46,65077779°N, 12,35274732°E, 27 de agosto de 2025
Estaba a quince minutos del refugio Fondovalle cuando comenzó a llover. Esperé un rato allí comiendo una enorme copa de helado y haciendo provisiones para la cena y desayuno y al rato me puse en marcha, dos minutos, porque empezó a llover de nuevo y el grueso estruendo de un trueno retumbó en el valle. Pitando salí hacia donde había venido, unos prados que había visto previamente, e instalé la tienda bajo la lluvia. No se mojaron mucho las cosas, y lo más curioso es que la tienda pese a estar empapada de la noche anterior, se encontraba bastante habitable.
Alguna vez me gustaría escribir algo positivo de estas multitudes que acuden religiosamente, como quien asiste a un ritual, a estos lugares emblemáticos de la cultura o la naturaleza, sea la Gioconda o Las Tres Cimas de Lavaredo como es el caso. Debería volver a leer a Elías Canetti, Masa y poder, para rescatar de allí algo de esto que esconde el proceder de las masas. Canetti mantenía que la experiencia originaria de la masa es el alivio de no temer al contacto; según él en la vida cotidiana el hombre rehúye ser empujado, aplastado, invadido, pero cuando se hace masa ese miedo desaparece y esa desaparición de límites individuales da una sensación de seguridad y de potencia. Según este planteamiento esas multitudes que hoy veía en torno a las Tres Cimas, otras veces en torno a la Marmolada o en el refugio Lagazuoi, apiñadas en senderos, funivías o restaurantes de montaña, Canetti lo vería como un ejemplo claro de cómo el individuo cede a la atracción de la masa turística. En vez de buscar la montaña como lugar de soledad o desafío personal, lo que se busca (quizá inconscientemente) es la seguridad y la excitación de la masa: estar “con los otros”, no sentirse aislado. Si el alpinismo nació como un gesto profundamente individual, en la modernidad turística lo que predomina es la pérdida del individuo en la multitud, la montaña se convierte en escenario de consumo colectivo.
La masa no tolera la quietud ni la contemplación. Esa sensación de alboroto de los grupos, los selfies, todo como quien va de parranda degrada la percepción del entorno. ¡Qué diferente este paisaje cuando lo caminas en soledad! Recuerdo que en una de mis anteriores travesías de Alpes, subía en aquella ocasión por el oeste, el lago de Leandro, un día que no me encontré absolutamente a nadie, cuando asomaron ante mi vista las Tres Cimas sentí una fuerte conmoción emocional cercana a las lágrimas. De repente me vinieron a la cabeza mis primeras ascensiones en el Spigolo Giallo y la cima Grande; sentí entonces un profundo agradecimiento por los primeros compañeros con los que escalé estas montañas, Moisés Castaño, Enrique del Pozo, Nena, Fernando Vázquez, Graciella. Aquellas montañas estaban dentro de mí como una parte importante de mí mismo. En aquellas montañas había crecido y me había hecho hombre. La multitud impide tener una relación profunda con la montaña. En teoría de la comunicación, aquí en donde el emisor es el paisaje, las montañas, lo bosques, apenas tiene relación con el receptor, nosotros, porque el excesivo ruido que produce la masa lo impide.
El paisaje, las montañas, no son sólo lo que se ve, eso que la multitud fotografía sin parar, es el silencio, la relación que mantenemos con las ellas y su entorno, el rumor de los arroyos, el piuuu de las marmotas, el canto de los pájaros. La soledad magnífica, el paisaje.
Aquello de Pessoa también es cierto. Después de matar más de un tigre ya no hay aventura que valga. La reiteración desgasta nuestras primeras impresiones. El conocimiento mata, escribía Cioran. Es una lástima, pero es así, después de tantas veces de haber atravesado estos parajes de las Tres Cimas ahora ya apenas me dicen una ínfima parte de lo que sentía especialmente la primera vez. La reiteración y la multitud tienen la culpa de ello.
No me detuve mucho después de comer en el refugio Locatelli. Guardaba la esperanza de que no hubiera tanta gente descendiendo el valle del río Fiscalino, mil metros de desnivel más abajo. Pero nada, algo menos, pero igualmente multitudinario el sendero. Y se trata de un valle realmente de aspecto bastante asalvajado con una gran franja de grandes paredes enfrente. La última vez que pasé por este valle, venía entonces de otra travesía a Alpes que había comenzado en Trieste, diluviaba durante todo el ascenso. Ni un alma encontré por el camino. El refugio Locatelli estaba hasta la bandera. Era difícil comprender que allí cupiera tanta gente, que por demás llegaba chorreando agua por todos los lados. Recuerdo aquello como una amigable estancia en donde era necesario estar codo con codo.
Se pregunta Enrique Muñiz en un guasap, que si yo camino, escalo, dice él, para mi alma, ¿para qué escalan los desalmados? A estas alturas no vamos a retrotraernos a la escolástica medieval para ver si estamos hechos de cuerpo y alma, o si somos simplemente un montonazo de átomos, así que consideremos simplemente como cosa retórica el interrogante. Eso del yo, lo que somos o dejamos de ser es mucha tela para despachar en un rato bajo el techo de mi tienda mientras fuera chapotea. Lo de que Enrique se considere desalmado es como pensar en un cuerpo que no tuviera huesos. Póngase bajo el amparo de ese concepto, alma, lo que cada uno entienda por ello.
Dice cosas con las que no estoy de acuerdo, por ejemplo: “las explicaciones sobre nuestros actos no nos importan ni siquiera a nosotros mismos. Solamente hacemos lo que necesitamos hacer”. ¡Vaya, que nos importan…! Y mucho. No vamos a ir a aquello de Mallory que decía que escalaba montañas porque estaban ahí. Podemos decir que no nos importan, pero a continuación nos pasamos la vida desde niños con un porqué en la boca. No solamente queremos saber por qué la Luna no se cae sobre la Tierra, toda nuestra vida es una continua recurrencia a los porqués y la razón de ellos, pienso, es porque tal interrogante esta incrustado en nuestro ADN. Los neanderthales no se preguntaban por qué buscaban cuevas o abrigos, por qué fabricaban determinadas herramientas. No se lo preguntaban, simplemente fabricaban la herramienta correspondiente. El porqué cualquier infante lo podía responder. Nosotros somos más complejos, nuestro cerebro también, y sí sentimos esa necesidad.
Termina Enrique haciendo alusión a mi aspecto, y especialmente a mi barba, diciendo que tengo un aspecto estupendo. Hombre, pues gracias. Lo mismo me lo pienso. Hace siglos que no me como dos roscas con las mujeres, así que vaya usted a saber si…
No hay comentarios:
Publicar un comentario