Noche en Bailanderos. Una tarde-noche llena de encuentros

 


Bailanderos. Al fondo Peñalara


Cima de Bailanderos, 8 de abril de 2025

En esta ocasión no tuve que pensar mucho mi lugar de destino. Abrí la página del Cara de Libro y lo primero que me apareció fue un papá (Álvaro Nieto) y su nene correteando por la cumbre de la Najarra. La vieja añoranza de mis hijos compartiendo la pasión de su padre desde que pudieron andar, estaba ahí en ese criajo disfrutando la nieve de la Najarra. Así que para la Najarra me fui. La Najarra, esa proa del barco, la Cuerda Larga sería el buque completo, donde tantas veces he visto amanecer, es siempre un excelente destino.

Lo que no está tan bien es subir a las tres de la tarde con la peor nieve que cabe esperar, nieve aguachirri, que decía mi madre. Tampoco había inconveniente porque hoy, milagro, no me había olvidado nada en casa, así que poco más allá de la Morcuera calcé las raquetas de nieve y me hice a la idea de trajinar con una nieve pesada nada agradable por la que ya había pasado una riada de gente. Me aparté de las huellas y me sumergí en un ritmo monótono y efectivo sobre la nieve virgen de más allá. Nieve desde el mismo puerto, pero ya se veía que esa enorme nevada de días atrás estaba desapareciendo rápidamente. Los flancos de Pebañalara aparecían blancos en su totalidad, pero se veía que ya eran objeto del inevitable desmantelamiento que se producirá a no más tardar.




Hoy me esperaba un día un tanto especial. Antes de superar el repecho rocoso previo a la pala de nieve que termina en la cima, me pasa un vecino de Soto con un equipo un tanto rudimentario. Cruzamos unas pocas palabras y sigue adelante. Al poco rato le veo darse la vuelta. Lleva los pies totalmente empapados, a lo que suma un exceso de cansancio, me dice. Aprovecho para pedirle que me saque una fotografía camino de la cima y cuando he guardado la cámara nos encontramos de repente hablando del desierto de Mauritania. Mi compañero ha trabajado en las embajadas de un puñado de países subsaharianos y del golfo de Guinea y nos olvidamos de la nieve y la Najarra y de repente estamos navegando por el río Niger camino de Tombuctú que Victoria y yo habíamos visitado años atrás; recalamos en el desierto de Cinquetti, e incluso recorremos Centro África hasta encontrarnos con el mar y el desierto de Namibia. Y como él ha trabajado también en la embajada de Nigeria, y yo he recorrido África desde Sudáfrica hasta las puertas de Sudán, y su hijo, que vive en Ginebra quiere escalar este verano el monte Kenia y el Kilimanjaro, pues que nos liamos. Sólo faltó que allí, a pocos metros de la cima de la Najarra, alguien nos hubiera ofrecido unas cervezas y un cómodo asiento para seguir charlando hasta la puesta del sol. No hubo más remedio que despedirse.

Mientras hablábamos me había llamado la atención una figura que había aparecido por una canal a la izquierda camino de la cumbre. Nos encontramos en la misma cima. Él en la cumbre y yo por debajo de ella escuchándole. No me dio tiempo a llegar hasta arriba, porque ya separándonos unos cuantos metros, empezó a hablar de una manera tan emotiva que allí me quedé con el macuto puesto y los bastones en la mano temiendo que si me desembarazaba del macuto y subía a la cumbre, iba a cortar el hilo de su emocionado relato. Me decía que hacía unos instantes se había encontrado en una zona peligrosa muy inclinada y que en cierto instante, no llevaba piolet, esa situación le puso en relación con un momento importante en su vida en circunstancias parecidas, en que sintiéndose inseguro en una pendiente de hielo de cincuenta o sesenta grados, Roberto siempre va solo, había sentido a su lado a su amigo Charly como dándole fuerzas y disponiendo su ánimo para superar aquel canalón de hielo. La presencia de su amigo estaba tan presente en él, tan cerca… vi como se le saltaban las lágrimas. Fue después que lo comprendí. El amigo que había estado a su lado protegiéndole en su soledad, Charly, era su amigo Carlos Suárez fallecido unos días atrás. Lloraba.

Hablamos tanto y de tantas cosas, su madre muy mayor con quien acababa de hablar por teléfono, su padre, esa filosofía de la vida que llevamos dentro desde que descubrimos la montaña. Roberto siempre va solo, tiene el aspecto de uno de esos indígenas de Norteamérica que hemos visto tantas veces en las películas del Oeste; lo ojos brillantes, la mirada firme e inquisitiva. Hacía fresco, pero él permanecía con una ligera camiseta y los brazos desnudos; su aspecto fuerte, la melena al aire, su estar ahí en medio de sus montañas de ese modo eran un canto a la virilidad. Era un hermoso espectáculo mirarle mientras hablaba. Hacía rato que habíamos hecho una pausa y yo habían subido hasta el cilindro geodésico y me había sentado frente a él. Él a la derecha y Peñalara a su izquierda componía un cuadro armónico. Quise hacerle un retrato. Accedió. También yo quise uno para mí. Antes de despedirnos nos dimos un fuerte abrazo como sólo los amigos de toda la vida se los dan. Cargó con su mochila y desapareció tras los bloques de granito de la cumbre. Más abajo le vi ponerse las raquetas de nieve y bajar briosamente camino de La Morcuera.

Me quedé solo con Manuel, que había llegado a la cumbre un momento antes y había mantenido una discreta distancia mientras Roberto y yo hablábamos. Estaba admirado por el tono de nuestra conversación, me dijo cuando estuvimos solos. Fue el primer momento que tuve para admirar lo que teníamos a nuestro alrededor. La Pedriza desde la Najarra, más hoy con la nieve, tiene el aspecto de una atrevida estribación de altas montañas. La cima de la Najarra, que probablemente nuestros ancestros de alguna época glaciar anterior, utilizaron como campo de fútbol, es un lugar excelente para vivaquear, pero, pensé, ¿porque no aprovechar esta excepcionalidad blanca para recorrer una parte de esta dorsal antidiluviana que es la Cuerda Larga?

Total, tras las fotografías correspondientes, me despedí de Manuel, me calcé las raquetas y eché a andar camino de Bailanderos. Vería si podría llegar antes de la hora de los milagros a su cima. De Bailanderos para allá el manto de nieve lo cubría todo con la elegancia que dejan sobre las laderas las grandes nevadas. Viendo aquello ya empecé a pensar que sería buena idea subir al día siguiente hasta Asómate de Hoyos y bajar después hacia las Torres y desde allí hasta Canto Cochino, una ruta que había proyectado hacía tiempo con Julio Gosan y que habíamos ido posponiendo. Entonces habíamos pensado dejar un coche en Canto Cochino y otro en Morcuera. En esta ocasión sólo hay un coche, el mío, y está en Moncuera. Ya pensaré qué se me ocurre mañana para regresar desde Canto Cochino.

Hoy va larga mi escritura. Si alguien desea socializar, nada más tiene que venirse al monte solo, que si hay suerte como la hubo hoy, el día se llena de encuentros y amigos. Con los que van hasta ahora podría haber cubierto unas cuantas tertulias, pero todavía quedaba una sorpresa, la guinda sobre el pastel de la tarde.

No las tenía todas conmigo. Cualquier parte de la cuerda que eligiera para dormir me ocultaría la salida del sol, que seguro se alzaría tras la Najarra, así que resistí la tentación de vivaquear en algunos claros antes de llegar a Bailanderos. Allí seguro que podría asistir tanto al espectáculo del atardecer como de lo juegos de luces del alba. Tendría que llegar hasta arriba del todo. La nieve estaba realmente pesada y pensé que mucho me tendría que apresurar si quería llegar a tiempo. De hecho, en la última rampa la lengua me llegaba al suelo. Me tomé las pulsaciones. Andaban por 155. Vamos, que según el cardiólogo estaba excediéndome en casi treinta pulsaciones, nada saludable para un cuerpo de 76 años camino de los 77. Coño, pero es que el sol ya había vestido de caramelo las laderas que iba dejando atrás. Pero sí, llegué. Al otro lado de la cumbre lucía sin embargo un inmerecido sol de despedida. No obstante hice lo que  pude. Monté el trípode y algo salió.

Luego encontré un sitio muy chulo entre unas rocas y allí me aposenté. Abajo, sobre el valle, el Principito farolero había cumplido su cometido y la luz desperdigada de las farolas salpicaban el llano. Cuando me puse a derretir nieve las luces de la llanura de Madrid brillaban como siempre me parecen a mí que brillan, es decir, como lucecitas de barcos pesqueros que faenan en el mar nocturno de allá bajo mis pies. Cuando vivaqueo en las cimas de Gredos, me sucede lo mismo, sólo que allí el mar a mis pies es más profundo, más negro.

