El erotismo del miedo. Vivac en Alto de la Muela de San Juan.



Alto de la Muela de San Juan. Serranía de Albarracín, 27 de enero de 2022

 

Alejarse con gusto es esto, porque alejarse es, parece, cosa de un día, que enseguida el cuerpo, mentira parece, se hace al camino y a las carreteras. Porque es invierno y las carreteras están solitarias y es un gusto conducir por la Serranía de Cuenca y más tarde por la Sierra de Albarracín. Y es que me bajé del Mogorrita, desayuné al sol junto a la furgoneta y me entraron ganas de hacer algo de turismo y me fui a Tragacete y después al nacimiento del Río Cuervo. Y era lindo bajar las curvas del puerto de Cubillas y luego, oh bendita mañana, encontrarme los chorreones de hielo del Cuervo y el reflejo en las aguas verde esmeralda a sus pies como un vasallo que rindiera homenaje a la belleza de su señor. Belleza fría y neta saltando desde los roquedales intemporal, hebras de hielo bordando el verde luminoso de los musgos como terciopelos cubriendo las rocas, inmenso y bello bastidor donde el hielo y el agua trenzaban sus hilos al amparo del frío.

 

Me fui de allí con el gusto de quien ha contemplado uno de esos cuadros magistrales con que la Naturaleza nos sorprende en una fría mañana de invierno, con la satisfacción de haber recogido con mi cazamariposas un rastro de aquella belleza, luces y sombras que mi cámara se llevó consigo para su recreo y el mío. 


Lo demás fue paseo en coche a treinta, cuarenta kilómetros por hora, pinares, pequeños acantilados, un par de pueblos más, Guadalaviar y Griegos, este último al pie de la Muela de San Juan en cuya cima había elegido dormir esta noche. Habría ido al pico más alto de la Sierra de Albarracín, el Caimodorro, pero todo él está cubierto, también la cima, por un espeso bosque y yo, amante de las estrellas y del crepúsculo preferí este excelente mirador a  donde fui a parar al final del día… y de milagro, porque me entretuve dibujando y se me fue el santo al cielo y casi no llego a la puesta del sol.


Ayer hablando sobre el miedo y su origen terminé ateniéndome al caso en que el miedo se convierte en un aliado de nuestros deseos de superación, en un compañero anexo a nuestra curiosidad desbordante, unas vallas en nuestra carrera que nos impulsan a un ejercicio de superación al otro lado de las cuales siempre nos espera un hilo de satisfacción, un pequeño trozo de felicidad, esa conquista de lo inútil, decía, que enunciaba Lionel Terray en su libro, esa hermosa inutilidad de la cual nosotros nos sentimos tan llenos. Aquí me había quedado. Una lectura diferente del miedo porque en este caso éste en absoluto va a contribuir a mejorar la especie, o lo que es lo mismo mantenerla al margen de peligros. El miedo, la superación del miedo, mejor dicho, se convierte, tal como sucede con el erotismo que, aprovechando la energía que derrocha la especie en el ánimo de reproducirse, el hombre transforma esta energía en un sofisticado mecanismo destinado a proporcionarle un placer tanto estético como sexual. Y sucede así con el miedo que, siendo una herramienta derivada también del imperativo destinado a conservar la vida, nosotros utilizamos como referencia para probarnos a nosotros mismos, nuestras posibilidades, nuestro arrojo, o nuestra simple necesidad de saber y experimentar qué hay más allá de esos límites que nos transmite el miedo. Y aquí vuelvo otra vez a esa socorrida idea del hacer de los niños siempre deseosos de saber qué hay más allá de su casa, esa necesidad de explorar los confines de lo que les es familiar y que acaso sea otro de los condicionamientos esenciales que vivió el hombre en su evolución, la curiosidad como fermento, como fuerza que nos lleva más allá de lo conocido y familiar, más allá de nosotros mismos. Un inciso: que no afirmo ni trato de decir cómo es la realidad, que tan sólo hablo conmigo mismo como quien encuentra en este hablar un modo de aclararse. 

Volviendo al miedo, esa frontera que nos advierte de los peligros que podemos tener por delante, y su relación con el  erotismo. Obviamente el miedo no es el objeto directo de nuestros actos cuando decidimos afrontar una situación difícil, sino el derivado; nadie busca el miedo por si mismo, aunque sí nos gusta experimentarlo cuando nos metemos en el túnel del terror o nos aficionamos a ciertas películas; como tampoco es la reproducción el objeto directo de nuestro placer sexual. Sin embargo el hecho de que seamos capaces de sortear el miedo de parecida manera que sorteamos engendrar un nuevo ser haciendo de ello un placer, otorga al miedo, a su superación sería mejor decir, una calidad erótica que viene dada como consecuencia de nuestra tensa relación con él que en última estancia se decanta, en el instante de su superación, en un sutil placer que se deriva de haber hecho frente a nuestros miedos y haberlos superado. No pondremos este desenlace en el mismo plano que el orgasmo, pero tiene ciertas lejanas similitudes. Estar al otro lado del miedo ya, tras un largo peregrinaje por los límites del miedo, es una experiencia tan rica, tan reconfortante, de una satisfacción tan íntima y personal que no merece el concurso más que de uno mismo. 

Hablo del miedo, pero tendría que aclarar que mis pensamientos al hacerlo contemplan con exclusividad ese miedo que se deriva de nuestra relación con la montaña, con la aventura, con retos personales. No es mi intención razonar en términos generales, en cuyo caso quizás no fuera aplicable lo que vengo diciendo. 


Pausa. Las diez de la noche y ya se me ha helado el agua de la cantimplora. Me descuidé. Así que me toca ponerla junto a la calefacción, allá, junto a los mismísimos. Y por cierto, que me sonó el guasap y era el amigo José Antonio que precisamente en este momento está vivaqueando junto a su otro amigo J. A. Morán, en el collado el Mosquito, allá por sierra Cebollera, ambos disfrutando igualmente de un magnífico cielo sobre su vivac. También allí corre una buena rasca que les ha helado el agua de la cantimplora. 

A última hora he vencido la pereza y he logrado montar los artilugios de la fotografía. He pasado un buen rato peleándome con los ASA, los diafragmas y los tiempos pero ha merecido la pena. Sin salir del saco he apañado el trípode y he hecho un recorrido circular con la cámara. Frente a mí, las ramas de un pino han enmarcado como una cenefa un cielo en cuyo centro la Osa Mayor brillaba con fuerza sobre un horizonte donde todavía quedaba el rescoldo lejano de un sol extinguido hace tiempo. 

Se acabó, buenas noches.










2 comentarios:

Silvyana dijo...

Bonito regalo, gracias.

Alberto de la Madrid dijo...

Gracias a ti por la visita.