Pedriza I. La fuerza de un hombre

 



El Chorrillo, 23 de diciembre de 2024

En principio este post iba a llevar el título de En el sendero Paraíso. Más adelante diré por qué. Pero sucedió que esta mañana, cuando me desperté en el chozo (todavía no sé cuál debe ser su nombre, acaso chozo Alfredo), después de desayunar y recoger mis cosas descubrí un paquete de plástico que por su aspecto debía contener libros o cuadernos. Allí, junto a algunos libros, me encontré tres cuadernos de visita cuyas anotaciones comenzaban un cuarto de siglo atrás, quizás el momento de la creación de la cabaña. Los estuve mirando por aquí y por allá, una mirada rápida, y entre dibujos, anotaciones e incluso una pequeña partitura de una cancioncilla, me encontré con esas palabras que encabezan mi post de hoy: Las fuerzas de un hombre. Naturalmente el que había escrito aquello se refería al hombre que había levantado este magnífico chozo, todo un robusto entarimado cubriendo la estancia, levantado muros de piedra y de madera, acondicionado una ventana, instalado una estufa de leña, construyendo banquetas y estanterías, tapando rendijas y finalizando el trabajo con una hermosa puerta que delataban la habilidad de un ebanista o carpintero. Y, acaso lo más notable, transportando hasta allí todo el material. Labor que sin ninguna duda cabe atribuir a algún Prometeo de nuestro siglo. Ignoro por donde podría haber subido el material; yo hice dos caminos diferente para llegar y salir de allí y puedo asegurar que en cualquiera de los casos solamente llevar a cabo el porteo necesitó de la voluntad y del trabajo de un hombre excepcional. Ignoro la historia del chozo. Quizás tenga más adelante tiempo para sacar algo en limpio en el material de esos tres cuadernos que rescaté y de los que me llevé una copia, de la historia del constructor y de los habitantes posteriores. Si fue obra de una persona sola o de un grupo de amigos, si allí habitó un ermitaño durante un tiempo…

Thoreau se hizo famoso con su libro Walden y por la cabaña que construyó a la orilla del mismo lago, pero lo que no dijo Thoreau es que esa cabaña estaba a un paseo de la próxima aldea a donde él iba con cierta frecuencia a abastecerse. Thoreau tenía un mundo rico bajo el pelo y una gran capacidad para expresar sus sentimientos y su filosofía de la vida, lo que le ha valido un reconocimiento universal. ¿Pero cuántos, cuántos Thoreau habrá en el mundo que no habiendo escrito aquello que sintieron, que experimentaron o cuya filosofía de vida tan interesante habría sido conocer? Ayer mismamente, hablando con Pedro Mateo de Carlos le comentaba sobre el libro reciente de Sito, y le decía yo que sin conocer el libro de éste, apostaba a que no me iba a interesar tanto como si el mismo Carlos hubiera sido capaz o querido escribir sus propias vivencias, no los hechos físicos y circunstancias del rescate, sino su mundo interior, lo que sucedió en su cabeza desde el mismo momento de la caída hasta que por fin se vio libre de la incertidumbre, cuando su amigo el doctor Manuel Leyes le puso en condiciones de poder volver a la montaña y a sus duros entrenamientos. Cuánto echo yo de menos que Carlos no haya realizado una tarea similar a la Messner, por ejemplo, en su ascensión solitaria al Nanga Parbat; a su escritura me refiero, no al hecho en sí de la ascensión. Esa lucha interna dentro de él mismo, sus miedos, su desamparo ante un matrimonio que se rompía, su incertidumbre, su lucha interior. En los libros de montaña siempre me han interesado mucho menos los hechos y los relatos físicos de la ascensión que lo que sucede dentro del alma del hombre; esa tensión de Carlos en las cercanías de la muerte, ese anhelo de salir salvo, esa incertidumbre, ese dolor, ese respiro al encontrarse salvado en el helicóptero, ese momento en que al fin pudo hablar con su mujer, Cristina, o su hijas, esos ocho meses que siguieron al accidente.

Existen historias personales que al margen de la liviandad con la que podemos pasar por la vida los ciudadanos, los hombres de a  pie, son admirables por el esfuerzo que esas vidas son capaces de hacer. De Carlos habré escrito ya tropecientas veces; mi admiración incondicional, especialmente por esa parte de su vida que es la mía, la de después de la jubilación, la extiendo a todos aquellos cuya voluntad de hierro hacen palidecer lo poco o mucho que el resto de los mortales hacemos. El ermitaño de la cabaña en la que pernocté esta noche está entre estas personas a las que admiro. Ese tremendo trabajo silencioso y personal en la soledad de un perdido rincón de la Pedriza, donde tan difícil es llegar, me emocionaba anoche cuando apagué la linterna y me quedé sopesando la inmensa soledad que rodeaba aquel espacio entre las breñas.

Este preámbulo, que quiso ser, a lo que había escrito anoche en el chozo, se ha hecho tan largo que por sí ya llena la longitud de un post normal. Así que creo que será más conveniente hacer dos de uno para que se haga más digerible. Y como el tema central de esta primera parte está relacionado con las personas a las que admiro, ello me va a dar pie para terminar en esta línea contando un encuentro que tuve una hora después de dejar atrás el Callejón de las Abejas. Y es que mi admiración no está relacionada siempre con personas excepcionales que son capaces de llevar adelante una labor poco común; también me admiraba hoy, y mucho, una pareja de ancianos con los que me tropecé en una curva del camino. Hace años que no puedo resistir la tentación de parar a personas mayores con las que me encuentro, aquí, en Alpes o en donde sea. Él era grandón, fornido y ella una anciana pequeñita, llena de arrugas y de una expresión tan dulce que era imposible dejarles pasar sin pegar la hebra con ellos. Se lo solté de sopetón: me van a perdonar, pero es que cuando veo por caminos como estos a personas como ustedes, un hilo de emoción me sube por dentro. ¿Les importa que les pregunte la edad? Ella tenía 86 y él unos pocos menos. Charlamos un rato. Les confesé lo mucho que pienso yo en estos años que me quedaban para llegar a la edad de ellos y lo que me alegraba ver cómo a esa edad echan la pereza por la borda, calzan las botas, toman los bastones y se dedican a emprender una larga caminata por la Pedriza. Bueno, decía ella, algo me tiene que ayudar mi marido en algún paso, pero sí, creo que todavía voy a poder pasear por la Pedriza durante algunos años. Me deja el cuerpo como una seda conversar con estos ancianos que siguen haciendo de la vida algo hermoso.


 

 

 

 


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