Ares del Maestre, Barranco de Torre Segura, 19/08/10


Camino de Culla el conductor me da conversación; una larga charla sobre economía política destinada a arreglar el mundo rural. Me aburre su larguísimo monólogo, que por demás no daba respuesta a la cuestión que le planteé, quería saber si en los próximos pueblos después de Morella podría aprovisionarme o comer, unas pequeñas aldeas que se llaman Vallibona, Boixar y Fredes. Soy el único pasajero. En Culla están en fiestas. Abandono el pueblo después de hacerme empaquetar la cena, pulpo, pimientos y unos chorizos, en el primer bar que pillo. El camino sale de la parte baja del pueblo, anda derecho por dehesas y encinares hacia la ermita de San Cristofol situada en una prominencia al norte. Después de una hora busco un lugar para mi vivac al abrigo de un cerco rocoso. Está nublado, hacia el sur las luces de Culla, sobre un promontorio, parece el castillo del rey Herodes de un nacimiento navideño.
Dan, dan, dan, las campanas de la iglesia de Benasal dan la media, de las seis. Siempre me produce una sensación especial atravesar pueblos solitarios y silenciosos a estas horas de la mañana. Ladra algún perro, se oye lejano el rodar de un motor, el color ámbar del alumbrado da a las fachadas un aspecto de postal, inmóvil, como un decorado dispuesto para el rodaje de una película. Me alejo pista arriba.



Antiguos alumnos de distintas épocas componen para mí el escenario de fotografías que quizás soñé hacer en algún momento, o simplemente fotografías que son reminiscencias de otras que tomé esta misma mañana cuando el cielo se llenó de fuego tras el esqueleto seco de unos cardos que encontré en el camino poco después del amanecer. Los motivos y las luces mejoran en mucho las fotografías que vi de Isabel Muñoz hace unos días en las instalaciones del Canal de Isabel II. Me decepcionaron tanto aquellas fotografias que mi inconsciente debió proponerse el objetivo de mejorarlas, y así allí estaban mis alumnos, muchos de ellos disfrazados, alerquines, payasos, chicos y chicas sobre una montaña que parecía de decorado, negra, tras la cual la luz del crepúsculo componía siluetas de notable belleza plástica. Luego el escenario cambiaba y se convertía en una montaña de nieve por la que los arlequines se tiraban locamente divertidos hasta ir a parar a mis pies mientras sus cabellos alborozados describían movimientos que se hacían motivo para mi cámara. Era obvio que esta situación salía directamente de las fotografías de Isabel Muñoz, algunas que sí me gustaron. Y es que en la exposición, cuya presentación, un largo parlamento sobre el sufismo que no venía en absoluto a cuento y que alguien había fabricado, como se fabrican los papeles de regalo para envolver nuestra ofrenda; sólo que el envoltorio era falso y hablaba de mística y de Rumi, y ni la mística ni Rumi, Entre el amor y el éxtasis, se nombraba la exposición, tenían nada que ver con aquello; fánaticos, como los hay en todas las religiones, que se hincan puñales en la base del ojo, se atraviesan con clavo y agujas el cuerpo, miran extasiados al personal; un espectáculo por otra parte que tuve la oportunidad de ver al sur de la península de Malasia, en un templo hindú, y que verdaderamente me repugnó. Los personajes de Isabel Muñoz, como aquellos que observé yo al norte de Singapur, eran seres vulgares, de aspecto drogado, brutos que como aquella reina por un día, se constituían en aquella ocasión en centro de atención de la comunidad; y así, convertidos en espectáculo, se hacían fragelar, traspasar sus carnes en medio de una orgía de violencia: repugnante. Otra cosa eran las fotografías de Isabel Muñoz del piso superior, una sola foto repetida una docena de veces; un danzante, todo movimiento y color, rojo y blanco sobre negro. Mi sueño terminó con una toma que reproducía un amplio movimiento de cabeza de una de mis alumnas vestida de blanco, cuyos cabellos largos describían largos movimientos de olas. Terminaba mi sueño porque una gran descarga eléctrica me sacó de él. La tormenta continuaba, a veces tan abruptamente que producía la impresión de que los anchos muros de la cuadra en donde dormía se moviesen. La cuadra, un amplio portalón de cinco metros de ancho y un rectángulo de mampostería de rocas sin labrar, más dos pilares también de piedra, me había acogido a doscientos metros de la pista poco antes de que descargara el grueso más aparatoso de la tormenta.



