Cumbre de Peña Trevinca, 22 de agosto de 2024
A veces este trajinar de monte en monte me hace sentirme más peregrino que otra cosa. Ellos buscaban en su ruta santos de su devoción, ermitas, iglesias por donde pasar, de oca en oca y tiro porque me toca. Yo no hago otra cosa, desciendo de un monte y coge carretera para llegar a otra montaña. Visto así fríamente, en este momento en un feo laberinto de pistas y escombros de pizarra, a lo que hay que añadir el calor, estas cosas me parecen un tanto curiosas, toda la zona parece una oscura cantera en donde proliferan las minas. A los peregrinos les engordaba la gracia de algún dios, una devoción por un santo o patrón. ¿Y a nosotros, los caminadores de senderos y amantes de las montañas?
Llegué al comienzo de mi ruta siguiente por un laberinto de pistas, todas ellas sirviendo los trabajos de las minas de la zona. La mañana la había empleado en bajar del Teleno y en conducir por estrechas y abandonadas carreteras en donde de vez en cuando como una aparición me encontraba con alguna pequeñísima aldea. El gps en algún momento tiró por lo más directo y lo más directo cuando me di cuenta era un laberinto de polvorientas pistas por donde circulaban camiones inmensos; todo territorio de minas que horadaban las montañas. Tuve que darme la vuelta para seguir las indicaciones que me dio un camionero.
La zona
la conocía. Había estado aquí hacía dos años en uno de mis recorridos otoñales que buscaban tanto el encanto de las hayas
y los bosques en general como la posibilidad de seguir vivaqueando en algunas
cumbres del norte. Pasé una noche temeroso de que la lluvia que no paró hasta la madrugada embarrara las pistas a punto de quedar atrapado en el barro. Cuando
amaneció una espesa niebla lo cubría todo y la ladera del monte era azotada por
fuertes ráfagas de viento. Pasé miedo aquella mañana. Hasta que logré alcanzar
el asfalto tuve el alma en un puño.
Hoy el
desierto era el mismo sólo que la lluvia y la niebla habían sido sustituidas
por un sol inclemente. Comí, me eché una siesta de hora y media y a las cuatro
me puse en marcha. El track era circular, pasaba por una serie de cumbres, una
de las cuales, Peña Negra, exigía una trepada algo delicada, eso decía el autor
del track, así que elegí dar un largo rodeo y subir directamente a Peña
Trevinca. Al principio una aburrida pista que terminó por convertirse en un
entretenido y agradable sendero que se abría paso en todo momento a través de enormes brezales y retamales que cubrían todas las laderas. Hoy también
había empezado a leer nada más comenzar a andar. En realidad leer mientras
caminas es como ir metido en una burbuja. Obviamente no todos los libros sirven
para todos los caminos. Si el sendero requiere una atención especial es mejor
dejar la lectura, pero si es como el de hoy, incluso en la parte más empinada, si el libro te tiene atrapado con su historia o sus ideas, leer se convierte
junto al caminar en un placer que te hace olvidar el calor o el esfuerzo que
requiere la subida. De hecho las cuatro horas que me llevó alcanzar la cumbre
de Peña Trevinca fueron horas en las que el placer de caminar y el de la
lectura se daban la mano.
Un
mundo cerrado sobre sí mismo y solitario éste de los extensos brezales; grandes
praderas que finalizan en un amplio circo y en donde los brezos poco a poco
según se va ganando altura van disminuyendo de tamaño hasta no sobrepasar unos
pocos centímetros cuando se alcanza la cuerda cimera. Viniendo de donde vengo,
Pirineos y Picos de Europa, estas montañas parecen montañas menores, otra cosa.
Su encanto es más leve, en sus atardeceres es difícil encontrar el juego de
luces y tonalidades que la última hora del día deja en la alta montaña.
Santiago
Pino me recordaba esta tarde por guasap que habíamos correteado en el invierno
del 74 una pequeña panda por estas montañas, él, Ignacio Aldea, Victoria y su
hermano Víctor, un Víctor que sus padres nos habían endilgado de carabina.
Victoria y yo nos habíamos conocido un mes o dos antes y la madre, cuidadora de
la virginidad de su hija, había accedido a dejarla venir a Sanabria con la
condición de que viniera también el hermano. Recuerdo vagamente aquella
excursión. Yo debía de andar coladísimo y en mi memoria someramente han
quedado las ternezas nocturnas que nos trajimos hasta el amanecer en medio de
un frío delirante que sólo nos permitió hacernos caricias con la yema de un
dedo a través del mínimo agujero del saco de dormir. En aquella ocasión debimos
de partir de la laguna de los Peces, pero ni idea si subimos o no. Como tantas
veces tendré que sustituir mi falta de memoria con la de los amigos.
La
tarde se puso tan fría en la cumbre que hube de meterme en el saco un buen rato
antes del atardecer. Entre la bajada del Teleno por la mañana y el ascenso del
Trevinca a la tarde me habían dejado el cuerpo tan cansado que ni me molesté en
salir del saco para hacer alguna foto cuando el sol empezó a acercarse al
horizonte.
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