Día 49. Las tentaciones de San Antonio


46,04669117°N, 09,79657173°E, 5 de agosto de 2025

El primer rayo de sol se posa delicadamente sobre el cono de mi tienda. Hace frío y algo de viento. Llevaba un rato haciendo ganas de levantarme, pero no había manera. El lugar donde estaba, en plena arista cerca de la cumbre, debería haber recibido los primeros rayos del sol nada más amanecer, pero se ve que calculé mal, así que decidí incorporarme. Estaba en ello cuando apareció ese pequeño resplandor en el ábside de la tienda. Tantas veces siempre que duermo por las alturas esperando ese momento benefactor: la llegada del sol. El sol: vida, calor, el que al fin suele poner término a mi pereza dándole un puntapié en el trasero. Y si estás vivaqueando a disfrutar de ese primer calorcillo, pero si estás en la tienda casi malo, porque bastan unos minutos de sol sobre el techo para convertir la tienda en un horno. 



Tras las variadas experiencias en estas montañas en que tras un collado me he encontrado uno de esos fantásticos senderos que miedo me dan, siempre ando mosca pensando con qué me tropezaré al otro lado. En eso voy pensando mientras supero esos ciento cincuenta metros de desnivel que me separan de la cima del Lemme, pero no, fuera preocupaciones. Es en lo primero que me he fijado nada más pisar la cumbre. Cuando no hay una sola nube sobre las montañas el paisaje queda realmente sosito, de todos modos ver todas esas montañas trescientos sesenta grados a la redonda es siempre un espectáculo. Hoy aparte el macizo del Badile y el Bernina, llego a ver incluso las lejanas montañas del Ortles y el Cevedale. Infinitas montañas a mi alrededor. Recuerdo una parecida impresión el pasado verano cuando vivaqueé en un puñado de cumbres del Pirineo. La última hora de la tarde y las primeras luces del amanecer ofrecen siempre una visión de infinitud cuando miras al horizonte, como si las montañas fueran lo único que existe más allá de él. 

No siendo fin de semana apenas me encuentro con gente. Hoy en todo el día dos personas. Y desde que he comenzado con los Alpes Oróbicos todavía no me he encontrado con ningún caminante de larga distancia. Se les conoce enseguida por el volumen de su mochila. 

Últimamente, y sin yo proponérmelo, he entrado en una rutina a la que me adapto bien. Llego a los refugios, en general principio y fin de etapa según los que han planificado el Sendero Italia, a la hora de comer, me tomo un refresco, descanso un poco, doy cuenta de la comida, cargo la batería del teléfono, pido lo que necesito para cenar y desayunar y tras el postre y el correspondiente capuchino, despacio y sin prisas reemprendo mi camino. Procuro planificar esta segunda parte de la jornada, hasta las cinco de la tarde aproximadamente, en el lugar en que por la mañana, si es posible, me de pronto el sol; si hay un lago o un riachuelo a mano también tiro por ello. Siempre un lugar solitario. 

En eso de la rutina voy pensando hoy cuando el refugio va quedando a mis espaldas. Fuera del breve contacto con algún esporádico caminante o con la gente del refugio mi propia presencia lo ocupa todo junto al sendero, las cabras montesas, las marmotas, el estado del cielo o las montañas por bosques que atravieso. Últimamente ni lecturas ni nada, el puro estar conmigo mismo y con lo que me rodea. Incluso algo me han  abandonado temas a los que corrientemente les doy vueltas y que en ocasiones vierto en este diario. 

En cierto momento, atendiendo a mi calidad de ermitaño, me acuerdo en medio de una sonrisa de las tentaciones de San Antonio. Siempre que me ha cabido encontrarme con alguna de las muchas tentaciones de este santo, tentaciones generalmente provenientes de atractivas mujeres desnudas con que los pintores un poco burlescamente castigaban al pobre Antonio, siempre, he mirado esos cuadros con cierto regocijo. Regocijo, porque si al santo no le hubieran comido el coco los lelos de los Primeros Padres de la muy Santa Iglesia Católica, siempre con problemas de sexo ellos mismos con toda seguridad; si no les hubiera comido el coco, San Antonio podría haber sido un buenísimo santo, una inmejorable persona igualmente gozando de las bondades femeniles que se hubieran acercado a su cueva para conocer a su vez de las bondades o no de cierto apéndice del santo; seguro estoy, que  deseandito estaría de encontrar el calor de las ardorosas cuevecitas de las damas que por allí plugiere el destino que pasaran.

Y mi sonrisa va más allá, porque conociendo cómo la especie ha inoculado en el cerebro de los sapiens y las sapians la necesidad del folgar, que hasta a Zeus y su consorte tal y frecuentemente lo practicaban, en su caso sobre las nubes mientras aqueos y troyanos se rompían la cabeza allá abajo en el campo de batalla, mi sonrisa va más allá decía, porque lo mismo que los católicos se han inventado eso de la Inmaculada Concepción, el mayor oxímoron que uno puede concebir, igual se olvidaron de que San Antonio además de ser santo tenía cuerpo. Con lo cual sería bien posible, ¿ironía, paradoja?, que Antonio sólo fuera ermitaño a tiempo parcial. 

Lo que confirmaría la evidencia de (tengo una marmota aquí cerca que lleva un rato diciéndome que me largue, que éste es su terreno. Es así, porque la tía no para de decírmelo insistentemente. Vete, vete, vete, tío… qué pesada), la evidencia de estar a pan y agua, por muy ermitaño que seas, no está nada bien. Y si me sonreía pensando en San Antonio y sus tentaciones, ya podrán ustedes adivinar a qué venía tal sonrisa en los labios de este ermitaño, un servidor. Menos mal que no sólo de pan vive el hombre, que también, aunque falte el pan, la imaginación promete. Un día que me encuentre inspirado hablo de la imaginación y de cómo ésta puede sustituir al mejor de los manjares :-). 

Y tras mi encuentro con San Antonio y sus tentaciones, caminé y caminé hasta llegar a ese riachuelo que me prometía para esta noche la sonaja de su música. 























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