Fredes, Massis dels Ports, 21/08/10


 La comida me dejó un tanto fuera de juego, así que en la primera sombra que vi a la salida del pueblo, pino o encina, que mi mente estaba un poco confusa para distinguirlos, descargué, extendí toda mi impedienta, húmeda del relente de la noche, por los alrededores y saqué el aislante y me eché a dormir bajo el mosquitero. Sensación muy agradable ésta de la buena comida al final de una larga caminata; llegar y llenar el cuerpo de zumo de naranja, y comer bien, muy bien, todo presentado para una celebración de gala; y ello en un pueblo que no debe de pasar de los cincuenta habitantes, donde temía no podría encontrarme siquiera con un bocadillo. No, no tenía yo pinta de haber reservado mesa, sudoroso, cansado de andar desde las cinco de la mañana, con el pueblo de El Boixar cerrado a cal y canto al amanecer, casi en ayunas al mediodía. Los altiplanos de esta parte del mundo son muy agradables de andar, grandes bosques, caminillos, algunos barrancos, bosquecillos de bojes, encinas, alguna que otra sabina, el apacible silencio de la madrugada para mí solo mientras allá, hacia levante, el sol despereza sobre los árboles e inundaba de azulada palidez los valles todavía dormidos.
Hermoso país este, hermosa tierra, que no llegaremos nunca a imaginar si no la atravesamos a pie, caminado de noche, de día, durante el largo amanecer; no digo yo conocerla a fondo, que eso es harina de otro costal, simplemente imaginarla, palparla, sentirla como parte del terruño en el que te tocó vivir. Margnífica tierra, mucho más solitaria, aislada, hermosa de lo que acostumbramos a imaginar. Esta madrugada el firmamento estaba vuelto del revés, me costó reconocerle, había desaparecido el Triángulo del verano, Lira, Águila, la Osa Mayor, Casiopea; me costó, pero al fin pude organizarle de nuevo, fue cuando descubrí a Orión tumbado al este sobre unas lomas todavía negras como el carbón; la Vía Láctea cruzaba el cielo de parte a parte. Frente a mí no se veía otra cosa que aquello que el haz de luz de mi linterna iluminaba; el haz buscaba las señales blanquirrojas en la oscuridad, sorteaba la rambla, subía por una ladera, se encontraba con una pista, la seguía por un trozo, la abandonaba. El caminante, acostumbrado a estas señales y a su gps, piensa que llegará un día que perderá totalmente su poca capacidad de orientación. Conservo en general las referencias de los puntos cardinales, siempre camino hacia el norte o el noreste, pero con las revueltas y revueltas del camino la verdad es que con frecuencia no sé donde estoy, sigo la línea verde fosforito del gps, escuadriño con mi linterna las marcas; es decir, me muevo siguiendo un orden que no tiene que ver con la geografía del lugar, los valles, las montañas, los barrancos; a éstos me los encuentro, los atravieso, y ello porque esa señal verde me lleva por ellos. Si a los satélites que me mandan su señal se les cruzaran los cables, creo que me las vería bastante mal. Creo que sí, que debo dormir un rato; si la cosa marcha bien esta tarde noche es posible que me haga una larga caminanta bajo la luz de la luna. Veremos.




El paisaje poco a poco se ha ido transformando hasta el punto que ahora tengo la sensación de estar en las cercanías del Pirineo. Aparecieron los helechos, los bosques de bojes por los que siempre parece entretenerse un camino que zigzaguea bucólico por las laderas; aparecieron los escarpados que el camino sortea frente a un paisaje agreste; el césped tapiza ya permamentemente el bosque. Me encuentro con el primer refugio guardado de mi recorrido, el Font Ferrera. Estamos en Cataluña. Ya casi de noche me acerco, una amplia construcción en mitad del bosque; cuatro personas cenan en el interior. Sólo me detengo para confirmar que en el próximo refugio sirven comidas. Cinco horas hasta el refugio Caro, me dicen. Después me alejo. Me encuentro muy bien después de la siesta, me apetece caminar de noche; el camino, estrecho, después de abandonar la pista, está bien señalizado y mis ojos se acostumbran en seguida a encontrar la vaga huella de su rastro en la oscuridad. Me acompaña Kawabata; puedo repartir perfectamente mi atención entre el libro y el camino. Y van apareciendo todas esas constantes que yo intuitivamente creía recordar de la literatura japonesa, que me empujan a leer con delectación cada línea, cada punto de vista, a compartir esa afición por los templos, por los jardines de piedra, por el paisaje, por las flores. Una historia de amor puesta en escena sobre un escenario peculiar que ya la pintura, el cine de Ozu, los matices de sus ritos o la exquisita afición a los escenarios de la naturaleza, hicieron inseparable del cuerpo de las obras de arte del lejano Oriente. Como pocas veces siento deslizarse en mí el placer de la lectura mientras a oscuras busco mi camino entre la maleza, atravesando arbolillos de boj, pequeños escarpados de roca gris. En cierto momento el camino se asoma a una especie de collado y paso de la oscuridad a la luz, me encuentro con la luna de frente, un buen tocho de luna que recuerda ese capítulo recién leído en el que Isoko y Keiko deciden ir de noche a determinado templo donde sobre un gran recipiente de sake se refleja la luna, y donde los visitantes, tomando en su taza una porción de aquel, contemplan entonces la luna en su propia taza. Pequeños actos en donde el sonido de las campanas de los templos, la luna, el agua, la silueta de un volcán a lo lejos se constituyen en elementos centrales de la sensibilidad de los hombres. No iré mucho más allá, en cuanto el camino remonta una pequeña loma empiezo en seguida a bucar el emplazamiento para mi vivac, un lugar desde donde la luna quede frente a mi almohada. Debía de poner la tienda para protegerme del relente, pero es demasiado hermoso todo esto para meterme dentro de mi casita de tela. Sobre un promontorio que apunta como la proa de un barco hacia el valle, busco el refugio bajo las ramas de un pino. A lo lejos se oye el grito entrecortado de un cárabo, algunos grillos, el viento introduce sus brazos entre las ramas de los arboles y suena como a película de miedo. Una vez más mi vivac, la noche, la luna, el promontorio donde escribo, parecen el centro del Universo.











2 comentarios:

Noches de luna dijo...

Es de una gran hermosura lo que estás haciendo. Y los textos, una maravilla.

Un beso, Pichón

Alberto de la Madrid dijo...

Gracias, hortelana.
Un beso