saldó bien
de una manera accidental. Un día mi tío Miguel, reputado en la familia por sus
chistes y por sus salidas graciosas, debió haber estado especialmente divertido
y acompañando alguna de sus gracias con cosquillas me produjo una situación de
hilaridad y movimientos tales que en un golpe de tos expulsé la dichosa moneda
que me había tenido recluido en el hospital.
El relato de Laurie Lee continuaba después con un retrato de cada
uno de sus tíos, que a su vez suscitaron mis propios recuerdos, eran seis
hombres en la familia y una mujer, mi madre, y teniendo yo tres o cuatro años,
pasaba mucho tiempo en casa de los abuelos, que eran nuestros vecinos. Quizás
si hubiera estado en casa en lugar de ejerciendo de vagabundo por los montes,
lo mismo había sido un buen momento para resucitar estas cosas que,
permaneciendo ocultas u olvidadas resurgían esta mañana con la lectura de Lee.
Paré un buen rato a comer al sol y
luego sin prisas seguí el lomo de una serie de colinas, éste se hundió en el
valle hasta tropezarse con la aldea de Molló. La tienda y la carnicería estaban
cerradas. Entré en el bar. Era lunes y los lunes está cerrado, me dijeron. Me
tomé una cerveza, me prepararon un bocadillo y me largué a buscar un prado
donde poner mi tienda.
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