Vivac bajo la lluvia en Cerro de la Salamanca

 

Cueva Valiente al fondo y refugio de la Salamanca


Cerro de la Salamanca, 11 de septiembre de de 2022

 

Fin de tarde en lo alto del Cerro de la Salamanca. Apacible hora sin otra cosa que hacer que contemplar los alrededores. Todo hasta donde alcanza mi vista me es familiar, y desde hace un par de años con más razón porque no hay prominencia, casi, en cuya cumbre no haya velado armas como don Quijote en la venta-castillo de La Mancha. Velar armas, contemplar las estrellas, conversar largamente con los elementos. Antes, cuando desde alguna cima del Guadarrama (no le pongáis delante lo de parque nacional, por favor, que me da dentera) miraba hacia el oeste, podía decir: es Gredos o la sierra del Valle no más; ahora no, ahora puedo nombrar cada cumbre, cada collado; allá, a la derechas de Abantos y del pico San Benito, lejos, por encima del embalse del Burguillo, el pico el Mirlo el primero, después el cerro de la Escusa, el collado de Navaluenga y, alzándose de puntillas, la prominencia del Alto de las Serradillas y Lanchamala, donde la bruma disuelve hoy los contornos hasta confundirse las montañas con el cielo. Y tras una amplia depresión, por encima de los molinos de viento, los altos de la Sierra de la Paramera con el pico Zapatero, éste descollando sobre la leve calina del atardecer preparándose ya para vestirse de oro y ámbar. La cumbre en donde uno se encuentra siempre produce la sensación de ser el centro de todo ese mundo que te rodea. Así que después de la Paramera, ya ahí mismo, a tiro de piedra, Cueva Valiente y Cabeza Lijar.

Peña Blanca desde Cerro de la Salamanca

A última hora no sabía donde instalar mi vivac para protegerme del viento del sur. Inspeccioné el fondo de una trinchera cercana pero ello me impediría contemplar el amanecer sobre la Peñota y la Maliciosa, que seguía en el recorrido visual a Cabeza Lijar; así que descendí hacia el este en busca de un lugar apropiado. Lo encontré tras el muro de piedra que recorre la línea de las cumbres . Un perfecto mirador para el amanecer.

El viento entreteje su música en las rocas del muro junto a mi vivac. Esta mañana me preguntaba por qué me había dado a mí de repente por largarme a la sierra a dormir precisamente hoy. Aparte de que generalmente no sé el día de la semana en que vivo, me parecía que hubiera sido ayer o anteayer cuando subí al Cerro de la Muela. Creo que fue una decisión inconsciente. La noche anterior había salido de mi cabaña para dar una vuelta por la parcela y de repente me sorprendió una enorme luna entre las ramas de los árboles. Joder, me dije, si es luna llena. Después me olvidé de ella. Sin embargo, antes de dormirme algún enanito debió de soplar a mi subconsciente que esa luna bien merecía una noche en la montaña. Así que por la mañana yo me enteré de segunda mano de eso, de que hoy correspondía que la luna velara mi sueño. Me gusta cuando la luna cubre con su luz mi sueño vivaqueño. Como me despierto varias veces por la noche, cada vez suelo echar siempre una ojeada al firmamento para comprobar el recorrido de la luna y de las constelaciones que tengo encima. Es un hábito que he adquirido desde que vivaqueo con regularidad.

A la izquierda Cabeza Lijar. Al fondo la Maliciosa

Para no romper la costumbre que he cogido últimamente de leer en la cama antes de dormirme, hoy fue un libro lo primero que metí en el macuto, una selección de cuentos de autores rusos. Las noches anteriores fueron algo inquietantes porque me dormí leyendo al Messner que escalaba el Everest en solitario y que mantenía un diálogo consigo mismo controvertido que luchaba entre continuar hacia la cumbre o descender la montaña. Tengo que decir que cuando terminé el libro me jodió montón cómo lo hizo. En el libro anterior que leí, en el que se narra su ascensión con Habeler, me sucedió algo parecido. Messner es tan egocéntrico, tan el centro del mundo en el que se mueve, que olvida cosas fundamentales en la conclusión de sus libros. En el de Habeler, haber hecho honor a los sherpas desaparecidos o enfermos y acaso algunos detalles de agradecimiento a Habeler, y no por el contrario sacar a relucir la reticencias de éste a subir sin oxígeno. Y en el de la ascensión solitaria es fragante el olvido que hace de Nena Holguin, su fiel y enamorada compañera que tanto contribuyó a su éxito y que enriquece en tantos momentos el texto con sus apuntes de diario. Lamentable ausencia. En el viaje de vuelta hacia Lasha, después de su ascensión, inesperadamente la voz de Nena desaparece y ya no volvemos a saber nada más de ella. Messner ha alcanzado la cumbre del Everest y tras ello sólo parece hurgarse en su propio  ombligo continuando con la descripción de las pelotillas que va encontrando en él. La leche este hombre. Puedo asegurar que yo como lector hubo un punto en que estaba mucho más interesado por la historia paralela de las relaciones con Nena que por su relación con el Everest. De hecho posteriormente indagué en Internet porque me intrigaba la historia de esa mujer, Nena Holguin. Sólo logré encontrar alguna foto en la que se la veía caminando por la montaña, ella con mochila y Messner con un niño a la espalda. En la Wikipedia aparece como su pareja durante los años ochenta del siglo pasado. Luego es otra mujer la que sustituye a ésta hasta el 2019. Tras ello, nada, ninguna relación más. Me da que Messner como pareja debe de ser un completo desastre a juzgar por lo que se entrevé en el diario de Nena Holguin durante la expedición de 1980 al Everest. Vamos, que me quedo con las ganas de ver qué sucedió durante años entre Messner y Nena. Me había caído tan bien esta mujer…

Bueno, y yo estaba hablando de…  y ya me he ido por los Cerros de Úbeda. Pausa. El firmamento. Una estrella fugaz cruza entre Vega y Deneb. Altair, y al otro lado Casiopea, apenas las deja ver la contaminación lumínica de Madrid. Decía más arriba que las noches anteriores fueron algo inquietantes en torno al collado Norte del Everest, pero hoy cambié de tema y época, quería dejar un poco de distancia con el Everest y Messner, aunque también es cierto que anduve indagando ya por un libro que relata su ascensión al Nanga Parbat, no la del suceso con su hermano Günter, pero no encontré ninguna edición escrita en cristiano, sólo en alemán, que para mí es como si estuviera escrito en arameo. Sí, que aunque estoy reñido con el egocentrismo de este hombre, también es cierto que ese mundo interior que expresa en sus libros es algo que me atrapa. De momento esta noche, mientras la luna se alza sobre el muro que me protege del viento, tengo para un buen rato de lectura con esa colección de cuentos de autores rusos: Isaak Bábel, Bulgakov, Chéjov, Gorki, Pushkin… unos autores, junto a Dostoievski, Tolstoi, Boris Pasternak, Gogol o Mijaíl Shólojov con su El Don apacible, y un ambiente con los que me parece haber vivido un dilatado tiempo a lo largo de mi vida en los caminos nevados, los salones, el invierno y sus posadas, los coches de tiro; nombres que suenan en mi memoria como pueden hacerlo el de los amigos de juventud. Últimamente he vuelto a entrar en uno de esos periodos en que las horas y los días se me pasan entre las páginas de un libro.

Me dice mi amigo Paco que le diga al otro, “al Toño de loa cojones”, él mismo, que me regale todos sus libros, que yo los sabré aprovechar mejor. ¡Ay!, amigo Paco, no se trata de tener toda la Biblioteca Nacional en casa, sino de tener a mano todos los libros que yo he leído. Recuerda eso que decía Messner el otro día en alguno de mis escritos: los libros que había leído los consideraba parte de sí de manera similar a sus brazos y ojos. No es afán de tener libros, sino de tener cerca aquellos que he leído porque ellos son parte de mi yo y mi memoria.

A mi derecha sobre el firmamento caminan ahora de la mano la Luna y Jupiter. Junticos van por el cielo como dos desposados.  Punto final, que a este paso no me va a dar tiempo a leer. El primer cuento de esta noche, de Gorki, ya tiene un título  sugestivo, Sueño de una noche de invierno.

 

Pues que cuando me dormí estaba completamente despejado y tres horas después me despertaron las gotas de agua sobre los ojos. Aguanté un buen rato a ver si paraba, pero ni flores. De golpe empezó a llover un poco más seriamente y hube de apresurarme a meterme yo y toda mi indumentaria en la manta térmica. En un plástico de esos siempre la condensación deja todo empapado, pero bueno, tampoco la lluvia duró toda la noche.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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