Día 66. Caminar en procesión


46,35845323°N,11,80774570°E, 22 de agosto de 2025

Toda una noche de lluvia dio paso a una mañana fría de sol, una de esas mañanitas de invierno de pasear el ocio del jubilado por las calles de Madrid o el Retiro. Más o menos era así esta mañana, paseo por un bosque que despertaba lleno de humedad. Las montañas, a contraluz, eran una encrespada mancha oscura. En las cercanías del paso Rolle, todavía temprano, tuve un encuentro interesante. Bueno, no fue un encuentro, vi bajar midiendo el terreno con los bastones a un hombre muy mayor y me paré así sin más mientras daba lo buenos días. Él hizo lo propio. Era una de esas personas que enseguida ves que puedes entablar una conversación con ella. A él le debió de suceder lo mismo. Sin más le pregunté la edad. Noventa años, me contestó, mirando curioso, imagino, mi espontaneidad. Era un viejo guía de montaña que hasta hace muy poco todavía hacía sus pinitos, séptimos ancora, subrayó, añadiendo que no en paredes claro, sino en la palestra. Se había caído de un árbol y se había roto algunas costillas que le habían inhabilitado para la escalada. Enseguida empezaron a surgir montañas de medio mundo en su conversación, la Patagonia, las Torres del Paine, el Fitz Roy, toda la vida escalando en las Dolomitas con clientes o con otros compañeros de cuerda. Se le veía apesadumbrado por la situación en que le había dejado la caída, pero allí estaba, despacio y valiéndose de los bastones, pero incapaz de dejar a un lado la montaña. Otro ejemplo para mí mismo. Se lo he dije. Yo llevo años que cuando se acerca el verano siempre me hago la misma pregunta, ¿hasta cuándo será posible seguir dedicando los veranos a estas largas travesías por la montaña? ¿Por qué será que me interesa tanto esta gente mayor? Si no fuera por estos ejemplos que te dicen que todavía se puede, quizás agarraría estos proyectos con menos fuerza, eso si no terminaba quedándome en casa. Cerrar los ojos y pensar en estos nonagenarios y octogenarios te alarga la vida. El otro día me decía Carlos (Soria) que ya tiene las maletas preparadas para salir disparado hacia el Manaslú. Otro más.

 

En el paso Rolle no cabía un alfiler. Y eso que es viernes, viernes ferragosto, que llaman aquí a este mes en que toda Italia está en la montaña o la playa. Es la primera vez que hago cola para hacer un sendero. Bueno, la segunda. Hace un par de años subiendo al lago Fedaia, a los pies de la Marmolada, era parecido, una fila ininterrumpida de caminantes culebreaba hacia las alturas, niños, perros, ancianos, adolescentes… y todos hablando por los codos pese a que la subida se las traía. Y ello frente a uno de los más atrevidos espectáculos de las Dolomitas, todas las cumbres del grupo de la Pala de San Martino sobre nuestras cabezas. Bastó una pequeña inflexión del terreno y que aparecieran algunos prados para que una parte de la procesión tomara posesión aquí y allá dispuestos a dar cuenta del picnic correspondiente. Aquello parecía el Retiro en un fin de semana. Tras los buenos trescientos metros de desnivel que no arredraban a los ferragosteros, el sendero, pista, desciende otro tanto siguiendo la parte baja de la ladera de la montaña. Por los amplios bucles que describía la pista subían ahora de la otra parte como filas de hormigas otra tanta gente. Y más abajo, cuando la pendiente se remansa sobre unos prados, era de nuevo la gente comiendo y los niños correteando de acá para allá. Mamá, gritaba desde lejos un niño, ¿las ranas muerden? Y como la mamá dijera que no, el niño: ¿puedo cazar una? 


Distraído iba yo en estas cosas pillando retazos de conversaciones, cuando el teléfono me habló: te has alejado de la ruta. Consulta. Efectivamente. Había dejado atrás mi sendero. Aquello era otra cosa. La soledad volvió a la montaña. Tenía por delante un par de collados. Como pensé que no llegaría a comer con hora, a mitad de camino decidí dar cuenta de todo lo que me quedaba de reserva en la bolsa de la comida. Me acogí a la comodidad de un pequeño refugio de pastores que había en el camino. Sí, estaba abierto. Un camastro, un colchón, una cocina de gas, una mesa y una silla, y en la pared bien a la vista un póster de un desnudo femenino para inspirar al pastor en sus largas tardes y noches de soledad. 


Una comida rápida, restos de una hamburguesa, queso, frutos secos y chocolate y pan. Después lo completaría en el paso Valles con una sopa de orzo, un plato bastante sustancioso, una crostatta y café. Eran cerca de las cuatro, así que surtido con la cena y el desayuno tiré para arriba con la intención de parar sobre las cinco. A los diez minutos en una curva del camino, sorpresa, allá está la Civetta y el Pelmo presidiendo el horizonte. Todo un espectáculo. Un rato después aparecería también la Marmolada y su pared sur, una pared norte muy difícil que escalé de joven y que siempre miro con admiración, incrédulo de pensar que a los veinte años hiciera tales escaladas. 


Hoy elegiría el mejor escenario posible para mi tienda, la mitad de las Dolomitas se mostraban frente a mí al final de la tarde. Dejo a las fotografías hablar por sí mismas, entre otras cosas porque se me están quedando heladas las manos. Presiento que las temperaturas, vamos para finales de agosto, están bajando demasiado deprisa. Miro lo que me queda para llegar al Adriático y… uf, tengo la impresión de que se me va a echar el otoño encima antes de ver el mar. 





































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