Adamello, val di Genova, 13 de agosto de 2023
Estaba que se anunciaba pero no había manera de encontrar un lugar para la tienda, un terreno abrupto, valle encajonado y umbrío y abajo sonando el río alborotado y bestial recogiendo las aguas de los glaciares altos del Adamello. Al final en una curva del camino encontré algo que podía valer, pero apenas tuve tiempo. Había descargado el macuto cuando empezó a llover. Esta vez me mojé y además la tienda quedó echa una lástima con apenas espacio para estar dentro. Aguanté la lluvia durante un rato como pude y cuando hubo una pausa salí a arreglar la compostura. La tarde me pilló ya subiendo hacia los altos del Adamello, un sendero en la Val Genova que llaman de las Cascadas y que en algún momento me recordaba la bravura de las aguas de Ordesa. Atrás quedaban definitivamente las Dolomitas, los recuerdos, la emoción de los senderos endemoniados y la memoria de tantos y tantos años recorriéndolas. Me costó toda la mañana alcanzar el valle en Sant’Antonio de Maviñola, pero fue entretenido, primero el encuentro con Franca y Camilo, un matrimonio italiano con los que repentinamente pegué la hebra durante un buen rato, dos amigos de los senderos solitarios pero capaces si te encuentras con ellos de iniciar una conversación que te puede durar horas. Les comenté que a menos de una hora de camino tenían un delicioso entorno, una malga donde desayunaba un grupo de jóvenes que habían encendido un fuego dentro cuyo humo esparcía un delicioso perfume por todos los alrededores. Hoy el bosque estaba lleno de charlatanes, porque no había caminado más de quince minutos y ya hubo nueva ocasión para charlar un poco con otro matrimonio. Tenía la impresión de que los caminantes de esta mañana, bastantes en el último tramo, eran de una clase especialmente cortés. No había nadie que al pasar no diera sonriendo su bon giorno, su salve o su bon di, más propio de esta zona.
Comí en Sant’Antonio de Maviñola, y después dos cortos trayectos en autobús me dejaron de nuevo a pie de camino. El macizo del Adamello es poco conocido por la gente de montaña de Madrid, y se trata sin embargo de un magnífico entorno de montañas cuyo centro es el Pian de Neve, el glaciar que rodea al Adamello. La morfología del terreno aquí ha cambiado diametralmente en relación a Brenta o al resto de las Dolomitas. Aquí se impone el granito, lo que ya por sí determina un paisaje muy diferente de grandes crésterías con glaciares en regresión y con picos prominentes importantes como la Presanella, el Adamello o el Caré Alto que llevaba varios días viendo al otro lado del valle de Madonna di Campiglio.
Durante el tiempo que viví en la zona, hace cinco décadas, recorrí muchos de sus valles y montañas con Nena. Posteriormente a su fallecimiento visité varias veces la zona y con María López Carmona hicimos algunos bellos recorridos. Sin embargo de toda mi experiencia en Adamello, la que mejor sabor de boca me ha dejado fue un recorrido invernal que hice solo que ya narré en otro lugar y que, aunque es algo largo, voy a repetir aquí especialmente porque me va a servir para rememorar una de las travesías invernales más bellas y empeñativas que fui capaz de hacer. Tengo aquella travesía, la magnificencia de la alta montaña invernal, la soledad, la dificultad, la incógnita de las grietas del glaciar y la incertidumbre de caminar con los esquís en la niebla durante horas, como uno de lo momentos vividos más interesantes. El relato lo escribí en casa. Lo dejo aquí tal como lo escribí en su día, a sabiendas de que quizás repita algún asunto que ya he tratado días antes:
“Sucede muchas tardes cuando estoy ensoñando frente al atardecer que se despliega frente a mi cabaña, que me surja la necesidad de fijar mi atención en algún lugar de la memoria donde sucedieron hechos que todavía hoy me emocionan. Fue así que, estando contemplando cómo el sol se desvanecía en el horizonte, me encontré de repente con los esquís en los pies avanzando valle arriba en una fría tarde de febrero en un lejano valle de los Alpes Centrales.