Hoy no sé si voy a acabar con la paciencia de los que suelen leerme, pero es que el día se llenó de tantas bondades inesperadas… Así que estaba yo preparándome un poto de caldo de verduras en la negrura de la noche, cuando por encima del ruido del infiernillo y de mi sordera, me pareció oír algo. Ni caso, a lo mejor era un oso que al olor de mi sopa se había acercado. El dato es que como no le hice caso al oso, éste resoplo más fuerte dando las buenas noches. ¡Hostia!, me dije, lo mismo es un oso que quiere charlar conmigo. Así que me di la vuelta y resultó que no era un oso, que ahora el vecino que tenía ante mí no era de Soto del Real, sino de Bustarvejo. Se trataba de Moisés Moilibelula que, aprovechando la media luna crecida, se estaba dando una vuelta por estos parajes. Nos presentamos. Moisés, que había dado las buenas noches y al no tener respuesta pudo pensar que se había tropezado con un montañero borde y maleducado, casi se disponía a seguir su camino cuando yo caí del guindo. Creo que es la primera vez que tengo una visita nocturna en estas circunstancias. No puedo decir qué aspecto tenía Moisés porque en la penumbra sólo atisbaba parte de su rostro. Pero, coño, que agradable encuentro. Mi poto de caldo estaba precisamente a punto para dar cuenta de él. Parecía como si hubiera estado esperando la llegada de Moisés. Moisés, se quitó los esquís, yo me incorporé, él se sentó enfrente y ya estábamos ahí de charla, no como la cosa más normal del mundo, sino como la cosa más agradable de la noche. El universo sobre nosotros; la Osa Mayor, la Luna y Orion allá arriba como invitados de piedra sorprendidos de este encuentro casual; la oscuridad, la soledad de la sierra a nuestro alrededor; un escenario perfecto para charlar durante un buen rato en los altos guarrameños. Supuse que tendríamos amigos comunes. Le mencioné a Moisés Castaño, pero no, eso pertenecía acaso a un tiempo en que él era niño; sí conocía a Vinches o a Carlos. Yo le llevaba 20 años, así que quedaban por medio dos generaciones, pero era lo mismo, en la cosa del monte poco cuenta la diferencia generacional. Charlamos un rato, nos terminamos el caldo y Moisés, que venía caliente y ligero de ropa con la caminata, se estaba quedando frío. Tuvimos que despedirnos. Hoy era el segundo abrazo de esos que das cuando etcetera… Se volvió a poner los esquís, nos dijimos un efusivo adiós y desapareció en la oscuridad.

Mas de la una de la madrugada y yo mañana queriendo ver amanecer. Veremos.

***

El Chorrillo, 9 de abril de 2025

Amaneció pichí pichá. Esto de los amaneceres es una auténtica lotería. Hoy no hubo suerte. Tendría que haber madrugado para pillar la nieve dura, pero no fui capaz. Fue agradable, no obstante, desayunar al sol mientras éste se abría paso entre las nubes del horizonte. Hoy tendría por delante un día realmente fatigoso. Me calcé los crampones y funcionaron bien, pero frecuentemente la nieve cedía. Desde Asómate de Hoyos, Peña Lindera, alzada solitaria sobre el llano nevado, ofrecía un bello espectáculo junto a las Torres un poco más a la derecha. Llegué cansadísimo al collado de Prado Pollo. Allí me quité los crampones, me hidraté, tomé un piscolabis y me sumergí en el valle frente a la Bota. Ese siempre magnífico recorrido que tantas veces repetí a lo largo de los años. Me decía Francisco Lorenzo en un comentario a mi reciente post, aquel de Ellas y nosotros, que “Un capitulo mas, de peleas entre perros y gatos, que pesadez ¡¡¡”. Le contestaba yo que es que la vida es perpetua repetición desde que nos levantamos, pasamos por el baño y así sucesivamente hasta la noche. El perfume de lo femenino volverá, volverá... como tantos otros temas. Lo mismo con este recorrido pedricero, uno de los más bellos de nuestra sierra; lo repetiremos una y otra vez siempre sorprendidos de su belleza y complejidad; llama a esa belleza y complejidad mundo femenino y tendremos un paralelismo coherente.

En Canto Cochino estaba tan cansado que no dudé en sentarme en la carretera a esperar a que alguien me llevara en auto-stop hasta un lugar donde hubiera cobertura y pudiera localizar un taxi que me llevara de nuevo al puerto de la Morcuera. Un hombre joven paró y me dejó en una terraza de Manzanares. Así que comí y mientras daba cuenta de una torrija y un café con leche, localicé un uber que cerrara el círculo de mi recorrido. Cansado pero contento.


 

 

 

 

 

 


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