Vivac en el Mogorrita. Soy tu miedo, soy tu protector


Cima del Mogorrita, 26 de enero de 2022


Fue un atardecer largo que se desleía lentamente mientras despacio iba dando cuenta del té que me acompaña a esta hora, hoy con tiempo suficiente, sin prisas. La subida había sido relativamente corta, incluso me había detenido antes de ascender al Mongorrita para darme una vuelta por la Ciudad Encantada. Salir tranquilamente de casa, echarse a la carretera y dejarse llevar, una parte de la atención centrada en la conducción y en el tráfico, la otra vagando por los pensamientos. Hoy esa sensación de alejarse, el terruño del hogar, las rutinas diarias… Hasta yo mismo me sorprendo aún de que estas sensaciones me visiten. No es aquello de Nena que va a ser de ti lejos de casa, de Serrat, pero sí hay algo dentro de mí que suelta un hilo de no sé qué  que me deja blandito por dentro. Siempre he considerado que soy un ciudadano más del mundo y que eso de la patria, o mejor, la matria, tiene más que ver con un espacio, humano, geográfico, emocional en el que te sientes a gusto, al que te vinculas, un espacio que es en cierto modo la prolongación de tu persona. Y sospecho que ello se acrecienta según te haces mayor. Gustamos todavía, acaso, de los viajes y de un discreto alejamiento de casa, pero haciéndose nuestros hábitos cada vez más caseros -y no es poco, me temo, lo que han contribuido estos dos años de pandemia a acrecentar esta vinculación con la casa- la lejanía del hogar destila cierto sabor a novedad.

Y sin embargo a la noche, ahora en el saco de dormir con todo el firmamento, hoy sin luces ni contaminación lumínica que lo estorben, de nuevo sobre mi vivac, parece como si las distancias se hubieran anulado cuando presencio el firmamento. La familiaridad de este cielo tachonado de estrellas me vincula necesariamente con este otro hogar que son las cumbres que me acogen cada semana. Todas ellas, con su diferencia de estación, de lugar o de condiciones climatológicas, van constituyendo para mí un entrañable reducto que cada vez se parece más y más a un particular hogar que los caprichos de una ocurrencia que tuve hace año y medio, ésta de dormir por las alturas, han contribuido a fortalecer.

Nadie habita las cumbres, leía una vez en unos versos de Mahmud Darwish (el poeta palestino), sin embargo es posible que las cumbres habiten en nosotros, conmigo vais, mi corazón os lleva. La verdad es que con frecuencia me siento un poco niño, y quizás ello sea una de las mejores cosas que nos pueden suceder en la vida. Cuando uno empieza a hacer colecciones se convierte en un niño chico. Un niño chico pendiente de obtener los cromos que le faltan, así que puestos, toma carretera y a buscar se ha dicho cerros altos dónde instalar tu vivac. ¿Qué son sino caprichos de niño tantos deseos que nos acosan? Los hombres serios, los de corbata y chaqueta, los políticos, todos los que se interesan hasta dejarse el alma por los azares de la bolsa, aquellos que se ocupan del alma, pero no pierden ripio inmatriculando propiedades ajenas y almacenando riquezas en el banco del Vaticano, los grandes propietarios; los hombres serios tienen grandes e importantes ocupaciones y no pueden perder el tiempo en paparruchas como pasar la noche bajo las estrellas o desgastar las suelas de los zapatos en los senderos. Esta gente seria es imposible que coleccione cumbres o vivacs en lugares estratégicos. ¿Recordáis al Principito cuando se encuentra con aquellos sabios que dedicaban toda su vida a hacer cuentas y números pero que después no sabían responder en definitiva para qué servía todo eso? Pues lo mismo. Así que no, no me entra ningún complejo por comportarme como un niño. Y es que somos la leche. Toda la vida “haciéndonos mayores”, para llegar a la madurez y concluir que lo que hay que hacer es volver a la infancia.

¿Oye, y si hablamos de otra cosa? La noche es magnífica. Cuando instalé el vivac corría algo de viento, pero ahora la calma es total y la temperatura bastante aceptable, solo -4°C. El confort dentro del saco y la noche tan espléndida me invitan a seguir pegando la hebra con este silencioso interlocutor con el que hablo, como los ciegos, a través de las yemas de los dedos. Días atrás, Toti, que siempre tiene un largo repertorio de citas para ilustrar cierta filosofía de la vida que no deja de practicar con fruición, había colocado ésta del polifacético Jodorovsky en su muro: “La valentía no es ausencia de miedo, sino control del miedo con maestría". Y la acompañaba con una imagen de una travesía en hielo que quitaba el hipo. 

Imagen tomada del muro de Toti


No me parece un aserto muy feliz, pero bueno, el caso es que días atrás quise localizar otra cita que me sonaba relacionada con el miedo y después de un rato la localicé en la introducción de El placer del texto, de Roland Barth; era de Hobbes y decía más o menos esto: “El miedo ha sido la obsesión de toda mi vida”. Hobbes sitúa “su miedo” en el contexto de la historia de la humanidad. El miedo subyacente a todos los peligros que acechaban al hombre, procedente de sus semejantes en particular, desempeña un papel esencial en la historia que mueve, en su creciente complejidad, a una organización social y política encaminada a proporcionar unas cotas de seguridad que mermen la tensión que ese miedo produce. El ejército, la policía, cumplen hoy, presumiblemente parte de esa función. A cuenta de esa disminución del miedo hipotecamos una parte considerable de nuestra libertad. Sin embargo, aceptada esa cuota de seguridad que puede proporcionarnos la sociedad, todavía le queda al hombre, descartado que a la vuelta de cualquier camino alguien te pueda romper la crisma y llevarse todo lo de valor que lleves encima, un excelente contrincante en el miedo con quien vérselas, o acaso, quién sabe, un amigo, un protector.

Soy tu miedo, soy tu protector. Nos dirá éste si le preguntamos por su santo y seña. El hombre, que parece haber nacido para romper todos los moldes y convertir la naturaleza inanimada y la de todos los seres vivos en objeto de su desbordante creatividad, tiene un gran aliado en el miedo que le previene en los límites de su seguridad, invitándole a reflexionar ante el peligro, no vaya a ser que la vaya a palmar en el intento. Cuando nuestra integridad física o nuestra confianza empiezan a zozobrar, cuando nos acercamos a los límites de nuestra seguridad, el miedo nos avisa: ojo, tío, dice, y empieza a desplazarse por nuestro sistema nervioso, alertando aquí o allá, accionando el dispositivo de la adrenalina, abriendo o cerrando ésta o aquélla electroválvula.

El miedo, la incertidumbre, la inseguridad… ¡vaya tres patas para un banco, diría alguno. Me encantó encontrarme días atrás en una entrevista a Silvia Vidal diciendo que la incertidumbre era para ella ese momento mágico en el que le gustaba moverse. La incertidumbre es algo que surge en los límites de la zona de confort. Quizás sea ahí donde tiene su relevancia la cita de Toti. ¿Sigo o no sigo?, ¿tengo o no tengo la preparación que exige el reto que quiero acometer?

¿Y eso de ser valiente? Y entonces yo, que estoy por las alturas esta noche, echo un vistazo a la historia y a nuestra evolución y no me parece que hubiéramos podido progresar mucho si no hubiera sido porque de continuo a lo largo de ellas el hombre se ha esforzado en superar la incertidumbre, la inseguridad y el miedo. Ergo, que si de continuo lo huimos y no ejercitamos su superación ¿no estaremos en estado de regresión? Ortega decía, en no sé qué libro cuyo título no recuerdo, que damos por sentado que todas las adquisiciones que hemos tenido a lo largo de la evolución permanecerán con nosotros para siempre, cosa que él considera del todo improbable si dejamos de ejercitar cualquiera de las facultades que hemos ido adquiriendo a lo largo de nuestra evolución.

Razones prácticas llamaríamos a esto, pero en términos de gratuidad, esa conquista de lo inútil que enunciaba Lionel Terray en su libro, esa hermosa inutilidad de la cual nosotros nos sentimos tan llenos, ello tiene otra lectura. Tengo atorados los brazos por la escritura en la estrechez del saco, así que se acabó. Quizás mañana siga con esa otra lectura. Voy a ver si contemplo un poco las estrellas. Hoy a mi alrededor no se ve ninguna luz de pueblo o casa aislada. La Serranía de Cuenca es un paraíso de soledad. 









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