Había salido de Ares del Maestre, o Ares del Maestrat, que ni siquiera en el pueblo se ponían de acuerdo para nombrarse a sí mismo, donde los mozos levantaban las barreras para el encierro de la fiesta patronal, por un camino que rodeaba los barrancos, mientras la niebla se entretenía encima del pueblo a modo de ancho capirote de seda; llovía ligeramente y el paisaje estaba hermoso hermoso con sus terrazas de cultivo, su roca gris suave, sus laderas cubiertas por el aterciopelado neblinoso de la mañana. Recorro un altiplano habitado de majuelos, robles, encinas y grandes manchas de carrascales cruzados por anchas terrazas en donde a veces pastan pacíficas vacas; atravieso por pequeñas aglomeraciones de casas abandonadas, meto la cabeza en un pozo en el que cuelga una herrumbrosa cadena; al fondo no hay nada, la cadena y su cubo cuelgan en el vacío, el pozo se secó. El campo queda abandonado, solo, como dólmenes escuálidos que muestran la historia de un lugar, que nos dicen del alma que habitó aquel espacio hoy en ruinas. En una de aquellas aglomeraciones de casas me recibe un puñado de perros famélicos; los más feroces están atados con cadenas, los otros, ladran pero cuando hago intención de coger una piedra, salen pitando. Pobre perros, me digo; ¿se acordará siempre el dueño de venir a darles de comer? He oído a muchos en lugares apartados, metidos en una nave, en una casa con aspecto de total abandono, ladrar lastimeramente; y cuando los oigo no dejo de imaginar a muchos de ellos muertos de sed o hambre, porque un dueño, que quiso alertar a los posibles ladrones con los ladridos, se olvidó simplemente de alimentarlos. Sucedió algo así en las cercanías de mi casa, un vecino un poco loco que ató a su perro a un árbol algo lejos de casa, y el tío, que estaba realmente algo zumbado, se olvidó de él. Se murió de hambre y sed. Se me ponen los pelos de punta cuando lo recuerdo.



A media hora de la jauría de perros, empezó a llover, quedo, silenciosamente, mientras yo andaba terminando con los versos de Ángel González; el camino bajaba por un bosque sembrado de pinos y encinas, culebreando, apaciblemente, mientras yo disfrutaba de la lluvia y la lectura. Pero, ay, apenas aquel valle desembocó en otro altiplano, la lluvia se hizo lluvia de verdad y ya fue no parar. En cosa de un cuarto de hora mis botas parecían barquichuelas sumergidas en el fondo de un río, empezó a tronar, el camino se convirtió en un puro charco. Decidí no pasar por Morella y dirigirme directamente a Vallibona acortando por el este. El cielo estaba como para rememorar las riadas de los últimos días en Córdoba. Me preguntaba si realmente uno se puede morir a consecuencia de una lluvia desproporcionada; me parecía demasiado. Pero me era agradable esta lluvia desproporcionada bajo mi capa. Caminaba a paso de paseo, casi despreocupado, en estas circunstancias no podía parar más que en un lugar bajo techo, cuando vi a mi izquierda, no muy lejos del camino, una construcción con aspecto de ofrecerme un lugar para guarecerme. Salté una valla de espinos y me dirigí a ella. A punto de llegar el cielo se desbordó y aquello se convirtió en diluvio. La cuadra me estaba esperando como una aparición, cuadra seca, cuadra confortable, cuadra con gran abertura al exterior para contemplar apaciblemente el derrumbe del cielo sobre esta tierra velada de agua. Me despojé de mis cosas, las puse a secar y me aposenté sobre el aislante, junto al pilar y frente a la panorámica del hueco por donde veía el diluvio. Ah, pero antes llené mi cantimplora del agua que escurría como caños abundantes del tejado. Después de comer no tardé en quedarme frito teniendo como fondo la brusca nana de la lluvia. De vez en cuando me despertaba un trueno, una de esas tracas que cruzaba el valle, pero me volvía a dormir. Descontando el tiempo del abundante desayuno que tomé en Ares del Maestrat había caminado desde las cinco y media de la mañana hasta las cuatro de la tarde ininterrumpidamente; así que cansado estaba, sólo que como estaba cubierto esto facilitaba mi paso, no me dejaba sediento, parecía como si pudiera estar caminando todo el día sin parar. No era de extrañar este merecido sueño que me vino encima.



Ahora, después de la tormenta y mi larga siesta, sólo tengo unas almendras y un poco de leche en polvo con muesly para cenar, pero estoy contento, muy agusto. Metido en el saco, apoyada la espalda en el macuto, que a su vez lo está sobre uno de los pilares de la cuadra, tengo frente a mí a la luna que empieza a salir de entre el enmarañamiento de las nubes, tengo una valla de piedra, que como resto neolítico, igual que los cientos de ellas que he visto hoy, me hicieron reflexionar mientras hacía mi camino, sobre la pequeñez del hombre y la inmensidad del tiempo. ¿Cuántas vallas de éstas puede levantar un hombre en toda su vida, me preguntaba, viendo aquellos laberintos de piedra, las terrazas socavadas en las laderas, los caminos empedrados? No muchos en cualquier caso; el objeto de tantas vidas de entonces: levantar algunas vallas, cavar algunas terrazas, trabajar de sol a sol todo el día, construir una casa, formar una familia y morir. Jo. Visto desde la concepción del tiempo de hoy, desde la cantidad de estímulos que recorren, pueden recorrer a una persona de nuestra época, aquello me parecía una vida un tanto embrutecida; aunque si doy la vuelta al asunto y lo miro desde otro lado, quién sabe, el tema ese de la felicidad que sin buscarla se encuentra en las tareas y en las situaciones más paradojales; acaso aquellos hombres constructores de terrazas y vallas fueran felices con tan poca cosa, de la misma manera que parece que lo son los medio desnudos melenudos de las lejanas regiones del Himalaya, que recorren los caminos y los valles alimentándose de hierbas o de limosna. Complicada tarea ésta la de argumentar sobre lo que es mejor o peor en la vida. Hablaba, no obstante sobre la escasez de mi yantar para esta noche, que se alivia con la comodidad de la cuadra en donde descansaré, con el magnífico paisaje lunar, con la noche venida pacíficamente sobre la tarde sembrada de tormentas.  















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