46,23035210°N, 11,21776253°E, 15 de agosto de 2025
Hoy no fue como otros veranos ver aparecer tras un collado a lo lejos el perfil serrado de las Dolomitas. Hoy empecé a mosquearme cuando después de caminar una hora por una empinada pista forestal, llegué al asfalto, caminé muchos kilómetros por él (en mi mapa no se distinguen bien las pistas del asfalto), seguí caminando, por él, después ya a pleno sol. Era un paisaje con cierto parecido a la Asturias de las lomas y lo verdes prados, esas montañas que llamábamos en nuestros principios montañas de vacas. Llegué a una aldea donde sonaban desaforadas las campanas de la iglesia llamando a misa (después me enteraría que era fiesta nacional, la Virgen de la Asunción). Paré un momento a reconsiderar mi situación mirando con lupa los recorridos posibles de carretera. Miré algunas combinaciones de transportes en el Google Maps, pero nada, no había alternativas. Seguí caminando por una ancha carretera que ahora bajaba en largos lazos durante un buen rato y de repente, date, en un cruce un cartelito: “Fermata”, vamos, parada de autobús, en castellano. Eran las diez y pico y el bus pasaba en cinco minutos. A las doce podría estar en Merano, al norte de Bolzano, y a las dos en un pueblo llamado Salorno, al que habría llegado en día y medio caminando… si no hubiera decidido tomar el autobús, que lo había gracias a que hoy era fiesta en toda Italia, día de la Asunción, de ahí las campanas llamando a misa.
Solo en el autobús y con un conductor parlanchín. Casi nos hicimos amigos durante el trayecto. Compartíamos muchas cosas. Era cazador. Me contaba a raíz del zorro que me visitó días atrás que probablemente era un zorro enfermo. Se hacen mansos y se acercan a la gente en esas circunstancias. Hablamos también de lobos y osos, que sí, que haylos, me aseguró, que los cartelitos no van de broma, especialmente lobos a los que les gustan las gallinas de los aldeanos. Cambio de autobús en un cruce de carreteras, el tren en Merano y a las dos estaba de nuevo a pie del Sendero Italia en Salorno (para Javier Laguna que gusta seguir mis pasos, hoy: SI C09. Y mañana; SI C10N).
Quizás por efecto de caminar tantos días por la soledad de las montañas, hoy, metido de lleno en la civilización, pensaba en la cantidad de trabajo que han acumulado los hombres a lo largo de toda la civilización para construir este hábitat que es el mundo de hoy. Estamos tan habituados a vivir en este mundo, que difícilmente podemos sorprendernos por semejantes cosas. Veía las carreteras, los caminos, las casas, esas hermosas Iglesias del norte de Italia que más bien recuerdan el paisaje germano o austriaco, las casas de madera, los bien cuidados pueblos, las balconadas repletas de flores, todo lo que el hombre ha hecho con sus propias manos, y ello me hacía reflexionar sobre la entereza, la voluntad, la capacidad de trabajo y creación de ese sapiens sapiens, nuestra especie, que haciendo, fabricando, inventando, creó un mundo y se creó a sí mismo a lo largo de milenios. Sensaciones que iban y venían mientras cómodamente sentado en el autobús miraba por la ventanilla. Parecidas sensaciones siempre cuando uno viaja por el mundo y tras la ventanilla de un autobús, un tren o la borda de un barco, se extienden las inmensas terrazas de arrozales de Filipinas, los pueblos, las mezquitas, las pirámides en Méjico o Egipto. Sensaciones donde sorprende el trabajo tanto del hombre como la obra de la Naturaleza. Dejarse embargar por este tipo de pensamientos se parece un tanto a la meditación, un asunto que me caería de propina cuando quise comer y en una de las aldeas que atravesé, Pochi, ya de camino monte arriba otra vez, tuve un curioso encuentro.
Pausa. Había puesto la tienda por encima de Pochi en medio del bosque y empezó a llover y a tronar. Pies para qué os quiero, que decía aquella novia de mis años maduros. Puse la tienda, me acomodé y me olvidé de la lluvia… hasta ahora, que he visto las manchas de luz que dejaba el sol sobre mi tienda. Recojo el doble techo de la puerta. La tormenta ha pasado y ahora el bosque ha empezado a vestirse de ámbar y caramelo.
Tuve otras sensaciones mientras viajaba en el autobús. Con tiempo hoy suficiente para la contemplación que no fueran los senderos, las montañas o los bosques, me llegó también un sentimiento de cierto vacío, sensación deficitaria de todo aquello que está más allá de los senderos, de caminar, de atravesar tal o cual macizo. En un momento me embargó una sensación que no encuentro otra palabra con que nombrar que no sea embrutecimiento. Estoy tan metido en mí mismo y en el entorno en que me muevo que ni siquiera una mirada dedico a alguna bella iglesia junto a la que paso. Hoy hice un amago de entrar en una, pero terminé pasando de largo. La música… este año creo que no he dedicado más que uno o dos ratos a oír algo. Y la lectura… sí leí al principio, pero ahora me cuesta. Nada sé de lo que sucede en el mundo desde hace dos meses. ¿No me llevará esto a alguna clase de particular embrutecimiento, me pregunto?
Bueno, pues atravesaba la aldea de Pochi, fuera ya de la hora de la comida, cuando a mi derecha asomó una pensión-restaurante. Al menos tenía que probar. ¡Caray, qué maravilla de recibimiento! ¡Hombre, tenemos la visita de un peregrino! Ese fue el recibimiento. Ni restaurante ni nada. Enseguida me explicaron que eran un numeroso grupo que había alquilado el entero edificio, hotel e instalaciones de restaurante y demás, pero que sí, que iban a ver al encargado de la cocina y algo podrían ofrecerme. Enseguida tuve a varias personas sentadas a mi mesa dando cuenta de lo que se traían allí reunidos. Eran un grupo de yoga con procedencia de toda Italia y alguna parte de Europa que se reunían varias veces al año en distintos lugares de Italia y pasaban juntos un tiempo, en esta ocasión una semana. Por mi mesa pasaron personas distintas interesadas por mi hacer, pero especialmente con quien hablé todo el rato, era uno de los maestros de yoga y una mujer muy interesada por mi modo de vida. Anandamarga y Anandamurti eran los sistemas de yoga que practicaban especialmente. Una larga charla sobre yoga mientras degustaba un buen plato mezcla de legumbres y ensalada y un tiramisú vegano. Todo exquisito. El Tao, el Ayurveda, el tantrismo, el Bhagavad Gita, el caminar como forma de meditación, el Camino de Santiago… Ahora, aquí tumbado en la tienda mientras anochece me parece mentira que durante la hora y media que pasé con estas personas pudieran salir tantísimos temas de conversación. La ocupación plena del maestro, olvidé su nombre, lo siento, era dar cursos de yoga por toda Italia a lo largo del año. Me contó una cosa curiosa. En una ocasión se fue a hacer el Camino Norte de Santiago. Un día estaba haciendo yoga en una playa cuando un peregrino se acercó y le preguntó si podía hacerlo con él. Claro. Está situación se repitió varias veces, de manera que poco a poco, según se acercaban a Santiago, se fue uniendo gente, que caminando solos o en grupos terminaban quedando al final de etapa en lugares concretos para practicar yoga. Lo contaba como una magnífica experiencia de amistad y de comunión de voluntades.
Necesitaba encontrar un lugar para mi particular tiempo de soledad de cada tarde, así que me despedí calurosamente de esta gente. Todavía tendría que caminar un rato para encontrar un lugar aislado y tranquilo.
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