Atardece sobre la cima de La Atalaya |
Doy las buenas noches a
mi familia desde el silencio de la cumbre con la imagen de más arriba y mi hijo
mayor, Guillermo, me responde desde el atronador ambiente de un concierto,
cientos de personas brazos en alto coreando y bailando al son de la música. Mi
hijo se merienda cada semana con uno de esos conciertos multitudinarios a los
que también ha empezado a ir mi nieta. Mi nieta, sí… cómo pasan los años, la
niña, la criaja de ayer se ha hecho mocita tan rápidamente que uno siente, en
ella o Manuel, la agitada irrefrenable velocidad con que el tiempo fluye por
nuestras vidas. Uno mira ese tránsito en uno mismo con cierto estupor pero
cuando observamos a nuestros nietos, nacidos ayer mismo como quien dice, el
estupor se hace también maravilla, eso que es crecer, empezar a andar, aprender
a hablar, hacerse mayores hasta superar nuestra altura en el umbral de la
adolescencia… esas maravillas que de tan comunes y habituales apenas nos dejan
tiempo para asombrarnos, y que son algo más que un milagro. Mi nieta no quiere
saber nada del monte. Mis hijos mamaron la leche de los bosques y las largas
caminatas por las montañas desde que vinieron al mundo, el contacto con la
naturaleza fue su sustento primero. Yo no fui nunca a uno de esos conciertos,
son algo ajeno a mi sentir, pero cuando pienso a padre e hija brincando al
ritmo de la música de Punsetes, Sr.Chinarro, o Nacho Vegas, la verdad es que me
gusta montón.
Hoy salimos de El Tiemblo
Nuria y yo rumbo al Castañar del Tiemblo, una visita un poco temprana porque
todavía no han empezado a dorarse las hojas, y arriba del valle nos despedimos,
ella tomaría el rumbo de sus castaños y yo camino de Cerro del Mirlo y de la
cuerda que me llevaría a una nueva cima donde pernoctar, en
Collado de Casillas, Canto del Berrueco en medio y a la derecha Cerro de la Escusa |
Hace unos días titulaba
uno de mis post Cuánta vida… Y es que apenas uno presta atención a lo
que sucede a nuestro alrededor y a lo que sucede dentro de uno mismo y de la
misma manera que allí me admiraba de la tanta vida que había encerrada en los
árboles y plantas y general que había surgido del campo yermo en que era la
parcela de terreno que compramos hace treinta años, hoy terminado el libro de
Annie Ernaux pensaba en esa otra tanta vida que surge a lo largo de los años
del encuentro de un hombre y una mujer, sus relaciones, la multiplicidad de las
vivencias, los hijos, la crianza, el crecimiento físico y espiritual de todos
ellos, las experiencias acumuladas, los estudios, el hecho de ir haciéndose
hombres y mujeres, las alegrías, los pesares, las preocupaciones, las pasiones
que corren a lo largo de la vida por ese puñado de niños, adolescentes,
jóvenes, mayores, los padres en edad madura ya… ¡Cuanta vida! Pienso en la edad
de mis hijos y la nuestra y sumo. Sumamos entre todos 278 años de vida… Y
siguiendo con ese cálculo me voy a la calculadora y resulta que si pusiéramos
todos esos años unos detrás de otros y lo restará los del año en que vivimos
2022 – 278, resultaría que acumulariamos entre todos unas vivencias ¡parecidas
a alguien que hubiera nacido en el año 1744!
Ja, ja… a los
razonamientos que puede llegar uno metido en el saco de dormir teniendo a las
estrellas de techo y el mundo a los pies…
Pues no está mal para una
noche en que parecía que iba a ser incapaz de hacer otra cosa que descansar y
es que subestimé las distancias y el desnivel y al final se convirtió mi
caminar en una muy larga jornada de diez horas. Pero bueno, mereció la pena,
tuve un atardecer bastante bonito, y ahora me acompañan mis amigas las
estrellas y un pedazo grande de luna acunará mi sueño.
Sierra de la Paramera |
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