Vivac en la Almenara

 .




Cima de la Almenara, 3 de diciembre de 2021

Últimamente ejerce mucha atracción sobre mí ese perfil de montañas que aparecen frente a mi ventana cada día y que ocupan toda la franja del horizonte entre el Almanzor y la Najarra. Está ahí desde hace más de treinta años que vivimos en esta casa, pero hasta ahora no me había ocupado en identificar una por una las cimas, casi siempre una línea quebrada como el gráfico de un cardiograma que hubiera congelado dos, tres millones atrás el palpitar de la Tierra. Desde lo más lejano, donde desde las gargantas de Chilla y Tejea se levantan las cimas más prominentes de Gredos, el perfil baja levemente, asciende después por Los Campanarios a la Mira, se desliza en un suave descenso en el puerto el Peón y arranca hacia el Mojón de las Tres Cruces desde donde ya me es difícil identificar las cumbres; me pierdo. Tomo el mapa, abro el Google Earth en el ordenador, pero hasta el puerto el Pico y el Torozo se me hace  difícil saber quién es quién. Subido más tarde a las grupas de esa sierra quizás puedo identificar el Risco de las Morillas antes de que la montaña se precipite sobre el puerto del Pico para tomar un respingo sobre el Torozo y bajar y subir por la sierra del Valle, en donde quizás soy capaz de nombrar la cima de Lanchamala por la forma abrupta de su cumbre. Y de allí, tras un ondulante paseo, llego al cerro de la Escusa antes de precipitarse sobre el puerto de Casillas y subir definitivamente al alto del Mirlo, última prominencia antes de hundirse el final de la dorsal en las cercanías de San Martín de Valdeiglesias, en donde la orografía se toma un respiro, se remansa, pero dejando entrever tras ella, ¡sorpresa!, nuevas montañas que dejan ver un ancho valle por medio, el valle por donde discurre el río Alberche que surte de agua al embalse del Burguilllo. Se trata de la sierra de la Paramera. Desde mi ventana puedo ver perfectamente el perfil del pico Zapatero. Ahora, volviendo a la línea principal –ese espinazo que nace allá por el Calvitero y Tornavacas y  corre hasta la mismísima cima del pico de la Miel– el horizonte se abaja por un largo trecho hasta que de repente da un respingo y vuelve a elevarse en un gracioso revoloteo, como una cometa que arrastrada por una ráfaga de aire se elevara repentinamente, alcanzando la montaña más occidental de Guadarrama, es decir, la montaña objeto de mi ascensión de hoy, la Almenara.

Así que en la Almenara estoy. Noche estrellada aunque con un cielo sin profundidad por culpa de la invasión lumínica que permea todo el llano madrileño. Una grata ascensión de 400 metros de desnivel que comienza en la ermita de Navahonda y, siguiendo el GR10, aquel que comienza en Valencia y termina en Lisboa, se sube a lo alto de la sierra por un bello camino constelado de encinas que trepa más arriba entre peñascales y jaras hasta alcanzar en una pequeña trepada la cima.

Pero no nos de tengamos en el recorrido. Sucedió que días pasados, tras pernoctar en las cercanías del Lanchamala, seguí todo ese perfil que vengo describiendo hasta que me tropecé con esta cumbre, momento en que me entraron ganas de subirla. Unos días más tarde, hoy, extendía mi saco de dormir en su cima.

Volviendo al panorama contemplado desde mi ventana,  a partir de la Almenara todo me resulta familiar. Tras ella las dos cimas de La Machota donde el relieve hinchando pulmones y elevándose vuelve a tomar altura hasta Abantos. Me abstengo de continuar de Abantos hasta la Najarra; son lugares y montañas sobradamente conocidos. Hoy mientras me acercaba a la cima de la Almenara toda Guadarrama se veía vestida de blanco como una novia camino del altar.

Ayer volvía Eduardo Martínez de Pisón a hablar en una entrevista del Diario.es de esa diferencia esencial entre el concepto espacio y el concepto territorio. Lo que yo veo a lo lejos y que cualquier otro puede contemplar sin otro atributo que lo que la vista recoge, sería el territorio, mientras que el paisaje contiene otros atributos culturales que han sido añadidos por la presencia y el hacer del hombre. “El paisaje está lleno de signos de carácter sentimental: ahí enterraron a mi padre, allí me casé. Mientras que el territorio no es más que un solar productivo o, en todo caso, el dominio que ocupa una especie animal". Lo que para mí de muy joven eran simples montañas se han ido poblando con los años de más y más significado cada vez. Y en ocasiones como las actuales en que vengo dedicando tanto tiempo a visitar rincones, valles y montañas tan diversos, siento efectivamente como si estos valles y montañas salieran de su mineralidad para convertirse parte de mí, parte de mi cultura, de mi acerbo íntimo y personal. Cuando he transitado por determinados valles, vivaqueado en determinadas montañas, recorrido ciertos parajes decenas de veces, esos espacios pasan a formar parte de mí. De ellos mi memoria guarda preciados tesoros, momentos que pudieron ser un reto con nosotros mismos, un lugar de íntimo placer y contemplación, un entorno en donde vivimos  momentos de plenitud, un instante en que se nos otorgó la gracia de ser felices, haber colmado un sueño o haber disfrutado simplemente de la contemplación de unos momentos en que la montañas se vistieron de fiesta.


