Bajo el refugio Biella, 31 de julio de 2023
El cuadro de la noche lo ocupa la luna, casi llena, oronda se alza sobre las montañas, sobre las nubes que las arropan. Las ventanas de mi tienda hoy están abiertas de par en par para que la noche entre en ella sin reticencia alguna. Así que noche de luna y del lejano rumor de un arroyo que cruza el silencio como invitando con su música al sueño.
Hay que caminar mucho y vivir muchas tormentas y lluvias para encontrar una noche como ésta, con toda seguridad regalo de los elfos del bosque que viendo al caminante transitar por valles y bosques incansablemente, al fin le hacen el regalo convocando a la luna para que ésta sea también cómplice de esa simbiosis que se produce en circunstancias especiales entre el caminante y las otras criaturas, las montañas, los árboles, las flores, el atardecer, el fragor de los truenos.
Por la ventana de mi tienda veo la luna y los picudos y oscuros abetos que se destacan negros a contraluz del tenue resplandor que deja aquella. Y ahora sí, ahora ya puedo volver a la lectura de ese mundo rural de Islandia por donde también camino estos días. Un mundo inquietante el de Arde el musgo gris, tanto como el de Los demonios y los muertos, ambos mis lecturas estos días.
Y el vagabundo antes de dormir mira la luna encogido en su saco, y huele su olor de vagabundo, y se siente en paz consigo y con el mundo. Es la hora del sueño. El vagabundo ha puesto el despertador a las cinco y media de la mañana. Al vagabundo le gusta ver amanecer sobre las montañas y el mar. El vagabundo recorrió a pie todas las costas de la Península, pero cuando llegó al Mediterráneo, siempre siempre despertaba un buen rato antes de que el mar pariera aquel sol que enseguida se convertía en una lanza ardiente sobre las aguas. Al vagabundo le gusta ver amanecer sobre las cumbres.
Mucho camino tenía por delante a la mañana siguiente. En realidad caminar es/son muchas cosas, más si se quiere ese mover las piernas, subir cuestas, descender laderas o atravesar bosques; caminar sobre todo, ya lo enunció don Antonio, es por encima de todo conversar con el hombre que va contigo. Y hoy muy especialmente en que el camino se hace pausado, rítmico, en que los pensamientos vienen y van al compás de las piernas que son como la batuta del director de orquesta que va marcando con sus inflexiones y su esfuerzo, el modo en cómo los pensamientos van encontrando su lugar en el pentagrama de la mañana.
El sendero atraviesa el Macizo de Fanes. Poco a poco Las Tres Cimas van quedando atrás y el paisaje, aunque agreste se hace menos espectacular. Tras atravesar algunas abruptas laderas, servido el sendero con numerosas pasarelas de cables de acero, éste bruscamente tuerce a la derecha ante los restos de una imponente avalancha que ha dejado el cuerpo de la montaña al aire, rojizo, como abierto en canal. Es como si media montaña entera se hubiera derrumbado. El viejo camino que atravesaba la ladera ha quedado sepulto por miles de toneladas de rocas color ocre vivo. Sigue un largo ascenso que termina en la forcella Sora Forno. Allá abajo está el refugio Biella a tiro de piedra. Paro el tiempo de tomarme un gran plato de pasta con nata y queso. Es la segunda parada, ya había comido algo al mediodía en malga Rossalm. Instalaré mi tienda a quince minutos del refugio.
“Dios es amor”, así comienza su sermón desde el púlpito el sacerdote nada más arrancar el siguiente capítulo de Arde el musgo gris. Y cierro el libro con esta idea en la cabeza que siempre me importuna porque la considero falsa, al menos no es así el dios que pinta la Biblia, que lo que resulta es un dios ególatra y vengativo.
Estoy en medio de un paisaje kárstico, esa desolación de siempre. A mi espalda el rojo de la dolomita vetea una montaña de aspecto recio en cuya cumbre han empezado a posarse las nubes. Llevo dos días sin cobertura. El mundo está más lejos cuando esto sucede, y yo, por el contrario, más cerca de mí. Cuando comencé este segundo periplo veraniego por las montañas, las elecciones se habían celebrado ese mismo día y seguí con interés los resultados. Ahora también ese mundo de la política me queda lejos.
