Bonales y Tentudia, 7 de abril de 2023
Una leve brisa barre la cima de cerro Bonales, casi una
caricia. Al fin me he decidido y por el sur ando, con un pie en Badajoz y otro
en Huelva. Una cima cubierta por unos pocos escuálidos robles a los que no
parece sentarles bien esta discreta altura. Hoy duermo en el techo de Huelva,
cerro de Bonales, y mañana si no se me pegan las sábanas veré amanecer en el
techo de Badajoz, el Tentudia, a poca distancia de aquí. Elegí la soledad del
Bonales frente al accesible Tentudia en cuya cima se alza un monasterio y a donde se puede
llegar en coche.
La primavera ha llegado tan de sopetón que casi me da pena este
cambio tan radical de temperatura. Eso y el acortamiento de las noches que hace
la estancia nocturna en las cumbres mucho más corta de lo que me gusta. Echo de
menos esas largas noches de invierno tan largas como para que me diera tiempo a
escribir, a leer o a jugar al ajedrez. Ese recogimiento en el calor del saco mientras
fuera el ambiente lanzaba punzadas de riguroso frío, tenía un algo de acogedor que saboreaba
con mucho gusto. Esa soledad cuando vivaqueas en enero o febrero en las cimas es
una soledad profunda que tiene el temple de las experiencias significativas.
Las sensaciones no menguan un ápice pese a la reiteración una semana y otra
siempre con el mismo destino, siempre una cima en donde extender el saco de
dormir. Probablemente algún día me vea obligado a prescindir de estas salidas,
pero estoy seguro que en futuro siempre recordaré este tiempo de una manera muy
especial, muy íntima.
Ha sido un día nada interesante. Muchos kilómetros,
demasiados, así hasta que avanzada la tarde aparecieron en el horizonte una
lomas que indicaron que ya me estaba aproximando. Cuando aparqué lo primero que
vi fue un ostentoso cartel que decía que mi camino, el mío, el que me llevaría
a la cumbre, estaba prohibido. Un cartel
con todos los escudos consistoriales de un pequeñísimo ayuntamiento. Es claro
que en este país hay demasiados aquejados por el síndrome de la prohibición,
una enfermedad que va en aumento. Si en mi largo historial de caminante hubiera
hecho caso a todos los prohibidos que me he encontrado por ahí, apañado habría estado.
Yo no suelo llevar herramientas para hacer frente a los prohibidos y a las
vallas, que siempre me las he tenido que arreglar buscado los lugares débiles de
los cerramientos, aunque ya me tocó en alguna ocasión trajinar con alambres,
púas y demás especies disuasorias. Sin embargo mi amigo Ramón, con el caminé muchas
jornadas dando la vuelta a España, él se cortaba todavía mucho menos que yo. En
su equipaje siempre iban unas tenazas, un corta alambres y un serrucho. El
serrucho por motivo del caballo, que caballo y pastor alemán llevaba él y a veces
era imperativo quitar de en medio alguna gruesa rama para que su jamelgo
pudiera seguir camino, y por tanto cortar loa alambres si se terciaba. Tampoco
Ramón habría podido dar la vuelta a España sin esos necesarios instrumentos
antiprohibiciones. Quizás cuando sea un ancianito y las vallas sean demasié
para mí, quizás entonces tenga que imitar a Ramón.
No sé yo qué hubiera hecho Alonso de Quijano de vivir en esta
época de prohibiciones y prohibidores por todos los lados. No sé, pero trabajo
tendría y mucho más que entonces porque si entonces era necesario desfacer
entuertos, no te digo en nuestra época.
Total, a otro lado de la valla subía un caminito a cuyos lados
crecían multitud de llantenes y una bonita flor violeta llamada flor de nuez de berbería (Gynantridis),
al decir del Google. El bosquecillo de robles estaba cubierto por la pelusilla
de un manto de tierna hierba. Como el
sol estaba declinando hube de
apresurarme para no perder el último suspiro del atardecer sobre el horizonte.
Como era de esperar la luna se alzó enseguida desde el fondo
de la noche y ahora luce espléndida por levante. Si quiero madrugar no me queda
más remedio que terminar aquí mismo.
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