El Chorrillo, 25 de octubre de 2020
Me desperté temprano. La mole de rocas de una de las cumbres de Siete Picos situada a levante me impidió ver el amanecer. Mañana despejada después de una semana de lluvias. Bajar de mañana temprano de una montaña en vez de subirla produce una sensación particular, tiene algo de ese retornar al llano que pudo sentir Moisés cuando bajaba del Sinaí, sólo que abajo no esperaba ningún becerro de oro ni gente que desesperase por no tener a un dios tutor que velase por ellos, abajo lo único que encontré fueron grupos de caminantes madrugadores que lo que pretendían en esta época en que ya no necesitamos dioses para sobrevivir ni para que separen las aguas de ningún mar Rojo interpuestas en nuestro camino fueron, en collado Ventoso un grupo que tomaba el sol y en el camino Smith algunos grupos de familias, parejas y alguna chica solitaria a la que yo hubiera deseado un mozo o una amiga que le acompañara.
El primer encuentro ya fue ilustrativo y pedagógico, se trataba de una familia de cinco, dos niños mozos delante, el papá y la mamá, todos con sus mascarillas, y detrás un mozalbete de unos tres o cuatro años, éste sin mascarilla. En el momento de pasarlos la mamá se vuelve hacia atrás y advierte al pequeño: Juan… la mascarilla. Y Juan, que me había visto y se había separado de mí un par de metros, que se vuelve a su mamá en un tono conciliador y le dice: pero mamá, que ya le he visto y me he apartado. Y mientras los dejaba atrás me sonreía pensando lo bien que aprenden algunos criajos, mucho, mucho más rápido que tantos adultos.
Es guapo este camino Smith, aunque siempre esté en exceso transitado es un paseo ideal para una mañana de otoño. Además, hoy que había traído la réflex necesitaba sacarle partido. No tendría gracia haber cargado con la cámara y con un trípode y llegar a casa sin la jaula llena de pájaros. Así que abrí los ojos a la búsqueda de algunos motivos. Las lluvias de estos días últimos me los puso en bandeja. Los arroyos bajaban hinchados y rumorosos a ambos lados del camino, los brillantes verdes de los musgos se agarraban como vistosas lapas a las rocas junto a los arroyos donde el agua cantaba indiferente a la belleza que atravesaba precipitándose con la prisa de alguien que está a punto de perder el tren.
Total, que me separé del camino y me fui a escuchar de más cerca la música que se cantaba en el adormecido coro que formaba el agua, un puñado de riachos que se despeñaban entre los helechos color cobrizo y las rocas cubiertas de líquenes y musgos de sedoso tacto, unos pequeños repollitos que hombro con hombro tapizaban las umbrías superficies del granito. Allí abajo todo parecía alegría de vivir, el agua se había encauzado en un estrecho de la rocalla y bajaba alborotada como quitándose el frío de encima. Había que ver la manera de llevarse a casa un poco de aquella belleza que saltaba entre las rocas como cervatillos juguetones, así que descolgué la cámara que iba trabada en un artilugio fijado a la correa del macuto, que estrenaba hoy, y busqué el modo de hacer de aquella pequeña corriente de agua un fular de seda blanca que rodeara con su abrazo la morbidez de aquellos brillantes verdes. La tarea de ajustar un tiempo corto de exposición para convertir la corriente de agua en una alargada nube de verano, en abrigo de armiño para una mañana de otoño, de asentar el trípode, de buscar en la curvatura del agua la expresión estética del movimiento junto a la petrea firmeza de las rocas y después… clic. Ya tenía atrapada en la oscuridad de mi cazamariposas una instantánea más.
Ayer tarde había sido oro, una colada de fuego deslizándose entre las nubes hacia el ocaso, la magia de una aparición surgida de entre la niebla, y esta mañana era el fluir del agua corriendo alborotada con su traje de novia entre los helechos y los troncos caídos sobre el cauce.
Una pequeña cascada me pidió todavía que descolgara mi cámara. Si hubiera cerrado los ojos por un momento dejando libre a la imaginación, aquello igual podría haber sido Iguazú. Bastaba sumergir los ojos en los remolinos espumeantes del agua para imaginarlo.
Abandoné el riachuelo y más allá, entre la oscuridad del bosque, un rayo de sol, como atravesando el ábside de una iglesia románica, se posó sobre el verde silencioso que cubría la roma superficie de roca junto al camino.
Me crucé con una pareja que se hacía un selfie, grupos de amigos que hablaban como si uno de otro estuvieran alejados varios kilómetros, otra pareja de acaramelados novios que se miraban como tiernos corderitos.
Cuando abandonaba mi Iguazú venía por el camino con un bullicioso grupo de scouts disfrazados como para una película de aventuras. El sendero casi terminó haciéndose multitud al aproximarme a las pistas de esquí cercanas al puerto de Navacerrada.
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