Me
comen las moscas zumbonas. El veranillo de San Miguel ha traído de nuevo un
trozo de verano y ahora las moscas aprovechan el sol para antes de palmarla dar
un respingo de vida. Subo camino del Cabezo del Cervunal. En lo alto ya
despuntan los Galayos sobre un cielo despejado en el que los buitres se recrean
con su vuelo lento y armonioso.
Como
voy sobrado de tiempo me he sentado a la sombra de los últimos pinos y, si las
moscas me dejan, podría probar con un par de temas sobre los que reflexionar.
Reflexionar, quiero decir sobre asuntos que me llaman la atención y para los
que necesito la ayuda de la escritura para aclararme. Uno. Ayer noche llegué, a
falta del epílogo, al final del libro de Goran Kropp, recuerdo, un sueco que
marchó al Everest en bicicleta desde su casa, en Estocolmo, ascendió en solitario y sin
oxígeno a la cumbre y regresó a su Suecia como había venido, en bici. Los últimos
capítulos me dejaron un confuso manojo de sensaciones. Días antes de su segundo
intento, en el que hizo cumbre, habían muerto un puñado de alpinistas entre el
collado Sur y la cumbre. Tras la tragedia Goran vuelve a su intento de alcanzar
la cima del Everest. Cuando llega Goran al collado Sur, éste es un inmenso
vertedero, basura por todos los lados, tiendas destrozadas, montones de
botellas de oxígeno vacías, excrementos… y entre todo ello algunos cadáveres
metidos en la pertinente bolsa de plástico. Goran está exhausto, agónico, pero
aún así decide continuar al día siguiente hacia la cumbre. En su camino se
encontrará ingentes cantidades de cuerdas abandonadas y también el cadáver del
guía neozelandés que dirigía la expedición en la que murieron tantos
alpinistas. Su cadáver está en medio de un lugar por el que es necesario seguir,
lo que le obliga a pasar por encima de él. Con sufrimientos indecibles llega al
fin a la cumbre. No siente en ese momento ninguna alegría y lo que vendrá
después será un enorme calvario del cual saldrá vivo de pura casualidad. En el
laberinto de los seracs de Khumbu cae en una grieta, deambula como un sonámbulo
semiinconsciente entre los seracs.
Este es
el panorama ante el cual siento una tremenda perplejidad. El deseo de hacer
algo extraordinario que nadie antes ha hecho es el motor de este hombre, como
lo era para Kukucska o Messner, por mucho que este último lo adorne con ese
objetivo de conocerse a sí mismo y superarse. Sin embargo lo de Kropp, ese
hasta el punto de alquilar una avioneta para que desde ella puedan firmar su
llegada a la cumbre del Everest, que algo se justificaría por la necesidad de
“cazar “patrocinadores, esa conjunción de enorme esfuerzo y la aventura con la
macabra imagen de tener que sortear cadáveres y basureros infectos para cumplir
su objetivo, me cuestiona, no sé cómo interpretar, se me afloja un poco la
admiración por este hombre cuando el elemento “ser el primero que” resulta de
una relevancia para mí desesperante. Ese basurero que es la ascensión al
Everest, basurero-cementerio, y sus obsesiones correlativas siento que tienen
poco o nada que ver con un espíritu de aventura, con el esfuerzo, la entrega,
el deseo de ser parte de la montaña, con la hermosa relación que mantienen
amantes y montaña en el ámbito de su encuentro. Siento que esa sensación que vivía
yo mientras leía el libro de Kropp, hacía el final de la lectura se desvanece,
porque mi admiración poco a poco toma otro cariz y empieza a inhalar cierto
tufillo ególatra de dependencia de los demás que soporto mal; esa enorme
necesidad de buscar el elogio y la admiración de los otros, tan humana por otro
lado, quiebra por su magnitud, pienso, enrarece la propia relación con uno
mismo, porque cuando lo que hacemos lo hacemos en función de los otros, tengo
la sensación de que estamos vendiendo el alma al diablo.
Guisando con Cabezo del Cervunal al fondo |
Cambio
de tercio. De momento, ahora que el calor ha remitido un poco voy a ver si doy
otro estirón hasta la cumbre. Subiendo desde Arenas de San Pedro parecía que la
cima estaba ahí al alcance de la mano, pareciera, pero los mil metros de
desnivel se han hecho notar. Al final tuve que apresurarme si quería ver
atardecer y hacer alguna fotografía. Galayos estaba ya en la penumbra pero el
sol lucía todavía al sur de las montañas del Circo. Nada espectacular, pero
bueno, lo suficiente para que mi cámara cumpliera el capricho de dejar
constancia de un atardecer más en las cumbres. Ahora un buen pedazo de luna en
el cielo, el Triangulo del Verano encima y
Ayer, a
raíz de mi último post, que exploraba la posibilidad de mejorar la convivencia
del país y abogaba por tanto por dar la bienvenida a los pinganillos en el Congreso,
de parecida manera a como podría defender la amnistía en base al mismo
principio de convivencia, me cayeron encima algunos comentarios que de una
manera u otra venían a decir que eso de usar el catalán, el vasco o el gallego
en el Congreso era una estupidez. Estupidez o no, es el caso que el asunto, no
el uso del otros idiomas, sino el que hubiera tal discrepancia entre lo que yo
defendía y lo que defendían los comentaristas, me llamó la atención. No hablo
de política aquí. El hecho de que nuestras distintas certezas fueran
irreconciliables entre sí me hizo suponer que debía de tener alguna
explicación, algo que se me agudizó cuando está mañana en la cabecera de un
artículo de fondo de El País me encontré con la afirmación de que la certeza
sólo es propia de los sabios y los imbéciles. No pude leer el artículo, no
estoy subscrito a ese periódico, pero esa introducción ya de entrada me daba
pie para poner en duda mis propias afirmaciones ante esa amenaza de imbecilidad
que se cernía sobre mí. Algo parecido me sucedió leyendo a Stevenson hace
tiempo cuando éste afirmaba con toda rotundidad que generalizar es propio de
imbéciles. Digo yo que como para algo ha de servir leer, pues que me picó la
curiosidad de indagar eso de las certezas que asumíamos cuatro personas,
certezas que se daban de narices unas con otras.
Lo
primero que pensé es que era claro que esencialmente armamos la batería de
nuestros argumentos en base a ideas previamente concebidas, en base a nuestra
cultura, a nuestros conocimientos de Historia, en base a nuestras filias,
nuestro afección a grupos e ideas o nuestro encono contra formas de pensar
diferentes a las nuestras. Sería ingenuo pensar que cuando discutimos con
alguien sobre cualquier asunto sólo está en juego los elementos sobre los que
discutimos, amnistía sí o amnistía no, pinganillos sí o pinganillos no, por
ejemplo. ¿Qué es lo que nos hace tomar partido, estar tan seguros de que lo que
defiende el interlocutor es una estupidez? ¿Acaso nuestra certeza, es decir
nuestra imbecilidad? ¿De dónde nace esa fogosidad con la que en ocasiones
defendemos o denostamos un asunto? ¿Cuál es la razón que nos impulsa a tomar
partido por esto o lo otro? A mí la explicación que se me ocurre es que cuando
se defiende algo, se comenta con cierta rotundidad, lo que está en juego es más
la ideología, las ideas preconcebidas, la imagen que uno tenga de los
catalanes, por ejemplo, que la discusión en sí del asunto de que se trata.
Salpimentar con datos de aquí y de allá los argumentos, datos a los que el interlocutor
puede oponer otros tantos con igual alegría, es un trabajo inútil, porque
estando asentadas las ideas en uno, lo que diga el otro, o no sirve o es,
parece, una estupidez.
Galayos despierta sobre la fiesta del amanecer |
Quizás
saber lo que hay detrás de cada certeza pueda ayudar a comprender al
interlocutor. Saber que tras “mi certeza” está la necesidad de auspiciar una
mejor convivencia entre los ciudadanos de este país, un sí a las diferentes
lenguas en el Congreso, y un sí a la amnistía, me parece que tiene un valor
enormemente positivo para el futuro de nuestra tierra. Lo contrario, por muchas
razones en contra que se expongan, es alimentar el descontento y el encono de
unos contra otros.
Una
ligera brisa barre la cima del Cervunal. La luna baña levemente las montañas,
No
había sonado todavía el despertador. Me di la vuelta y allá una línea roja
empezaba a dibujarse en el horizonte; después se iluminaron de malva y rojo
algunos hilachos de nubes que colgaban del cielo como a la espera de
desentumecer su cuerpo rígido por el frío de la noche y, enseguida entre los rescoldos
del horizonte, surgió el astro rey, perezoso, lento, como si le costase sentar
sus reales sobre
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