Fue sencillamente miedo lo que sentí entonces cuando decidí que el siguiente fin de semana emprendería una travesía solitaria por los altos del Adamello. Por aquel tiempo vivía en los Alpes de la Alta Lombardía, en lo alto de la Val Camónica, en un pueblecito colgado en la ladera de la montaña, donde Nena, mi entrañable amiga, tenía su hogar y la escuela donde daba clases. Su hospitalidad me había permitido vivir en un entorno de altas montañas nevadas que nunca, en unos tiempos en que mi cuerpo y mi alma pensaban a cada instante en una cumbre, hubiera soñado habitar. La ventana de mi habitación era un balcón frente al cual un dédalo de bellas montañas se erguía cada vez que levantaba la vista de mis libros de estudio. Cevo, se llamaba aquel lugar.
Un miedo que latía como las notas de una viola junto a la melodía principal de mi deseo de atravesar solo entre las cumbres de aquel macizo, a cuestas con ese destino que tantas veces nos impele irracionalmente a forzar un proyecto no del todo sensato, acorde con la lógica de la gente "normal". A mí me admira sobremanera lo que los "héroes de nuestro tiempo" son capaces de hacer en la montaña; una profunda admiración porque me siento tan tan pequeño que casi me avergüenza relatar lo que para mí, con veinte o veintiún años, fuera el límite, o eso creí entonces, de mis posibilidades, por mucho que soñara muchas veces escalar el espolón Croz de los Jorasses, probar el granito del Dru o por mucho que hiciera algunos pinitos aquí o allí en los Alpes al principio de los setenta.
Era el miedo la sensación más latente de aquellos primeros momentos cuando empecé a ascender valle arriba, el miedo creciendo dentro con una intensidad dolorosa y punzante. Aquella madrugada mi amiga Nena y Cevo pertenecían a las honduras del valle y la noche, quizás a muchos días de camino. La última visión del valle se había perdido la tarde anterior a las pocas horas de alzarme sobre los esquís por una pendiente extremadamente blanda. Mi cuerpo se sintió totalmente insignificante en la inmensidad blanca del valle de Salarno; el silencio y la soledad eran opresivos. A las tres de la mañana salí del saco de dormir para echar una ojeada al cielo: ¡Todo seguía igual!, todo quieto y silencioso; llegaba a la malga la claridad irreal de los fanales de la diga de Salarno; pensé en hipotéticas avalanchas, la que había atravesado el día anterior junto al henil de Boaza, un caos informe de nieve y piedras dejando un rastro de destrucción y confusión desde las alturas del Campanone di Coppo hasta el fondovalle.
Hice la mochila a la luz de la linterna; era excesivamente pronto, pero como la inquietud no me dejaba dormir decidí partir de inmediato. Tragué unos higos secos mezclados con pasas y nueces, y abandoné la malga por la ventana; la nieve obstruía la puerta hasta la mitad de su altura. Crucé los esquís sobre el macuto y eché a andar. La situación era a esta hora algo opresiva; una inseguridad perturbadora acompañaba mis pasos, pero junto a ella empezaron a brotar a intervalos pequeños destellos de satisfacción que se fueron afirmando en el sucesivo andar sobre la nieve dura. Caminé a tientas sobre una superficie variable de subidas y bajadas, crucé el plano de un lago helado. La nieve empezó a ceder; me calcé los esquís. Me rodeaba una profunda quietud.
Los esquís producían un siseo regular en la nieve, quebrada a veces con un chasquido que aliviaba el silencio de la noche. Pensé en que más arriba el retorno sería difícil; di un nuevo repaso a mi equipo: el piolet, los crampones, el mapa, la brújula. Pensé en la Vedretta di Salarno, la cabecera del glaciar, una enorme extensión de hielo cruzada por enormes grietas. Experimenté que mis temores iban siendo sustituidos poco a poco por una intensa vivencia del momento presente. Llegué al solitario y abandonado refugio Prudenzini cuando la primera claridad apenas lo diferenciaba todavía de una roca más.
