Tormenta

 


46°33.7880'N 8°59.7450'E, 25 de agosto de 2023 

La tormenta brama con toda su grandiosidad. La tormenta debió de ser en tiempos prehistóricos un fenómeno tan extraordinario como para hacer de ella un dios enfadado con las montañas, los bosques, allá donde ella se desencadenase. Tengo la impresión de que somos un mundo distraído con videojuegos y asuntos de poca monta. Nos hemos encerrado en ciudades, tenemos la cabeza llena de estímulos, la atención saturada de noticias, y en medio de todo esto, cuando escuchamos por casualidad una tormenta suele ser cosa lejana, algo que suena al otro lado de la ventana mientras leemos, vemos la tele o mantenemos una conversación cualquiera con nuestros hijos. La tormenta entonces no es centro de nada, estamos rodeados del confort y la seguridad del hogar y en esa situación es imposible percibir la grandiosidad del fenómeno que se está produciendo fuera. Pero hagamos el esfuerzo de situarnos en otro entorno, un paraje desolado de alta montaña, rodeado de picos, acaso cercano el ruido tumultuoso del arroyo que se ha formado valle arriba en el glaciar, y todavía más, solo, metido en una pequeña tienda vapuleada por el agua. ¡Qué diferencia! Dicen que cuando uno hace un largo viaje, una larga travesía de montaña, cuando se regresa a casa uno es otro, algo ha cambiado dentro, uno vuelve lleno de la experiencia de haber vivido bajo la fuerza abrumadora de las tormentas, de haber tenido al cielo y a las estrellas como compañeras día tras día, de haber acumulado cansancios sin término, sudor, y alegrías, y sufrimientos, y largos instantes de plenitud, pero sobre todo trae en la piel y en los sentidos el canto y estertor de las tormentas de las tardes y noches que quedarán dentro de uno como testimonio de las mejores cosas que la vida puede experimentar. Polvo somos y en polvo nos convertiremos, pero qué diferencia entre polvo y polvo (jajaja… salió así, no lo hice aposta), entre el que somos y seremos cuando hemos vivido abrazados a la tierra, a sus montañas, a sus lluvias y a sus soles. Días atrás aparecía por aquí y en algún comentario eso de abrazar a los árboles, abrazar a los árboles, charlar con las cumbres, gritarle a las tormentas en justa correspondencia con sus desaforados truenos, emborracharse con la música tumultuosa de los arroyos, acariciar con la vista a las flores, sentirte compañero de ese musgo verde brillante que desde su humilde belleza invita al caminante a poner en funcionamiento su cámara. Y ahora sin más que el granizo golpea fuerte sobre mi tienda, que salta en los alrededores dando pequeños saltitos.

No hay pausa en la orquesta de esta tarde. El cielo se cubrió de golpe, se venía venir, por eso apresuré la tienda, y ya mismo las montañas se convirtieron en cajas de resonancia, ese temblor que viene de los montes como si en sus cimas se estuviera desarrollando una batalla sobrenatural. Algo de sobrenatural tienen estas batallas en lo alto de las montañas. ¿Por qué si no los dioses germanos hubieron de construirse sus centros de poder en lo alto del Valhalla, o los griegos en el Olimpo? Las fuerzas de la naturaleza, galernas, tormentas, ciclones, ventiscas, avalanchas, espectáculos a veces terribles  que producen en nosotros la exaltación estética, la emoción que en su más inefable altura el arte puede conseguir en contados momentos. 

Nadie busca a propósito estos fenómenos, sin embargo cuando los tenemos encima la relación con ellos es de una excepcional emotividad. Se interpreta el espectáculo de la tragedia griega como un modo de experimentar las pasiones y emociones que en ellas se desarrollan, pero sin pasar por el trance de las muertes o funestos finales. Con las tormentas no cabe semejante artimaña. Para experimentarlas no hay otro modo que vivirlas. 


Dejó de granizar, el suelo quedó lleno de bolitas de hielo y ahora la tormenta viaja a otras montañas. Queda un retumbar lejano, como un eco que poco a poco se fuera perdiendo en la  distancia. 

A veces se me antoja que esto de caminar en soledad por los Alpes, caminar y experimentar tantas vivencias intensas diferentes tiene mucha más gracia que cualquiera de otras vivencias cuando se hacen en compañía, y más todavía si se trata de grupos. Ir a cualquier parte del mundo, el Himalaya, el desierto, el mar en grupo, le resta lo más esencial de la aventura. Quizás por eso me enamora Silvia Vidal, amo su vida, su forma de hacer con una fuerza que bien la quisiera para mí. Y si mi admiración por esta mujer es tan grande es porque desde mi modestísima situación de solitario algo puedo imaginar de la grandiosidad de sus trabajos y su filosofía de la vida, de los sentimientos y vivencias que esta mujer acumula cuando deja atrás la civilización para enfrentarse a sus incertidumbres y a las dificultades prácticamente con la sola exclusividad de la férrea voluntad que le acompaña. 

Quizás no sea yo quien escribe estas largas introducciones que al final terminan ocupando la mayor parte del texto, creo que quien realmente escribe es cierto estado de ánimo, la experiencia de caminar todo el día por montañas solitarias, algo difíciles, algo expuestas, montañas fuera del tránsito corriente, salvajes; escriben mi soledad, mi cansancio, el tránsito por un collado, la impresión de estar rodeado de un mundo primitivo donde la única alma viviente es el fragor del agua que se despeña desde lo alto de un glaciar en extinción. 


En esta parte de las montañas han desaparecido los refugios. Sólo un par de cabañas, una de ellas la más moderna cabaña de altura que he visto hasta ahora. Cabaña pastoril. Le voy a mandar una foto de ella al amigo Cive, que encanta pernoctar en todos los chozos que se le ponen a mano en Gredos o Pirineos. Cuando la localicé desde arriba no entendía qué pudiera ser aquello, en la distancia algo grande y gris con cuatro patas. Cuando llegué me acerqué a verla. Tenía la llave puesta. Abrí, un pequeño refugio de pastor en plan moderno, luz, lámpara de noche, mesa, cama… No quise demorarme porque la cabaña y la cama ofrecían el desorden propio de alguien que vive a su aire. Me sentía un intruso. Un día un helicóptero la sube, la fijan y ya tiene el pastor todas, o casi todas, las comodidades de su casa. El tejado era una gran placa solar. 


Comí algo en un altillo y después volví al camino, un empinadísimo sendero que bajaba junto al estrépito del agua que de tanto en tanto se convertía en alborotadas y vistosas cascadas. Cuando el reloj rondaba las cuatro, mi hora, me encontré con una cabaña. A la viste de la tormenta que se aproximaba  acampé sin demora junto a ella. Una fuente abrevadero ponía la guinda al lugar. 



















No hay comentarios: