Anacoretas. La cocina de la abuela Wallon


 

Junto al Santuario de Nuria, 5 de septiembre de 2020 

Cercanías de Planoles – Santuario de Nuria.

 

Escribir algunas tardes desde un acusado cansancio como el de hoy me exige un esfuerzo que ni yo mismo sé como llego a hacerlo. Durante el día el hábito de escribir hace que los temas, por reflexiones que se me ocurren, por algo que leo o por circunstancias del camino, se me vayan acumulando; se produce una presión durante el día que una vez tranquilo y tumbado dentro de la tienda resulta agradable ir relajándome según los asuntos van tomando forma. No es el caso cuando el cansancio o la hora tardía se me vienen encima. Hoy me hubiera gustado escribir sobre la película que vi anoche, Tasio, de Montxo Armendáriz, luego, al calor de la lectura de Sidra con Rosie, me hubiera gustado hablar de cierto licor que se hace con las flores del saúco que la pasada primavera me enseño Teresa, de Hoyos, para compararlo con la receta de la abuela Wallon a la que retrataba con todo lujo de detalles Laurie Lee en su libro; también tuve un encuentro agradable con Pau, otro joven trotamundos. Luego está el camino y su incidencias, el largo sendero que lleva al Santuario de Nuria.

Hoy, cuando abrí el FB, éste curiosamente me recordaba mi otra travesía del Pirineo de hace siete años por estas mismas fechas. En los últimos días de aquella caminata me había encontrado con Joan, un vagabundo envuelto por el halo de una religiosidad particular que emanaba taoísmo, budismo zen y una relación de total hermandad con los otros seres vivos e inertes que le rodeaban. Joan, cada vez que llegaba a un collado, atravesé dos de ellos con él, se volvía hacia el valle que dejaba atrás, alzaba los brazos en alto y se despedía de árboles, montañas y animales dándole las gracias por la acogida que le habían y proporcionado a su paso. La dieta de Joan, que en gran parte estaba formada por plantas y raíces que recolectaba en los bosques y en lo pastos, me recordó enseguida a la abuela Wallon sobre la que había leído en Laurie Lee por la mañana mientras me elevaba por encima de Planoles, una particular anciana que renqueante y con noventa y dos años recorría constantemente el bosque para recolectar de él la miel acre y especiada de las prímulas primero, luego el fétido y cobrizo diente de león, la vaharada de polvillo de la amarga amapola, el saúco verde mortecino. La abuela se lo llevaba todo a casa, a su cocina; lo escogía con sumo cuidado, encendía los fuegos, llenaba las ollas y añadía el azúcar y la levadura. Las tinas hervían todo el día en espumas de azúcar, danzaban los pétalos en el agua bullente mientras el aire aromático, vaporoso, embalsamado, destilaba los cálidos rocíos y las floridas sopas y hacía correr el vino por las paredes goteantes. “La flor del saúco secándose en el suelo de su cocina parecía cubrirlo de una alfombra rancia, una escarcha gris-verdosa que se desvanecía en un polvillo estival. Más tarde, el pequeño racimo de bayas de saúco estaría hirviendo en tinas moradas con margaritas y orquídeas, e incluso con matas de rosal silvestre”.

Los trabajos culinarios de la abuela Wallon me recordaban también a un anacoreta con el que conviví algunas horas de la noche un invierno mientras hacía el GR10. Éste se alimentaba exclusivamente de las plantas y raíces que recolectaba por los alrededores y sus recetas no debían diferenciarse mucho de las de la abuela. Era un día muy frío y ventoso y yo había colocado mi tienda protegida del viento junto a un muro en cuyas cercanías había una rústica cabaña. Voceé el “¿hay alguien?” varias veces y como no obtuviera respuesta instalé mi tienda. Poco después apareció un hombre espigado de pelo alborotado y aspecto desaliñado que me advertía de que aquello era propiedad privada. Le expliqué la situación y contestó: ¡está bien! ¡está bien!, no hay problema. Al rato daba golpecitos en la tela de mi tienda. ¿Quieres compartir un té conmigo?, preguntó. Su cabaña era un espacio pequeño pero confortable. En medio de ella una estufa de leña proporcionaba una temperatura muy agradable. Charlamos hasta las tantas de la madrugada. De él aprendí de las cualidades lavatorias de la ceniza. Te explico cómo hago la colada, decía, cojo la ropa y la meto en un bidón grande, después echo agua y unos puñados de cenizas. Cuando tengo que ir al pueblo meto el bidón en el coche, con las curvas y el ajetreo del movimiento cuando regreso a casa solo tengo que aclarar la ropa y ponerla a secar. El movimiento del coche constituye mi lavadora automática. Hablamos aquella noche mucho de tantrismo y de la capacidad de determinadas disciplinas para llevar las relaciones de sexo a una expresión superior. Toni era un anacoreta ilustrado que debía de poseer unas especiales dotes sexuales alimentadas por la prácticas del tantrismo. Contaba de su relación con amigas que regularmente pasaban algún día con él y con las que ejercía tanto de padre espiritual como de consumado amante.

2008 Toni el anacoreta


Yo, que había partido de Valencia una semana atrás y que me había encontrado con un frío y un viento helador en un desamparado páramo, ahora, escuchando a Toni allí junto a la estufa bebiendo un vaso tras otro de té, me sentía como metido en un relato de Chejov o Babel al calor del fuego de la chimenea mientras fuera la nieve caía en grandes copos sobre la noche. Insistió Toni para que durmiera en la cabaña allá junto a la estufa, pero me pareció que aquello supondría inmiscuirme en su soledad. Pese al frío y al viento yo también prefería la intimidad de mi tienda de campaña. Por la mañana los conductos del agua estaban helados, los bidones tenían una capa de hielo de un centímetro de grosor. Nos despedimos con un fuerte apretón de manos. Eran los primeros días del mes de marzo de 2008 y aquel viaje que continué con alguna pequeña pausa constituyó el inicio de mi afición a las grandes caminatas a pie. Yo provenía de la montaña y hasta ese momento no había imaginado caminar por otros terrenos tan extensamente. Hacía año y medio que había dejado de trabajar y entonces, con todo el tiempo por delante a mi disposición, aquella experiencia se convirtió en inicio de una pasión que se repetiría una y otra vez invierno y verano. De hecho aquel camino comenzado en Valencia fue continuado primero hasta la frontera portuguesa, seguido por los Arribes del Duero, a continuación con la travesía de Portugal hasta el Cabo Finisterre. Empecé a sentir aquello como un modo de vida tan apasionante que después de Finisterre todavía seguí el Camino de Santiago Aragonés hasta Somport.

Apenas me alejé del Santuario un centenar de metros. Allá, en una hondonada junto al arroyo pude encontrar un pequeño prado que albergaría mi tienda. El ruido del arroyo, a un palmo de mi tienda, es un tanto estrepitoso, pero me gusta. Sería imposible oír música o escuchar una película con tanto alboroto.


Pau







 

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