La ladera, cada paso más pendiente, me obligó a describir grandes bucles sobre la nieve. Impulsaba los esquís con un ritmo maquinal y sistemático: las tablas moviéndose sobre las pieles de foca; las pieles sobre la nieve; adelantar una pierna, desplazar el bastón, afianzar la otra pierna, avanzar el cuerpo, mover la pierna más atrasada, apoyar el bastón inferior, inspirar, uno, dos, expirar, tres, cuatro. Los músculos entraron en calor; el esfuerzo y los ritmos pausados y repetitivos de mi respiración me deparaban un especial placer. La armonía y la constancia de los movimientos alimentaron otro ritmo interior que propició recuerdos tranquilos y apacibles. Columpiado sobre la blancura de un amanecer desteñido, aburrido, gris —salpicado de nubes altas, alargadas y planas, todo surgía de la noche como en el fondo de una cubeta de revelador gastado—, subía a pasos cortos; mi mirada se dirigía ahora hacia los corredores del Corno Miller donde largos hilachones de niebla atravesaban las forchette y se desplomaban sobre un caótico mundo de seracs. La pendiente se perdía ya a mis pies con vértigo creciente. Sustituí los esquís por los crampones; sopesé dos posibilidades distintas para ascender... Escogí el peor camino posible; me daría cuenta de ello cuando el retorno fuera ya imposible. Si hubiera subido un poco más hacia el este habría visto con claridad cómo una suave pendiente se elevaba sin dificultad alguna hacia el Pian de Neve. El camino que seguía era una incógnita.
Doscientos metros más arriba una pared rocosa me cerró el paso; retrocedí, la diagonal que hubiera debido tomar nacía mucho más abajo. Frente a mí aparecían breves paredes cubiertas de nieve, corredores estrechos, aristas y espolones que se elevaban enigmáticas hacia las alturas. En la inmensidad blanca de una ladera confusa, de donde todo aquello arrancaba, un punto diminuto y grotesco, yo, fuera del mundo subiendo, empeñado en buscar un itinerario que lo llevara más arriba. El punto se movía definitivamente hacia uno de aquellos corredores de los cuales era imposible ver el final. La nieve costra parecía sostener mi peso, pero era sólo una ilusión, en algún momento cedía y entonces podía hundirme una y otra vez hasta la cintura; una vez tras otra el esfuerzo continuado de salir de un enorme agujero: yo, el macuto, mis esquís.
Más arriba las perspectivas siguieron siendo desalentadoras, la ladera terminaba bruscamente sobre una afilada arista de nieve sin continuidad; allí la pendiente descendía vertiginosa al otro lado durante cien o doscientos metros hasta posarse suave sobre un llano. Aquel camino me pareció fuera del alcance de mis posibilidades, pero no quería (o quizás no podía) deshacer la ruta de subida. No me quedaba otro recurso que un estrechísimo corredor de nieve a mi derecha. Desde la arista hice una corta travesía por una rigurosa pendiente hasta alcanzar la base del corredor.
Escalar era un trabajo largo y meticuloso que exigía una minuciosa concentración. Durante media hora mi atención quedó absorbida por esta tarea. Más arriba el corredor se estrechó hasta el punto de rozar los esquís, amarrados desde hacía rato sobre el macuto, con las rocas adyacentes. Me encontraba seguro, pero no pude liberarme de una opresión interior cuando la estrechez fue máxima y el peso, la pendiente y los esquís —enganchados en todos los salientes— tiraron de mí con una brutalidad difícil de describir.
No todo eran penas sin embargo, un sol tibio y anaranjado pintó de caramelo ese mundo elemental y salvaje de manera inesperada. La nieve se vistió de fiesta, la roca se tiñó de cosa sensata y amable. Me ascendió un dulce sabor a bienestar por todo el cuerpo.
Aquello podría no tener sentido pero era hermoso, muy hermoso aquel sol sobre el granito frío. Vacío, silencio, miedo, estremecedora soledad, fuerza, ser, y en medio, el sol brotando de la tierra.
Necesitaba convencerme de que la nieve no cedería. Me fui acercando a la cornisa donde deberían culminar mis penas inmediatas; miré hacia abajo; mis huellas se perdían en el fondo del corredor; eran unas huellas grandes y profundas que ahora contemplaba con voluptuosidad. Superé el último tramo dominado por la excitación; llegué hasta un canalizo-chimenea vertical que superé penosamente. El último resalte rocoso quedó atrás, alcancé el punto más prominente del corredor sobre la cornisa.
Tuve la sensación de que en aquel instante era el centro de un universo muy particular. Una suave pendiente llegaba hasta allí por el lado opuesto; la miré con agradecimiento. Era feliz.
El recuerdo de ese tramo de madrugada vertebrado de miedo y lucha y, poco después, de plenitud, perduraba en mi conciencia tan nítido como si hubiera sucedido ayer. El cansancio de vivir se aligera con esta clase de recuerdos. La luz y el silencio, el duro granito y la blanca nieve, la soledad absoluta, apaciguarían poco a poco mi excitación. Mientras desgajaba una naranja fijé mi atención en las cosas que me rodeaban: la delicada y soleada pendiente del último tramo de la Vedretta di Salarno, la roca oscura y dentada del contrafuerte que fija el límite alto de los glaciares, la mole del Adamello que se erguía soberbia y aislada sobre el mar de hielo del Pian di Neve.
Ahora el tiempo apremiaba, había confusión en el cielo. Me calcé los esquís y las pieles; era placentero. Entre la nieve sobresalían los vestigios de una guerra lejana, la de 1914: alambres de espino y hierros herrumbrosos por todas partes, los restos de un cañón... Durante la Primera Guerra Mundial todos los glaciares altos del Adamello fueron perforados con galerías; por ellas se desplazaban las tropas italianas y austriacas para evitar la artillería recíproca.
Más arriba retiré las pieles de foca de los esquís. Ahora me esperaba un magnífico descenso hasta el refugio Mandrone; sólo tendría que cuidarme de las grietas en la parte más accidentada de la Vedretta del Mandrone. Desde el Pian di Neve me dirigí hacia el refugio de la Lobbia que aparecía barrido por masas de niebla que se arrastraban perezosas a lo largo de los contrafuertes orientales del glaciar. Debía darme prisa y tomar la delantera a la niebla.
Una suave pendiente se deslizaba bajo mis pies con regularidad; era un magnífico descenso, mi paso levantaba pequeñas cortinas de nieve en las curvas. Aquello no se olvida, pensé entonces; la soledad, el abandono mórbido de bajar con los esquís como un dios flotando en el Olimpo... Olvidé muchos detalles de aquel día pero no desaparecerá nunca la impresión de plenitud que me trajo aquel paisaje aturdidor y pleno, la grisura envolvente de las cumbres cayendo en silencio hacia los glaciares; ni agua, ni viento, nada, un impenetrable silencio cortado sólo por el roce leve de los esquís en la nieve. Crucé el glaciar; atento a las grietas dejé a mi derecha el lago Nuovo y después, más abajo, el lago Mandrone.
Tras diez horas de esfuerzos sólo una breve pendiente me separaba del refugio Mandrone. En otoño había pernoctado allí con Nena cuando nos dirigíamos a la Presanella. El refugio yacía como muerto en su blanco abandono. Cuando me puse en marcha de nuevo, abandonado el calor del refugio, todo estaba cubierto por la niebla y nevaba ligeramente; sin embargo unas hermosas huellas se dirigían hacia el paso Presena, seiscientos metros de desnivel más arriba.
Durante una hora larga caminé como un ciego empujando mis esquís por un mundo blanco sin referencia alguna; era difícil hacerse una idea de la pendiente, de la orientación. Caminé en medio de una nube clara sin otro punto de contacto que dos huellas paralelas que se perdían a intervalos en aquel estado algodonoso. Los pensamientos iban y venían en medio de una tranquila ascensión. Esa mañana ya tuve sensación de hogar en lo alto de aquel escabroso corredor; después el resto me pareció coser y cantar; sentí que el confort de mi habitación estaba ya ahí al alcance de la mano: los discos de vinilo que guardan en sus surcos voces y sonidos queridos, el baño caliente, el agasajo de Nena después de tenerla extremadamente preocupada durante dos días. Ascendiendo hacia el paso Presena me confiaba a mí mismo con monólogos curiosos: "Cuando estás en casa, si quieres levantarte te levantas, si quieres una pera vas a la cocina y la coges, si quieres un libro alzas una mano y ya lo tienes, puedes salir a tomar el sol si te place, dormir si lo deseas. Cuando estás en el corredor todo es distinto, entonces la vida es como un curioso agujero en donde lo único que puedes hacer es subir y subir; ni peras, ni libros, ni discos, ni paseos, sólo tú y tu angustia, tu gozo, el reto contigo mismo". Inmerso siempre en la niebla traté de razonar sobre estas cuestiones, pero el empeño no pasaba de ser un ejercicio de ensimismamiento. Era una época en que Dios había sido proscrito definitivamente de mi mundo; a partir de ahí creí encontrar aquí y allí razones que el instinto me iba sirviendo a cuentagotas envueltas en trozos de Naturaleza. El instinto, el deseo, convertidos en feraces animadores de los sentidos no necesitaban explicaciones, "la conquista de lo inútil" no se disecciona; hay cosas que haces porque sí, porque amaba hacerlas, nada más.
Desde el Paso Presena una magnífica pista de esquí se tendía a mis pies. Había empezado a anochecer”.
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