Noche en Bailanderos

 



Cima de Bailanderos, 10 de septiembre de 2024 

La línea del horizonte más allá de los altos de la Najarra ha empezado a vestirse con los colores del alba, prendas  humildes de naranja sobre las que se alza un leve malva que poco a poco se va fundiendo con el azul que ha ido dejando atrás la noche y en donde todavía puede verse el rastro de alguna estrella. Sobre la cumbre de Bailanderos corre una leve brisa. 

Anoche tenía una clase de placidez encima que no merecía ser perturbada por mi afición a la escritura, así que estirado en el saco y con las manos en los bolsillos ocupé un largo tiempo en contemplar las estrellas más allá del Triángulo del Verano y la W de Casiopea que cubrían las cercanías del cénit en donde había instalado mi vivac. Por encima de las Torres de la Pedriza un trozo de luna compartía el cielo del universo con las estrellas. Ni qué decir que no tardé en quedar sumido en un apacibilísimo sueño al poco rato. Una noche llena de sueños que iban de un asunto a otro como esos pensamientos que te asaltan cuando viajando en tren a través de la ventanilla más que paisaje lo que corren son los rastros que la memoria va depositando sobre el presente. Eso cuando viajar en tren era un continuo alejarse hacia otros mundos, otras vivencias, no ahora que hemos ganado tanto en eficiencia y en velocidad que ya no es posible soñar ni recrearse en los paisajes del mundo. Lo que hemos ganado en eficiencia hoy lo hemos perdido en el placer de viajar. Con tanta velocidad vamos perdiendo la experiencia del estar, del mirar, de ese leve asombro que producía el final alborozado de un atardecer camino de Zaragoza, ese mirar los arbolitos pasar, ¡Ese placer de alejarse! / Londres, Madrid, Ponferrada, / tan lindos... para marcharse.


Refugio del Pinganillo

El sol al fin levantó, ya digo, sin aspavientos de hermosura vistió Peñalara y Claveles a duras penas de un ligero ámbar y eso fue todo. No es frecuente que la madrugada me pille así de despierto, pero como dormí bien aquí estoy haciendo los deberes y tratando de ver sobre qué coño voy a escribir yo a tan hora temprana. Revisando estos días atrás mis fotografías del verano en la pantalla del ordenador, no ha sido pequeño el placer de encontrarme con bellas imágenes que mi cámara ha ido recolectando a lo largo del verano en que mis piernas me llevaron a las más altas cumbres del Pirineo en esa precisa hora de los milagros en que las montañas se visten de una belleza proverbial. Así que viendo aquellas imágenes fue que se despabiló de nuevo en mí el deseo de tentar una vez más esa hora de los milagros. Esto es como ir a recolectar setas, un día vas y regresas a casa con un cesto a rebosar de ellas y otras tienes que conformarte con algún que otro níscalo o boletus. 

Ayer la ascensión no fue ascender corriendo como quien sube trotando las escaleras del metro, pero se me dio bien, mil metros de desnivel desde el río Lozoya no estaba mal, tan bien que en cierto momento pensé que se habían llevado el refugio del Pinganillo, que no aparecía y es que tan bien iba que me lo había pasado de largo; tuve que volver sobre mis pasos para sentarme un poco en el poyo de la entrada. Qué majo este refugio, qué acogedor, y lo más guapo ese banco con respaldo frente a la chimenea. Vamos, que viéndolo ya me entraron ganas de que fuera invierno. Me veía allí aislado en mitad de la nieve con un buen fuego enfrente y ya el gusto me corría por el cuerpo contento como unas castañuelas. 



Bueno, pues hablando de subir las escaleras del metro corriendo es que es una fijación que tengo encima, es mi test de envejecimiento, mi referencia para saber si tengo que ralentizar mis caminatas y proyectos montanos. Me explico. Cuando voy a Madrid me suelo bajar en la estación de Embajadores del Cercanías. Allí, desde hace mucho tiempo, nada más bajar del tren, tomo carrerilla y me lío a toda leche subiendo a la carrera las escaleras del metro. Llego arriba, a la superficie, como si estuviera terminando un maratón, con el flato a reventar. Sin embargo hace ya un año que eso de subir corriendo aquellas escaleras ha pasado a mejor vida. Mis rodillas chillaron la última vez de tal modo que me dije, la jodimos, hasta aquí hemos llegado. Probé alguna vez más un tiempo después, pero nanáis. Se acabó, me dije. 

Así las cosas lo único que cabía era tomarme en serio la recuperación de mis piernas y en consecuencia pasé el invierno y la primavera levantando sacos de arena con los pies y haciendo otros ejercicios varios. El caso es que después de mi vuelta del Pirineo y mi regreso también a la rehabilitación, mis piernas me están pidiendo que a ver si las llevo a las escaleras de Embajadores para probar de nuevo con una de aquellas carreritas que las hacían en tiempos tan felices. Así que mi aspiración en la vida  es poder seguir subiendo a la carrera las escaleras del metro de Embajadores :-), no un ochomil, no escalar un 8C+, no atravesar el Estrecho de Gibraltar a nado, sino algo mucho más modesto como subir las escaleras del metro de Embajadores hasta la misma glorieta, aunque por el camino tenga que echar el bofe. 

Y el sol se elevó un palmo por encima del horizonte, llegó al saco de dormir, subió la temperatura y yo termino con mi post. Sólo me queda desayunar, recoger y emprender mi camino de vuelta, en esta ocasión a través del refugio Aguilón, que todavía no conozco. 


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