46,45702533°N, 11,01127625°E, 14 de agosto de 2025
Mi ángel de la guarda es la leche, cuando parece ya imposible encontrar un lugar para mi tienda en las cercanías de un pueblo, me dice que tuerza inmediatamente a la izquierda por una estrecha trocha y date, ahí está, un vieja acequia al aire con una buena docena de sitios en donde plantar mi pequeño campamento de trotamundos. Hoy merecidísimo como tantas veces por la larga jornada que me cayó en suerte, que no soy yo siempre el que se las busca.
Quien mire las coordenadas de fin de jornada del día anterior y las contraste con las de hoy dirá que he caminado una barbaridad. Sí, he caminando una barbaridad pero no tanto como parece. Bajando de malga Bordolona por un intricadísimo bosque cubierto todo él de maleza, perdí el sendero y ahí fue el comienzo de mis problemas. Subí y bajé varias veces el tramo en donde el camino debía continuar ladera adelante, pero nada, el único sendero claro era uno que se precipitaba ladera abajo y se alejaba del track de referencia. Más abajo el sendero que seguí se perdió del todo (no aparecía en el mapa) y me vi obligado a abrirme camino al modo de Tarzán. Si al menos hubiera tenido al lado a la mona Chita aquello habría sido más divertido, pero no. Lo que sí había en el mapa era una pista que cruzaba la ladera, pero mucho más abajo. Un buen machete me habría venido bien. Guiado por el gps me dirigí a la pista en su tramo más próximo, y llegué, sí, pero a coste de llenarme de arañazos y con la sensación de que si me hacía algún daño allí sí que no me encontraban ni soñando.
Mi cuerpo hoy además creo que notaba cierta falta de sueño. Me había levantado con las primeras luces, dos horas menos de sueño llevaba encima, por culpa del dichoso parque nacional. Si hubiera acampado en un lugar menos visible no lo hubiera tenido en cuenta, pero es que lo hice a veinte metros de un refugio destinado a los guardianes del parque. El mapa en el lugar señalaba “refugio”, con lo que supuse que era uno de tantos bivaccos por los que he pasado o dormido incluso. Habría sido demasiado morro que me encontrarán allí los forestales frente a su misma guarida. Así que madrugón que te crió.
Día despejado, algunos agradables encuentros con sus correspondientes charlas. Montañas altas pero amplios prados, y desde el último collado ya varias posibilidades de avituallamiento. En la primera malga me tomé un strudel, se ve que nos acercamos a la zona italiana de habla alemana, y un refresco, y después de mi pérdida en la selva, como llegué sobre el mediodía y era pronto para mí, seguí caminando pensando en comer en un refugio que venía en el mapa. No existía tal refugio. Me harté a caminar, ahora por asfalto, pero sin posibilidad de llegar al primer restaurante que mi mapa situaba valle abajo. No tenía ni ganas de leer, pero con el ánimo del aligerar el asfalto y el sol que caía a plomo sobre el camino, busqué un libro. Le cayó en suerte a El crepúsculo del deber, de Gilles Lipovetsky… me están comiendo los mosquitos. Voy a poner la tienda y dentro de un momento continúo.
Ya. Hoy tocan campanas de torre de iglesia cercanas. Cada media hora, eso sí, no dan también los cuartos. El recuerdo de las campanas, el mohecín a través de los altoparlantes en los países árabes, en los países ortodoxos la llamada también a la oración y en los católicos el simple dar las horas y las medias son una constante en medio mundo que tiene todavía un cierto sabor exótico, sabor del más allá, más allá del tiempo porque estas cosas ya nos parecen de otra época, y más allá del espacio, dado que en mi pueblo hace muchos años también era costumbre.
Estaba con Lipovetsky, que algo tiene que ver también con los cambios que se van produciendo en la sociedad a lo largo del tiempo. Sucede con la cultura y nuestros modos de vida. Para Lipovetsky “la cultura cotidiana ya no está irrigada por los imperativos hiperbólicos del deber sino por el bienestar y la dinámica de los derechos subjetivos”. Si algo caracteriza a nuestra sociedad contemporánea es el extremo individualismo a que han derivado nuestro comportamiento y expectativas. Vivimos en una sociedad que desvaloriza el ideal del esfuerzo estimulando sistemáticamente los deseos inmediatos, la pasión del ego, la felicidad intimista y materialista. Pienso en este mundo que rozo en estos dos últimos dos meses de caminar por las montañas. La gente que frecuenta balnearios, la multitud de turistas que se mueve por estos pueblos de montaña al margen de ella. En las dos ocasiones que he hecho auto-stop me ha sido imposible no preguntarme por esa gente que pasa totalmente indiferente cuando yo levanto el dedo en mitad de la solanera de la hora de más calor. Quizás no sea un ejemplo oportuno, pero tiene la situación algo de esa extremada prevalencia del yo. Yo y que se hunda el mundo a mi alrededor.
Tuve que dejar la lectura porque el ruido del río cercano lo hacía difícil. Eran las dos de la tarde y había empezado a caminar a las seis y media de la mañana. No llegaba al restaurante, así que cuando pasó el tiempo en que el agua que había tomado de un lugar incierto estuvo debidamente potabilizada, paré bajo una sombra a descansar y comer algo. Di cuenta de todo lo que me quedaba y después eché una pequeña siesta. En la aldea a la que llegué, Bevia, un pequeño supermercado abría una hora después, las cinco. Las cinco y ¿después qué? No me gustaba la continuación del recorrido, un sube una montaña para bajarla hacia el pueblo siguiente rodeando una loma. Hacerlo por abajo, por la carretera, me llevaría tres horas. Por arriba media jornada. Elegí la carretera y la posibilidad de que alguien me llevara. Poco más abajo del pueblo paró una joven pareja que me dejó en la puerta de un supermercado. Sólo me faltaba cargar el teléfono. Pedí el favor en el market. Mientras hacía la compra y comía algo de fruta el teléfono estuvo de nuevo al cien por cien. Media hora más tarde ya estaba panza arriba oyendo las campanas de la iglesia del pueblo mientras escribía estas líneas.
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