Vivac en pic de la Serrera (2917 m.)




Cima del pic de la Serrera, 14 de julio de 2024

A veces me impresiona una soledad como la de esta tarde. Esa inmensidad de montañas a mi alrededor, el mar de nubes con esa sensación de cuando vas en un avión a diez mil metros del suelo con las nubes bajo las alas. Mundo mineral de rocas y nubes, sin ningún signo que dé cuenta de la civilización, como si al mundo no hubiera llegado el hombre todavía. En otras cumbres ves al anochecer las luces de lejanos pueblos, aquí nada, y si las hubiera más tarde serían como de pueblos misteriosos sumergidos bajo el mar de nubes.

Sentir la soledad como una punzante sensación que penetra dentro de tu cuerpo y a la vez descubrir en los rincones de tu ser una profunda sensación de bienestar y de cosa extraordinaria.

Estar en cualquier cumbre suficientemente alta produce siempre la sensación de estar en medio del mundo. De hecho lo estás, todos somos centro del universo, es desde nuestras mismidad que percibimos el espacio así. Aquí esa sensación se agudiza porque allá hasta donde alcanza tu vista cuando giras a tu alrededor trescientos sesenta grados, pertenece a un círculo cuyo centro es nuestra persona.

Siempre me produce cierto temor dormir tan alto, tan aislado; siempre la posibilidad de un cambio repentino de tiempo, los pasos delicados, la posibilidad de errar el camino. Hace dos inviernos llegué a la cumbre del San Lorenzo, en La Rioja, en mitad de la niebla con un temporal de viento que me tiraba. Me refugié en un chamizo de hojalata que había cercano a la cumbre. Toda la noche no hice otra cosa que pensar que ese chamizo terminaría volando, tal era la fuerza de viento. Dudaba que al día siguiente pudiera encontrar el camino de vuelta en medio de la niebla con aquel temporal. El regreso a allá abajo donde las cosas son fáciles y existe eso que llamamos confort, en situaciones así se convierte en una íntima aspiración. Bajar de allí donde no había un camino evidente y con la dificultad de comprobar la dirección en el gps en medio de la ventisca, me hizo pasar unos ratos de tensión pocas veces experimentada antes. Y son precisamente en instantes así, en ese tipo de dificultades  donde la soledad se manifiesta en su más absoluta desnudez. Desnudez espiritual y desamparo que al superar el trance de un descenso difícil y azaroso nos hace más lúcidos, nos percibimos más en armonía con nosotros mismos.

Es un asunto recurrente, pero es cierto que la montaña y sus circunstancias pueden convertirse con frecuencia en un viaje al centro de uno mismo. Nos encontramos a nosotros mismos cuando caminamos más allá de la incertidumbre. Evidentemente, como tantas cosas en la vida, no buscamos determinadas dificultades y experiencias, no las buscamos, nos las encontramos. Sabemos que dormir en una cumbre puede proporcionar experiencias estéticas de primer orden y anejas satisfacciones relacionadas con el esfuerzo y la superación de uno mismo, por eso arriesgamos o nos empeñamos, pero en el lote entra lo imprevisto, tanto negativo como su contrario, como esos magníficos atardeceres y las sensaciones que conllevan algunas especiales ascensiones.

Hago una pausa para contemplar el cielo y me encuentro casi media luna asomando por el corralillo de mi vivac.

Daba lluvia mañana después de mediodía pero estaba tan echando de menos estos corralillo de las cumbres y sus atardeceres que me arriesgué. Abandoné el lago de Bouilloises y en un par de horas ya estaba al pie del sendero del pic de la Serrera en Andorra.  Al Carlit fue porque me lo aconsejaron; en el Puig Pedrós porque había un buen sitio para vivaquear, y a éste porque tenía una buena corraleta en la cima éste porque yendo hacia el oeste busco cumbres altas donde se puedan dormir o tenga referencias de alguno de estos vivacs que me protegen del viento. En esta salida no tengo plan fijo fuera de hacer posible estas noches bajo las estrellas cuando el tiempo lo permita. Los 2917 metros de esta cumbre son además un brillante miradero sobre esta parte del Pirineo.

Atravesé Andorra mirando de reojo aquí y allá. No me gusta el ambiente consumista que se respira aquí. Andorra parece un mercado, un parque temático, un lugar destinado al consumo. Así que me fui derecho a mi destino, unos kilómetros más arriba del pueblo de Ransol.

Cuando aprieta  el calor no es buena hora empezar a caminar un poco antes de las cinco de la tarde. Es el inconveniente que tiene querer llegar arriba a la hora de los milagros. En compensación es una hora que aquí y en nuestras sierras no sueles encontrarte a nadie. El sendero sube todo el rato junto al río Meners, un sendero cómodo sembrado sus alrededores de rododendros en flor; algunas cascadas, un par de lagos, una cabaña de pastores en las cercanías del collado Meners y un largo ascenso por una fuerte pendiente hasta el miradero de la cima. Algo más de tres horas para mil metros de desnivel.

Hoy llegué con tiempo suficiente para recrearme un buen rato en la cumbre. Un pequeño contratiempo, olvidé la cámara en la furgo, así que las imágenes de hoy son lo que son pese a que el atardecer era de los privilegiados.






























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