Ayer, creo, que raramente sé de lo que escribo o en qué día vivo, hablaba de estos italianos del norte, del Alto Adige, que parecen más austriacos que italianos. Pasé por lugares insólitos colgados de las paredes en donde los soldados había organizado la defensa del país. Aquí incluso ocuparon laderas en invierno de montes como el Gran Zebrú, en el Ortles o en el Adamello donde se hacía la guerra desde los túneles del glaciar de Pian di Neve. Unas condiciones espantosas en la alta montaña de invierno que vivieron tanto los soldados italianos como los austriacos. Leyendo sobre aquella guerra, la Primera Guerra Mundial, en el entorno de los Alpes, a uno se le hace terrible la historia de aquellos hombres que se vieron arrancados de sus aldeas, de sus ciudades, de su trabajo, de su familia para ir “a servir a la patria”.
Desde el horror de la guerra… empieza a llover… No muy lejos del refugio Biella encontré entre los lapiaces un pequeño promontorio para mi tienda. Eran las cuatro y media, así que fin de jornada. Puse la tienda, saqué el saco para que le diera el sol y me tumbé a leer, más bien enseguida a escribir. Y quince minutos más tarde ya tenía el agua encima. Sigamos. Desde el horror de la guerra… yo nunca tuve dudas de qué debería hacer en conciencia, si fuera posible, en el caso de verme comprometido en una de ellas. Siempre, siempre la única opción posible que se me presentaba era huir, huir de la guerra, lo que es huir de la locura de los hombres. Pienso en estos austriacos de las tierras norte de Italia que perdieron la guerra. No la ganaron, la perdieron y ahora están vivos. No es algo que uno pueda elegir, pero seguro que es preferible estar vivo y haber perdido la guerra, que estar muerto, perdida o ganada ésta. Incluso mirando atrás en la historia, pienso en la invasión francesa de España en 1808, puede darse en cualquier caso, en la circunstancia de España, que lo mejor hubiera sido perder entonces la guerra. Sacar a colación la patria para conducir a los ciudadanos a la muerte y a las mayores atrocidades es poner al servicio de una causa, equivocada o no, la vida personal de miles, millones de personas. ¿Valen los resultados de cualquier guerra esos millones de muertos?
La cuestión que puede venir a continuación, teniendo en cuenta los horrores cometidos por los nazis o por los estadounidenses en Vietnam, Laos o Hiroshima y Nagasaki, es también terrible. ¿Habrían los nazis, de haber ganado la guerra, es decir, de no haberles ofrecido resistencia, exterminado a una buena parte de la Humanidad?
Parece que no todas las preguntas puedan tener respuestas. ¿Llevar el hacer el amor y no la guerra, un deseo universal que está instalado tan profundamente en el ser humano, no sería también una tabla de salvación ante el salvajismo y el horror?
Quién lea estas líneas pensará probablemente que el diario de un vagabundo no sea un lugar muy adecuado para este tipo de asuntos. Le diría que está muy equivocado. Cualquiera que recorra los Alpes de un extremo a otro en cualquier dirección va a encontrar con frecuencia los restos de la guerra por todos los lados, restos que van acompañados de una historia horripilante y terrible. Todo el circo alpino está lleno de fosas, casamatas, bunkers, trincheras, cementerios, y tanto franceses como austriacos, italianos o alemanes rinden tributo aquí y allá a sus muertos caídos, no por ninguna patria, sino por la mente enferma y atroz de grupos minoritarios de personas. Hay mentes cuyos razonamientos producen monstruosidades. Es seguro que los horrores de nuestra guerra civil fueron gestados directa o indirectamente por unos pocos puñados de personas, enfermas, codiciosas, seres indeseables que antepusieron sus intereses personales o de grupo frente a cientos de miles de muertos, frente a la ruina y la pobreza que asolaría después el país.
Y “Dios es amor…”, ese blablablá con el que adormecer la voluntad de los hombres, que podría haber sido un buen báculo para orientar la voluntad de los hombres y que sirvió a Pio XII para bautizar a los tanques nazis, a la Inquisición para quemar a los discrepantes y a la Iglesia Católica española para confirmar la masacre de nuestra guerra.
Cesó la lluvia y ahora la niebla envuelve mi pequeño campamento de altura. Ahora sí, ahora, tumbado con el saco por encima me voy con la lectura del libro de Thor Vilhjálmsson, un autor islandés desconocido, al menos para mí, que me está deparando muchas gratas horas de lectura.
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