Días atrás empleé toda una larga mañana en reparar mi tienda de campaña seriamente dañada por los embates del viento en mi última salida, dos desgarrones de varios palmos en la tela y algunos tiros rotos fueron el balance de aquellas circunstancias, sin embargo, y pese al temor constante de que por la noche la tienda saliera volando, tengo que reconocer que la experiencia me resultó sumamente positiva. Recordaba a ratos aquellos momentos de dificultad con verdadero placer.

Esta semana dediqué las noches a ver algunas tragedias clásicas griegas; la última fue Electra, de Sófocles. Creo que era Nietzsche el que interpretaba la afección a las tragedias como una catarsis, esa purificación de las pasiones del ánimo, las emociones, que provoca la contemplación de una situación trágica, y que permiten al espectador vivir experiencias insólitas sin moverse de su sillón. El deseo de venganza de Electra y su hermano Orestes forjado por el autor a fin de que el espectador pueda experimentar esas pasiones, hacen del espectador un sujeto cercano a esas pasiones y sus subsiguientes emociones sin necesidad de pasar por “los inconvenientes” de asesinar a la propia madre.

A estas consideraciones andaba yo dando vueltas la otra noche cuando me vino a la cabeza el recuerdo de Silvia Vidal a quien le habían dado una mención especial en la entrega del Piolet de Oro, que se otorga a los alpinistas más sobresalientes del momento. Y yo, que admiro tanto a esta mujer, acaso el personaje para mi más notable entre los alpinistas actuales, la mujer de la aventura con mayúsculas, alpinista solitaria sin móvil, sin gps, sin porteadores, sin previsión meteorológica, yo me lo guiso yo me lo como, ejemplos: ruta Espiadimosis en la Serranía Avalancha (Chile), una permanencia de 32 días colgada en la pared; en 2017, para poder escalar en Alaska tuvo que recorrer 540 kilómetros a pie llevando cargas a su espalda durante un total de 36 días para luego vivir 17 días en la pared; más: en 2020, después de portear su equipo a la espalda durante 16 jornadas, permaneció 33 días en la pared hasta abrir Sincronía mágica (El Chileno Grande, Chile); yo, que admiro a esta mujer, decía, pensaba en eso que llamamos experimentar y lo que se me ocurría es que ni de coña nadie puede llegar a experimentar lo que otros viven dentro de su propia piel. Bueno, Sófocles y Esquilo pueden intentarlo, montar el escenario y hacer morir a Clitemnestra tras las bambalinas –por cierto, y no esa indecencia del cine actual de violencia donde necesariamente la sangre ha de saltar a la cara al espectador que parece regodearse con el espectáculo y la sangre–, pero sólo será eso, un pequeño temblor ante la tragedia.

¿Quién que no sea Silvia Vidal o Renato Cassaroto podrá experimentar la inmensidad de su soledad, de su infinita fuerza, de su voluntad de hierro? Y a mí, que los dedos de la mano se me hacen huéspedes recordando estos hechos, pienso en esa gran cosa que es experimentar. Experimentar la soledad, la lluvia, el viento, la noche, el amor, el esfuerzo, la cercanía de tus límites, el miedo, el frío, la resistencia, tu fuerza.

Y entonces no me cabe la mejor duda de que en el meollo de muchos de nuestros actos que aparentemente no tienen explicación, esto sin más de subir montañas, vivaquear en invierno en las alturas, escalar, tantas ‘locuras’ a que nos vemos impelidos, no tienen otra explicación que esa necesidad apasionante de experimentar y suscitar en nosotros sensaciones. ¿Qué perseguía, si no Odiseo cuando pedía ser atado al mástil de su navío para no sucumbir al hechizo de las sirenas? Probablemente algunos de nuestros afanes por ver algunas películas, leer determinados libros, esté relacionado con ese deseo de experimentar la vida de los otros, conocer qué se siente en determinadas circunstancias. Cuando leo libros de montaña o de aventuras maldita la gracia que me hace seguir durante páginas y páginas las descripciones de los movimientos de los alpinistas o las descripciones de la ascensión, maldita la gracia porque lo que yo deseo es sumergirme en las sensaciones de los otros, experimentar el vacío, su preparación física, su ternura, su capacidad para fraguar sueños.

Metí la tienda en el macuto por si acaso, pero no ha habido oportunidad. La cumbre es un conglomerado de pedruscos para acceder a la cual he tenido incluso que hacer uso de las manos. No obstante allí mismo algún ser alado y generoso me tenía preparado un rinconcito protegido contra el viento. Ahora las constelaciones de Auriga y Perseus con las Pléyades un poco al oeste acompañan mi sueño sobre el cenit de mi vivac

 

.


No hay comentarios: