Cercanías del refugio Ulldeter, 6 de septiembre de 2020
Santuario de Nuria – refugio Ulldeter.
Llueve. Hemos tenido que salir pitando del “refugio” Ulldeter porque empezaba a llover. Nos habían dicho allí que más abajo
encontraríamos sitio para las tiendas junto al río, pero esa zona se veía muy
abrupta. Empezaba a envolvernos la niebla. Decidimos subir hacia unos
prados por encima del refugio que habíamos visto bajando. Carsten encontró al
otro lado del riachuelo el lugar idóneo. Paréntesis. No sé si mi tienda está
ya un poco viejita porque se ha puesto a llover en plan serio y me saltan a la
cara pequeñas gotitas, esas microgotas que con el asunto del Covid hemos
descubierto ya son capaces de atravesar algunas mascarillas. Es que sus huesos
están viejitos, me dijo la última vez la traumatóloga viendo la resonancia que
me habían hecho. Esas pequeñas dolencias que no tienen solución porque tus
huesos están viejitos. Pues será así con mi tienda. Este verano soportó algunas
lluvias y tormentas pero la verdad es que cosas poco serias, nada de esos
diluvios de otros veranos acompañados por la música de los truenos. Es la
primera lluvia consistente y probablemente a mi tienda le ha pillado desprevenida.
Decía que Carsten había encontrado un prado. Había sitio para dos tiendas y no
pusimos de inmediato a armarlas. Fue terminar y hacer una fotografía de nuestro
campamento y empezar el diluvio.
De nuevo el repicar de la lluvia, ahora en esa hora mágica de
estirarse sobre el colchón para apreciar las bondades que el cansancio deja
sobre el cuerpo. El cansancio es a veces como un bálsamo, una bañera llena de
agua caliente en la que te sumerges tras una larga demora con una dulce
sensación de bienestar. Otro paréntesis. Me he incorporado a examinar el estado
de los regatos que se forman alrededor de mi tienda y he descubierto algunos
charquitos a punto de derramarse hacia ella. He tenido que sacar la navaja y
cavar en el suelo pequeños canales para que evacue el agua más allá del doble
techo. A mi derecha se ha formado también un gran charco que corre el peligro
de desbordarse y escurrir el agua bajo mi tienda. En este caso no hay
posibilidad de canalizarlo, así que tengo que estar vigilante y achicar el agua
del charco cuando está a punto de rebosar. Con tanto paréntesis me pierdo.
Entre lo drenajes y los achiques se me han quedado las manos heladas. De todos
modos el tiempo ha cambiado definitivamente.
Un hombre de largas barbas canas tocado con un gorro de paño que
me recordaba a mi amigo Jorge Túa del que no sé nada desde hace mucho tiempo.
Tendré que recordarlo para enviarle un whatsapp cuando vuelva a tener
cobertura. Éste era maestro. Estaba sentado en un banco de la fachada del
refugio con las manos sobre los bastones al modo en como se ve a lo ancianos
con las dos manos sobre la garrota tomando el sol en grupo en invierno en las
plazas de los pueblos. Me había preguntado nada más llegar si me había
encontrado con un grupo de siete abuelos. Hablamos sobre la situación de los
maestros y la escuela en general frente al Covid en este comienzo de curso. La
misma desorientación que existe en Madrid. Pausa. Nueva avalancha de agua. Las
ráfagas de agua y viento sacuden la tienda con violencia. Han empezado a sonar
algunos truenos en la lejanía. La humedad dentro de la tienda se extiende a mi saco de dormir y a la ropa.
El día no prometía esta repentina lluvia. Caminando por la línea
de las cumbres entre el Collado de
Noucreus y
el col de la Marrana nada hacia prever esto, había un luminoso cielo azul y
sólo unas pocas nubes jugaban a lo pies de las cimas como nubes mañaneras
destinadas a desaparecer. El día junto a Nuria amaneció como si ya el mal
tiempo hubiera desaparecido de esta parte del Pirineo hasta por lo menos llegar
al cabo de Creus. Tuve mi primer despiste nada más comenzar a caminar. Salí de
la hondonada del río y me encontré con una señal rojiblanca. Es que ni siquiera
me lo pensé, tras esa señal y las siguientes me fui valle arriba hasta que en
lo alto del valle me di de narices con otra señal que indicaba GR10 y coll
d'Enia. Había tomado un valle a la izquierda del correcto. Si subía a ese
collado arriba me esperaba una larga marcha a través de las cumbres hasta
alcanzar el coll de Noucreus. Examiné el mapa y decidí atravesar de manera
ascendente hacia el este para alcanzar de nuevo el GR11. No era terreno
accidentado, laderas empinadas de pasto era todo lo que veía. Hubo suerte, al
cabo de una hora de montaña a través ya estaba en la ruta correcta. Me precedía
un grupo que probablemente eran aquellos por los que me había preguntado el
maestro que después encontraría en el refugio Ulldeter. La ascensión al coll de
Noucreus era larga y empinada. Pensé en sacar a mi lectora del bolsillo para
que me siguiera leyendo la historia de la infancia de Laurie Lee, pero vibraban
en mí buenas sensaciones y preferí embarcarme en ellas. El ritmo elástico de
los músculos de las piernas sometidas a un movimiento igual y sostenido y su
sincronización con el movimiento de los brazos y los bastones, la vista fija en
el suelo, la voluntad de mantener un ritmo mantenido. No miraba lo que me
quedaba hasta el collado. Deseaba llegar allí a ese ritmo como marcado por el
metrónomo de mi respiración y su uno uno dos dos que dirigía mis piernas,
fuertes a estas horas de la mañana, hacia las cumbres. Había subido con mis
hijos este collado hace casi cuarenta años y en algún momento pensé en ellos y
en sus vidas. Cada vez que abro el whatsapp me encuentro decenas de mensajes en
nuestro grupo familiar. Después de aquellas travesías con ellos recorriendo el
Pirineo, tendrían entonces entre trece y diecisiete años los tres, ninguno
siguió los pasos de su padre en esto de la montaña. A mí me hubiera gustado,
pero… Cuando el amigo Antonio Montes me cuenta que subió con sus padres a La
Maliciosa a los seis años y que de aquellas salidas arranca su pasión por la
montaña siento una especie de nostalgia en el hecho de que ninguno de ellos
haya seguido mis pasos, si bien Mario, el más pequeño, sí que heredó un
sentimiento de intensa comunión con la naturaleza que se plasmó más tarde en
una vida autónoma sin dependencia de terceros vinculada a una profunda relación
con ella.
Fue mucho después de dejar la cordal cimera que recorría mi ruta
que me encontré con Carsten. Estaba comiendo algo en un altillo y apareció a
mis espaldas. Probamos una lengua común y al final nos decidimos por la que
mejor se ajustaba para comprendernos, su castellano rutilante. Se sentó a mi
lado y charlamos un buen rato. Saqué la conclusión de que Carsten no tenía otra
profesión que la de aventurero; ni hijos, ni esposa, nadie excepto mi vieja,
dijo. La montañas eran, añadió, su segunda pasión. ¿Y la primera?, pregunté. La
primera era la canoa. Largos meses navegando por ríos como los de Canadá, por
ejemplo. Una forma de vivir que el definía en inglés como canowalking. Algo
lo más parecido a caminar pero con la ventaja de que no tienes que cargar con
un macuto y puedes llevar contigo comida para dos meses. No hace falta tener
mucha imaginación para que a uno se le pongan los dientes largos (me llevó
varios circunloquios que entendiera esta expresión pero al final soltó una
carcajada cuando la comprendió). En algún momento de mi recién nacida afición a
la montaña compartí con Emiliano de Diego el sueño de descender en balsa alguno
de los ríos escandinavos. En fin, quizás pueda poner a la cabeza de mis
aspiraciones en la próxima reencarnación esto de navegar ríos en canoa. Nos
volvimos a encontrar en el refugio. Hace un rato me ha contado a voces en medio
de la lluvia que estaba cocinándose unos espaguetis al pomodoro. Creo que yo
también voy a ver si ceno algo.
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