Viernes Santo





Orio, 29/03/13

Albergue de Orio, una casa en lo alto del pueblo habilitada con un puñado de literas. El albergue está lleno. Fuera llueve. No reconozco nada de mi primera visita a este pueblo. La ria aparecía sucia, lúgubre; eso o que mi dolor de espalda y mi ánimo lo veían así. Lo que un día nos parece un maravilloso cuadro para colgar en el frente del salón, un dolor de muelas o un ramalazo de melancolía puede convertirlo en un triste motivo. Quizás hoy me dolía más de la cuenta la espalda. A la altura de Zumaya ya era considerable. Sí, el momento ese en que me tropecé con el municipal y la larga procesión del Viacrucis que subía penosamente los escalones parando junto a cada cruz de piedra para hacer remembranza de los dolores de Jesús camino del Calvario. Había dejado Deba antes de las seis de la mañana; no llovía y el tiempo prometía un día soleado, incluso la luna estaba allá arriba ligeramente decreciente. Ah los días, entonces todavía por tierras de Andalucía, en que la luna era compañera amiga en esas horas en las que me sumergia en la noche y ella y las estrellas me acompañaban cada madrugada. Después, las otras lunas que hubo no fueron ni tan fieles ni tan frecuentes, por una razón u otra estuvo ausente, entre nubes; una presencia accidentada impide que se establezcan relaciones de camaradería. Hoy era un astro entre las nubes, un accidente no más. Recordaba aquellos días en que el sol y la luna, uno a cada extremo del horizonte hacían una especie de pulso en que la luna terminaba por sucumbir pálida y enfermiza entre las copas de los olivos ante el rotundo despunte del sol. Daba gusto esta madrugada poder prescindir del traje de agua. Animoso como estaba había combinado acercarme a ver el museo Zuloaga que estaba en mi ruta; para eso me paré, para preguntar al policía municipal sobre su horario, pero lo hice un centenar de metros antes de acercarme a él. En la parte de atrás del macuto llevaba colgando un par de calcetines de lana que no había conseguido secar después de las lluvia de ayer; mis calcetines apestaban, me daba corte cruzarme con algún caminante, porque de la misma manera que uno se cruza con encopetadas señoras cargadas de colonias de todos los colores y cien metros antes de sobrepasarla ya el olor ha invadido todo el espacio circundante, me imaginaba yo que el radio de acción del perfume de mis calcetines debía de tirar para atrás al más pintado. Total, que para no asustar a los procesionados que rezaban el Vía Crucis ni asustar al municipal con el advenimiento fétido que despedía mis dos prendas tendidas cucamente sobre la mochila, descargué y metí éstas en una bolsa de plástico erméticamente cerrada para que su olor no me delatara al atravesar la procesión. El municipal, un hombre regordete con cara de bonachón me tuteó enseguida y me dio todo tipo de explicaciones, asegurándome que probablemente el museo estaría cerrado, que lo estaba. Después, cuando ya me marchaba, añadió sonriente: “un detalle eso de guardar los calcetines...” Sí, pero me callé la verdadera razón, que no era ni mucho menos estética como puede suponerse. Los procesionarios llevaban un papelito en las manos en donde estaban escritas las oraciones y las letras de los cantos. Casi todos eran gente mayor; recordé mis días de la infancia cuando en el barrio en que vivía se hacía una procesión similar, aunque mucho más aparatosa; una parte importante del barrio, sosteniendo cirios y arrastrando algún carruaje con el Nazareno, cantaba parsimoniosa y solemne aquello de: Perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo, perdónale Señor. No estés eternamente enojaaado, no estés eternamente enojaaaado, perdonale Señor. El misterio y la solemnidad de la Semana Santa fue una constante en mi infancia de alumno de colegio de curas. Hoy veo esto como un curioso esperpento que todavía recorre una parte importante del planeta. Recorriendo las islas del Pacífico me sorprendió una vez una Semana Santa en una pequeña ciudad de Filipinas. En las iglesias se podía contemplar a desconsolados feligreses con los ojos hinchados por las lágrimas; después cientos, acaso miles de piadosos filipinos seguían a los santos, vírgenes y Cristos de escayola que previamente se habían cubierto de flores. Las calles estaban repletas. La procesión la presidía un enorme crucifijo ante cuyo paso la concurrencia bajaba la cabeza y se persignaba. Lo de Zumaya era más sencillito. Rezaban en vasco. Tuve que abrirme paso entre los fieles adoptando una impostada actitud de recogimiento.




Desde Zumaya podía optar por subir por las colinas cercanas al mar, lo que dado el dolor de espalda no me apetecía, o seguir junto a la orilla hasta Zarauz. Elegí esto último. El mar estaba lindo, sencillo, tranquilo; entre unas cañas que crecían sobre un prado se veía un velero, uno de esos que todos los niños pintan en alguna ocasión. El tiempo en que era capaz de caminar seis o siete horas seguidas sin ninguna parada me parecía lejísimos; esta mañana tuve que tomar respiro varias veces para intentar aliviar mi espalda. Traté de recordar de quién era el cuadro que estaba viendo, el verde, las cañas, el velero, un cuadro que vi en alguna parte del mundo y que quedó grabado suavemente en mi memoria, pero no lo conseguí; creo que se trataba de un pintor chileno, seguro que mi secretaria-hortelana que es aficionada a tirar de la cuerda a estas cosas consigue acordarse. Hemos visto tantas cosas juntos, hemos vivido tantas experiencias uno al lado del otro que mi memoria flaquea; sin embargo ella no, ella recuerda siempre, y si se le pierden detalles o nombres lo busca hasta dar con ello. Sin ella estaría perdido; oye, ¿cómo se titulaba aquella película en la que tal y tal... ? ¿Y de quien es aquel libro que...? Mi segunda memoria, no obstante, lo es sobre todo del cine, ella sí que es una máquina para eso. Yo no suelo recordar el nombre de más de cuatro o cinco directores; de actores más o menos lo mismo; es una jodienda, pero es así. No sería la primera vez que la llamara por teléfono para completar los datos de un post porque soy incapaz de dar con un título o una circunstancia.




Esa sentada que hice junto al mar con el velero enfrente ya compensaba mis inquietudes estéticas para todo el día. Me gustaba tanto que mandé una copia a Ramón y otra a Victoria; también dejo una aquí. Se me hizo interminable el camino hasta Zarauz. Después de comer ya fue otra cosa, los langostinos, el bacalao a la vizcaína y el requesón con miel me volvieron a dejar bastante bien. Ramón, que comía tambien lejos de allí a dos semanas de distancia, y yo brindamos vía guasap con un vaso de vino en la mano celebrando este bonito día de sol.



Tras la comida, como debiera ser siempre, busqué un lugar para echarme una siesta; lo encontré en un banco público a las afueras de Zarauz. Me despertó la lluvia sobre la cara. Había que levantarse, ponerse el traje de agua y echarse a caminar. Me iría hasta Orio; cada vez más cerca del final. Hubo una amena velada con dos noruegas, una alicantina y algunas estudiantes de instituto, pero quizás eso pertenezca a la crónica de mañana. Buenas noches. 













3 comentarios:

LuisBasGz dijo...

UF TIO, que cansancio pero yo creo que compensa llenarse los ojos con eso paisajes norteños . Animo y hasta mañana que te acompañare otro ratillo

aldeaaliu dijo...

Aprovecho para sentarme a tu lado frente al Cantábrico, su velero y la inexplicable quietud de ese mar bravío...Aprovecho también para enviar un abrazo a Luis Basanta que te sigue desde el Mediterráneo...Ignacio

LuisBasGz dijo...

Bueno, Gracias por el abrazo, que te devuelvo, No veais lo contento que estoy de haber contactado con vosotros gracias a Pepe y a este magnifico blog de este artista de los caminos y las palabras bonitas,Espero qu estes muy bien y que sigamos en contacto tanto aqui como en facebook donde me podeis contactar poniendo mi nombre completo y asu podreis tambien saber cosas de los antiguos amigos de el "Navi" y de otros montañeros que nos contamos cosillas alli, Repito, fortisimo abrazo