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Cima de
Últimamente ejerce mucha atracción sobre mí ese perfil de
montañas que aparecen frente a mi ventana cada día y que ocupan toda la franja
del horizonte entre el Almanzor y
Así que en
Pero no nos de tengamos en el recorrido. Sucedió que días
pasados, tras pernoctar en las cercanías del Lanchamala, seguí todo ese perfil
que vengo describiendo hasta que me tropecé con esta cumbre, momento en que me
entraron ganas de subirla. Unos días más tarde, hoy, extendía mi saco de dormir
en su cima.
Volviendo al panorama contemplado desde mi ventana, a partir de
Ayer volvía Eduardo Martínez de Pisón a hablar en una
entrevista del Diario.es de esa diferencia esencial entre el concepto espacio y
el concepto territorio. Lo que yo veo a lo lejos y que cualquier otro puede
contemplar sin otro atributo que lo que la vista recoge, sería el territorio,
mientras que el paisaje contiene otros atributos culturales que han sido
añadidos por la presencia y el hacer del hombre. “El paisaje está lleno de
signos de carácter sentimental: ahí enterraron a mi padre, allí me casé.
Mientras que el territorio no es más que un solar productivo o, en todo caso,
el dominio que ocupa una especie animal". Lo que para mí de muy joven eran
simples montañas se han ido poblando con los años de más y más significado cada
vez. Y en ocasiones como las actuales en que vengo dedicando tanto tiempo a
visitar rincones, valles y montañas tan diversos, siento efectivamente como si
estos valles y montañas salieran de su mineralidad para convertirse parte de
mí, parte de mi cultura, de mi acerbo íntimo y personal. Cuando he transitado
por determinados valles, vivaqueado en determinadas montañas, recorrido ciertos
parajes decenas de veces, esos espacios pasan a formar parte de mí. De ellos mi
memoria guarda preciados tesoros, momentos que pudieron ser un reto con
nosotros mismos, un lugar de íntimo placer y contemplación, un entorno en donde
vivimos momentos de plenitud, un instante
en que se nos otorgó la gracia de ser felices, haber colmado un sueño o haber
disfrutado simplemente de la contemplación de unos momentos en que la montañas
se vistieron de fiesta.
Días atrás empleé toda una larga mañana en reparar mi
tienda de campaña seriamente dañada por los embates del viento en mi última
salida, dos desgarrones de varios palmos en la tela y algunos tiros rotos
fueron el balance de aquellas circunstancias, sin embargo, y pese al temor
constante de que por la noche la tienda saliera volando, tengo que reconocer
que la experiencia me resultó sumamente positiva. Recordaba a ratos aquellos
momentos de dificultad con verdadero placer.
Esta semana dediqué las noches a ver algunas tragedias
clásicas griegas; la última fue Electra,
de Sófocles. Creo que era Nietzsche el que interpretaba la afección a las
tragedias como una catarsis, esa purificación de las pasiones del ánimo, las
emociones, que provoca la contemplación de una situación trágica, y que
permiten al espectador vivir experiencias insólitas sin moverse de su sillón.
El deseo de venganza de Electra y su hermano Orestes forjado por el autor a fin
de que el espectador pueda experimentar esas pasiones, hacen del espectador un
sujeto cercano a esas pasiones y sus subsiguientes emociones sin necesidad de
pasar por “los inconvenientes” de asesinar a la propia madre.
A estas consideraciones andaba yo dando vueltas la otra
noche cuando me vino a la cabeza el recuerdo de Silvia Vidal a quien le habían
dado una mención especial en la entrega del Piolet de Oro, que se otorga a los
alpinistas más sobresalientes del momento. Y yo, que admiro tanto a esta mujer,
acaso el personaje para mi más notable entre los alpinistas actuales, la mujer
de la aventura con mayúsculas, alpinista solitaria sin móvil, sin gps, sin porteadores,
sin previsión meteorológica, yo me lo guiso yo me lo como, ejemplos: ruta
Espiadimosis en
¿Quién que no sea Silvia Vidal o Renato Cassaroto podrá
experimentar la inmensidad de su soledad, de su infinita fuerza, de su voluntad
de hierro? Y a mí, que los dedos de la mano se me hacen huéspedes recordando
estos hechos, pienso en esa gran cosa que es experimentar. Experimentar la
soledad, la lluvia, el viento, la noche, el amor, el esfuerzo, la cercanía de tus
límites, el miedo, el frío, la resistencia, tu fuerza.
Y entonces no me cabe la mejor duda de que en el meollo de
muchos de nuestros actos que aparentemente no tienen explicación, esto sin más
de subir montañas, vivaquear en invierno en las alturas, escalar, tantas
‘locuras’ a que nos vemos impelidos, no tienen otra explicación que esa
necesidad apasionante de experimentar y suscitar en nosotros sensaciones. ¿Qué
perseguía, si no Odiseo cuando pedía ser atado al mástil de su navío para no
sucumbir al hechizo de las sirenas? Probablemente algunos de nuestros afanes
por ver algunas películas, leer determinados libros, esté relacionado con ese
deseo de experimentar la vida de los otros, conocer qué se siente en
determinadas circunstancias. Cuando leo libros de montaña o de aventuras
maldita la gracia que me hace seguir durante páginas y páginas las
descripciones de los movimientos de los alpinistas o las descripciones de la
ascensión, maldita la gracia porque lo que yo deseo es sumergirme en las
sensaciones de los otros, experimentar el vacío, su preparación física, su
ternura, su capacidad para fraguar sueños.
Metí la tienda en el macuto por si acaso, pero no ha
habido oportunidad. La cumbre es un conglomerado de pedruscos para acceder a la
cual he tenido incluso que hacer uso de las manos. No obstante allí mismo algún
ser alado y generoso me tenía preparado un rinconcito protegido contra el
viento. Ahora las constelaciones de Auriga y Perseus con las Pléyades un poco
al oeste acompañan mi sueño sobre el cenit de mi vivac
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