El capitán Ahad sucumbe ante Moby Dick





Binimel.la, 8/06/12
El lugar, sus playas, su entorno, una joya en la ya espléndida costa norte menorquina; cuarenta y tantos kilómetros de costa salvaje sin un lugar de abastecimiento en ésta época del año (en cala Morell se puede encontrar un supermercado en los meses de verano). Como no quería cargar más de lo necesario antes de salir de casa me interesé por el único restaurante en mi ruta, el de Binimel.la. Los comentarios de la página web: mejor buscarse otro sitio, bordes, caro y malo. Pero es el único sitio y llego allí después de caminar desde las cinco y media de la mañana.

Hoy me toca el consabido estrecot de las ocasiones especiales, especiales que no son tanto por el clima o por el brillo de la aurora boreal, sino que más depende de mi apetito. Así que sabiendo lo que iba a comer me intereso por el menú del día que anunciaban ostentosamente en la cabecera de la página web; cosa de incordiar. El camarero pone cara de tonto y me dice que no hay menú del día. Abro los ojos expresivamente y le miro interrogante, hoy es viernes, ¿verdad?, le digo. Sí contesta. Bueno, demasiado aburrido, tampoco el camarero tenía la culpa, me decidí por dejar la fiesta en paz e hice mi pedido.
Las olas golpean brutales y monótonas sobre las rocas después de comer. Espuma blanca, el ruido sordo contra la concavidad pétrea, grandes penachos entonces. Por demás la tarde se disuelve gris en una atmósfera que matiza el perfil de las colinas. El viento es molesto. Después de la siesta me refugio en el umbral de una cueva que me va a servir esta noche de refugio. Tiempo inestable y no tengo tienda que me proteja.


En la mañana, mientras atravesaba el espléndido paisaje de la costa norte entre cala Morell y Binimel.la, el capitán Ahad intentaba por tercera y última vez dar caza a Moby Dick. Al capitán Ahad, por encima de su hijo, su esposa, la vida de la tripulación, el barco, por encima de todo ello ponía la muerte de aquella ballena que anteriormente se había cobrado una de sus piernas. En las últimas páginas el monstruo blanco se lleva su vida, el barco desaparece bajo el agua, el único superviviente, Ismael, se salva flotando sobre un ataúd. Una mala traducción puede arruinar una novela, pero si, además, el lector parece estar pensando en otra cosa mientras lee, pues apaga y vámonos. Aun así, pese a la traducción y al lector, leer a Melville frente al mar es un privilegio.
La sobriedad del paisaje, su soledad, el mar desgastando con su indiferencia blanca los acantilados, un cielo convenientemente nublado, contribuían a hacer de mi camino de hoy una muy agradable passeggiata.


No hizo falta pensar mucho en qué haría después, la abundante comida decidió que nada más abandonar el restaurante me buscara una roca al resguardo del viento para echarme una larga siesta. Después, a pocos metros de allí, encontré una enorme cueva de techo bajo donde cabrían no menos de veinte o treinta persona. Así que paso el resto de la tarde mirando las olas. Un espolón de rocas que tengo enfrente levanta la cabeza como si de un enorme saurio se tratara mientras grandes olas arremeten contra su testuz.


Ayer tarde me encontré con un pastor, hablamos hasta que se hizo de noche. Cuando me paré junto a él cogía ensimismado alcaparras de una planta llena de flores, planta que yo me había encontrado años atrás en algunos cerros de Murcia y que tiene unas grandes flores filamentosas de pétalos blancos... y que mira por donde sus frutos resultaron ser las alcaparras.





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