Noche en La Atalaya. Padres e hijos.

 

Atardece sobre la cima de La Atalaya



La Atalaya, Sierra de Valle, 13 de octubre de 2022.

Doy las buenas noches a mi familia desde el silencio de la cumbre con la imagen de más arriba y mi hijo mayor, Guillermo, me responde desde el atronador ambiente de un concierto, cientos de personas brazos en alto coreando y bailando al son de la música. Mi hijo se merienda cada semana con uno de esos conciertos multitudinarios a los que también ha empezado a ir mi nieta. Mi nieta, sí… cómo pasan los años, la niña, la criaja de ayer se ha hecho mocita tan rápidamente que uno siente, en ella o Manuel, la agitada irrefrenable velocidad con que el tiempo fluye por nuestras vidas. Uno mira ese tránsito en uno mismo con cierto estupor pero cuando observamos a nuestros nietos, nacidos ayer mismo como quien dice, el estupor se hace también maravilla, eso que es crecer, empezar a andar, aprender a hablar, hacerse mayores hasta superar nuestra altura en el umbral de la adolescencia… esas maravillas que de tan comunes y habituales apenas nos dejan tiempo para asombrarnos, y que son algo más que un milagro. Mi nieta no quiere saber nada del monte. Mis hijos mamaron la leche de los bosques y las largas caminatas por las montañas desde que vinieron al mundo, el contacto con la naturaleza fue su sustento primero. Yo no fui nunca a uno de esos conciertos, son algo ajeno a mi sentir, pero cuando pienso a padre e hija brincando al ritmo de la música de Punsetes, Sr.Chinarro, o Nacho Vegas, la verdad es que me gusta montón.

Hoy salimos de El Tiemblo Nuria y yo rumbo al Castañar del Tiemblo, una visita un poco temprana porque todavía no han empezado a dorarse las hojas, y arriba del valle nos despedimos, ella tomaría el rumbo de sus castaños y yo camino de Cerro del Mirlo y de la cuerda que me llevaría a una nueva cima donde pernoctar, en la Atalaya, una eminencia poco más allá del Cerro de la Escusa. El caso es que me quedé de repente en blanco y decidí leer un rato mientras alcanzaba las grandes praderías de Pozo de Nieve. Opté por Annie Ernaux con la que estaba en deuda porque anteriormente había leído Pura pasión y me había parecido una novela francamente mala. Ahora, después de haber ganado el Nobel de este año y de habérmela ponderado tanto mi hija no tenía más remedio que probar de nuevo. Así que blandí la varita mágica sobre mi teléfono, en donde se guardan no menos de ochenta mil títulos y éste por arte de ensalmo como en las máquinas tragaperras de los bares dejó caer ante mis ojos El lugar, que precisamente resultó ser la historia del padre de la autora y de la relación que mantuvo con él. El libro, más bien librito, lo leí en el par de horas que tardé en llegar al collado de Casillas. Antes había pasado por las praderías de Pozo de Nieve, un lugar verdaderamente bonito rodeado de prados con una buena vista de la primera parte de la Sierra del Valle, donde drscollaba el Cerro de la Escusa. El libro me gustó pero me dejó casi en ayunas. La percepción que tiene una hija de su padre relatado de una manera tan ágil y personal invitaba a demorarse en la lectura entre otras cosas porque lo que suceden entre padres e hijos, el dilatado tiempo de la crianza, la relación durante la infancia y la adolescencia y posteriormente cuando se hacen autónomos, es un asunto que nos concierne muy especialmente a los padres. Si la sed de conocimiento es universal y propio de todos los seres humanos, con razón especial lo es querer saber qué piensan ellos de nosotros, cómo interpretaron la educación, la atención recibida hasta el momento en que se hicieron adultos. Pensaba en la autora y su relato y me daba pena que el padre en vida no hubiera sabido de tantos asuntos, tantos detalles que la autora sacaba ahora a la luz descarnadamente, con cariño, pero con desconocimiento por parte del padre. Tantos, tantos años juntos, tanto afecto por medio, tantos problemas, tantas alegrías, y sin embargo cuántos silencios bajo esa dilatada relación.

Collado de Casillas, Canto del Berrueco en medio y a la derecha Cerro de la Escusa

Hace unos días titulaba uno de mis post Cuánta vida… Y es que apenas uno presta atención a lo que sucede a nuestro alrededor y a lo que sucede dentro de uno mismo y de la misma manera que allí me admiraba de la tanta vida que había encerrada en los árboles y plantas y general que había surgido del campo yermo en que era la parcela de terreno que compramos hace treinta años, hoy terminado el libro de Annie Ernaux pensaba en esa otra tanta vida que surge a lo largo de los años del encuentro de un hombre y una mujer, sus relaciones, la multiplicidad de las vivencias, los hijos, la crianza, el crecimiento físico y espiritual de todos ellos, las experiencias acumuladas, los estudios, el hecho de ir haciéndose hombres y mujeres, las alegrías, los pesares, las preocupaciones, las pasiones que corren a lo largo de la vida por ese puñado de niños, adolescentes, jóvenes, mayores, los padres en edad madura ya… ¡Cuanta vida! Pienso en la edad de mis hijos y la nuestra y sumo. Sumamos entre todos 278 años de vida… Y siguiendo con ese cálculo me voy a la calculadora y resulta que si pusiéramos todos esos años unos detrás de otros y lo restará los del año en que vivimos 2022 – 278, resultaría que acumulariamos entre todos unas vivencias ¡parecidas a alguien que hubiera nacido en el año 1744!

Ja, ja… a los razonamientos que puede llegar uno metido en el saco de dormir teniendo a las estrellas de techo y el mundo a los pies…

Pues no está mal para una noche en que parecía que iba a ser incapaz de hacer otra cosa que descansar y es que subestimé las distancias y el desnivel y al final se convirtió mi caminar en una muy larga jornada de diez horas. Pero bueno, mereció la pena, tuve un atardecer bastante bonito, y ahora me acompañan mis amigas las estrellas y un pedazo grande de luna acunará mi sueño.

 

 

Sierra de la Paramera



No hay comentarios: