Vivac en Cabezo del Cervunal. Amnistía y pinganillos.

 


Cae la noche sobre el Circo de Gredos


Cumbre del Cabezo del Cervunal, 26 de septiembre de 2023

Me comen las moscas zumbonas. El veranillo de San Miguel ha traído de nuevo un trozo de verano y ahora las moscas aprovechan el sol para antes de palmarla dar un respingo de vida. Subo camino del Cabezo del Cervunal. En lo alto ya despuntan los Galayos sobre un cielo despejado en el que los buitres se recrean con su vuelo lento y armonioso.

Como voy sobrado de tiempo me he sentado a la sombra de los últimos pinos y, si las moscas me dejan, podría probar con un par de temas sobre los que reflexionar. Reflexionar, quiero decir sobre asuntos que me llaman la atención y para los que necesito la ayuda de la escritura para aclararme. Uno. Ayer noche llegué, a falta del epílogo, al final del libro de Goran Kropp, recuerdo, un sueco que marchó al Everest en bicicleta desde su casa, en Estocolmo, ascendió en solitario y sin oxígeno a la cumbre y regresó a su Suecia como había venido, en bici. Los últimos capítulos me dejaron un confuso manojo de sensaciones. Días antes de su segundo intento, en el que hizo cumbre, habían muerto un puñado de alpinistas entre el collado Sur y la cumbre. Tras la tragedia Goran vuelve a su intento de alcanzar la cima del Everest. Cuando llega Goran al collado Sur, éste es un inmenso vertedero, basura por todos los lados, tiendas destrozadas, montones de botellas de oxígeno vacías, excrementos… y entre todo ello algunos cadáveres metidos en la pertinente bolsa de plástico. Goran está exhausto, agónico, pero aún así decide continuar al día siguiente hacia la cumbre. En su camino se encontrará ingentes cantidades de cuerdas abandonadas y también el cadáver del guía neozelandés que dirigía la expedición en la que murieron tantos alpinistas. Su cadáver está en medio de un lugar por el que es necesario seguir, lo que le obliga a pasar por encima de él. Con sufrimientos indecibles llega al fin a la cumbre. No siente en ese momento ninguna alegría y lo que vendrá después será un enorme calvario del cual saldrá vivo de pura casualidad. En el laberinto de los seracs de Khumbu cae en una grieta, deambula como un sonámbulo semiinconsciente entre los seracs.

Este es el panorama ante el cual siento una tremenda perplejidad. El deseo de hacer algo extraordinario que nadie antes ha hecho es el motor de este hombre, como lo era para Kukucska o Messner, por mucho que este último lo adorne con ese objetivo de conocerse a sí mismo y superarse. Sin embargo lo de Kropp, ese hasta el punto de alquilar una avioneta para que desde ella puedan firmar su llegada a la cumbre del Everest, que algo se justificaría por la necesidad de “cazar “patrocinadores, esa conjunción de enorme esfuerzo y la aventura con la macabra imagen de tener que sortear cadáveres y basureros infectos para cumplir su objetivo, me cuestiona, no sé cómo interpretar, se me afloja un poco la admiración por este hombre cuando el elemento “ser el primero que” resulta de una relevancia para mí desesperante. Ese basurero que es la ascensión al Everest, basurero-cementerio, y sus obsesiones correlativas siento que tienen poco o nada que ver con un espíritu de aventura, con el esfuerzo, la entrega, el deseo de ser parte de la montaña, con la hermosa relación que mantienen amantes y montaña en el ámbito de su encuentro. Siento que esa sensación que vivía yo mientras leía el libro de Kropp, hacía el final de la lectura se desvanece, porque mi admiración poco a poco toma otro cariz y empieza a inhalar cierto tufillo ególatra de dependencia de los demás que soporto mal; esa enorme necesidad de buscar el elogio y la admiración de los otros, tan humana por otro lado, quiebra por su magnitud, pienso, enrarece la propia relación con uno mismo, porque cuando lo que hacemos lo hacemos en función de los otros, tengo la sensación de que estamos vendiendo el alma al diablo.

Guisando con Cabezo del Cervunal al fondo


Cambio de tercio. De momento, ahora que el calor ha remitido un poco voy a ver si doy otro estirón hasta la cumbre. Subiendo desde Arenas de San Pedro parecía que la cima estaba ahí al alcance de la mano, pareciera, pero los mil metros de desnivel se han hecho notar. Al final tuve que apresurarme si quería ver atardecer y hacer alguna fotografía. Galayos estaba ya en la penumbra pero el sol lucía todavía al sur de las montañas del Circo. Nada espectacular, pero bueno, lo suficiente para que mi cámara cumpliera el capricho de dejar constancia de un atardecer más en las cumbres. Ahora un buen pedazo de luna en el cielo, el Triangulo del Verano encima y la Polar enfrente justo por encima del saco de dormir. Del resto, esa sensación de soledad, el silencio, las luces de los pueblos salpicando el llano.

Ayer, a raíz de mi último post, que exploraba la posibilidad de mejorar la convivencia del país y abogaba por tanto por dar la bienvenida a los pinganillos en el Congreso, de parecida manera a como podría defender la amnistía en base al mismo principio de convivencia, me cayeron encima algunos comentarios que de una manera u otra venían a decir que eso de usar el catalán, el vasco o el gallego en el Congreso era una estupidez. Estupidez o no, es el caso que el asunto, no el uso del otros idiomas, sino el que hubiera tal discrepancia entre lo que yo defendía y lo que defendían los comentaristas, me llamó la atención. No hablo de política aquí. El hecho de que nuestras distintas certezas fueran irreconciliables entre sí me hizo suponer que debía de tener alguna explicación, algo que se me agudizó cuando está mañana en la cabecera de un artículo de fondo de El País me encontré con la afirmación de que la certeza sólo es propia de los sabios y los imbéciles. No pude leer el artículo, no estoy subscrito a ese periódico, pero esa introducción ya de entrada me daba pie para poner en duda mis propias afirmaciones ante esa amenaza de imbecilidad que se cernía sobre mí. Algo parecido me sucedió leyendo a Stevenson hace tiempo cuando éste afirmaba con toda rotundidad que generalizar es propio de imbéciles. Digo yo que como para algo ha de servir leer, pues que me picó la curiosidad de indagar eso de las certezas que asumíamos cuatro personas, certezas que se daban de narices unas con otras.

Lo primero que pensé es que era claro que esencialmente armamos la batería de nuestros argumentos en base a ideas previamente concebidas, en base a nuestra cultura, a nuestros conocimientos de Historia, en base a nuestras filias, nuestro afección a grupos e ideas o nuestro encono contra formas de pensar diferentes a las nuestras. Sería ingenuo pensar que cuando discutimos con alguien sobre cualquier asunto sólo está en juego los elementos sobre los que discutimos, amnistía sí o amnistía no, pinganillos sí o pinganillos no, por ejemplo. ¿Qué es lo que nos hace tomar partido, estar tan seguros de que lo que defiende el interlocutor es una estupidez? ¿Acaso nuestra certeza, es decir nuestra imbecilidad? ¿De dónde nace esa fogosidad con la que en ocasiones defendemos o denostamos un asunto? ¿Cuál es la razón que nos impulsa a tomar partido por esto o lo otro? A mí la explicación que se me ocurre es que cuando se defiende algo, se comenta con cierta rotundidad, lo que está en juego es más la ideología, las ideas preconcebidas, la imagen que uno tenga de los catalanes, por ejemplo, que la discusión en sí del asunto de que se trata. Salpimentar con datos de aquí y de allá los argumentos, datos a los que el interlocutor puede oponer otros tantos con igual alegría, es un trabajo inútil, porque estando asentadas las ideas en uno, lo que diga el otro, o no sirve o es, parece, una estupidez.

Galayos despierta sobre la fiesta del amanecer

Quizás saber lo que hay detrás de cada certeza pueda ayudar a comprender al interlocutor. Saber que tras “mi certeza” está la necesidad de auspiciar una mejor convivencia entre los ciudadanos de este país, un sí a las diferentes lenguas en el Congreso, y un sí a la amnistía, me parece que tiene un valor enormemente positivo para el futuro de nuestra tierra. Lo contrario, por muchas razones en contra que se expongan, es alimentar el descontento y el encono de unos contra otros.

Una ligera brisa barre la cima del Cervunal. La luna baña levemente las montañas, la Mira y los Galayos a mis pies, el Almanzor y las cumbres del Circo a mi izquierda. Un cachito de plenitud anda suspenso en el aire de la noche.

 

No había sonado todavía el despertador. Me di la vuelta y allá una línea roja empezaba a dibujarse en el horizonte; después se iluminaron de malva y rojo algunos hilachos de nubes que colgaban del cielo como a la espera de desentumecer su cuerpo rígido por el frío de la noche y, enseguida entre los rescoldos del horizonte, surgió el astro rey, perezoso, lento, como si le costase sentar sus reales sobre la Tierra. Los Galayos eran todavía la testuz de un extraño ser antediluviano emergiendo de las sombras, pero con las brasas ya de un nuevo día sobre su cabeza. En fin, el sol se dejó de pamplinas y de un papirotazo se deshizo de las nubes y ya fue claro y luminoso el señor del universo. Momento en que terminado el espectáculo volví a sumergirme  de nuevo en el sueño, aunque no sin antes haber contemplado a los buitres planeando solemnes sobre mi vivac.



 

 

 


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